Rodrigo Castro Orellana, En defensa de un lento Boric

El neoliberalismo no nace ni muere en Chile- 4ª Parte

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Cuando las cosas suceden con tal rapidez, nadie puede estar seguro de nada, de nada en absoluto, ni siquiera de sí mismo.

Milan Kundera

En noviembre de 2021 abrí un ciclo de artículos publicados en Disenso que con este escrito pretendo de alguna manera concluir. Se trata de los siguientes textos: “En neoliberalismo no nace ni muere en Chile”, “Sigue ganando el neoliberalismo. Breve historia del triunfo de la extrema derecha en Chile” y “El coraje de gobernar. Boric y la izquierda chilena en la encrucijada neoliberal”. Para mi alegría estas reflexiones han generado varias reacciones sugerentes e intensas tanto públicas como privadas que no puedo más que agradecer. Especialmente quiero destacar las replicas de Rodrigo Karmy y Cristóbal Olivares publicadas también en Disenso. Algunas de sus críticas ya las he respondido anteriormente, otras pretendo abordarlas algunas líneas más abajo.

Sloterdijk comparaba el ejercicio del pensamiento filosófico hasta bien entrada la modernidad con una actividad postal donde las obras son de algún modo cartas que un autor le dirige a sus amigos y amigas. Toda carta espera una respuesta y quien la escribe no puede más que dar las gracias por recibirla. En ese cruce de palabras se aclaran sentidos, se producen interpretaciones y se iluminan perspectivas que en un principio ninguno de los interlocutores había advertido. La carta tiene el mérito de que no nace de una comunicación acelerada e instantánea, aporta la pausa necesaria para que puede desplegarse una reflexión profunda y significativa. Hay algo de pasado y de melancolía en ese ritmo sereno del pensamiento. Quizás deberíamos retornar a esta práctica lenta de la escritura que permite un diálogo intenso y abandonar el exhibicionismo frenético de Facebook o la inmediatez apremiante del correo electrónico. Volver a escribir cartas que den noticias profundas de uno mismo y de la forma en que experimentamos nuestro presente. Esto es lo que he hecho en este ciclo de artículos: escribir cartas sobre el Chile que he vivido y que sigo viviendo. No se ha tratado de desplegar un análisis sujeto a los estilos o los hábitos tradicionales de una disciplina teórica, sino de situar la reflexión en directa relación con la coyuntura actual de la sociedad chilena.

La coyuntura chilena

Una primera observación. La coyuntura en que se encuentra Chile no se ha cerrado con el triunfo de Gabriel Boric en las últimas elecciones presidenciales. Al contrario, su victoria desplaza la encrucijada a un escenario de máxima complejidad que implica un desafío inédito para la izquierda chilena. Si la extrema derecha hubiese obtenido la victoria en diciembre pasado se habría producido una situación de enorme gravedad para el conjunto de la sociedad, pero la estrategia de la izquierda habría sido más que evidente y clara: articular una oposición radical en todos los frentes posibles. La consecuencia del triunfo coloca a la izquierda frente a un desafío sustancial y diferente: gobernar un país totalmente colonizado por las lógicas neoliberales. De ahí la necesidad de comprender adecuadamente el campo de fuerzas en que se situará el gobierno de Boric y los procesos que efectivamente se están desplegando en la sociedad chilena desde octubre de 2019.

La cuestión principal estaría en abandonar la tesis mesiánica de que lo que está en juego aquí es acabar con el neoliberalismo. Mi argumento central en todos los artículos que he escrito sobre este asunto ha sido una y otra vez que el neoliberalismo no morirá en Chile como consecuencia del estallido social, ni como resultado de una nueva constitución, ni como efecto de una única acción gubernamental. He insistido en que no existe un proceso de impugnación del neoliberalismo, no con el objetivo de demostrar que estamos condenados a padecer un totalitarismo del mercado sin escapatoria, la competencia salvaje y el individualismo radicalizado. Mi planteamiento tiene por propósito alertar sobre lo peligroso que puede ser creer en la posibilidad de una destitución neoliberal acelerada y sobre el efecto que esa épica podría tener en el gobierno de Boric. Por esta razón, reducir mi argumento a la economía de optimismo versus pesimismo simplifica los alcances del dilema que esta coyuntura impone a la izquierda.

Se trata del desafío de gobernar, no para acabar con el orden capitalista contemporáneo, sino de sentar las bases para que el horizonte mínimo de un tiempo post-neoliberal pueda abrirse algún día en la sociedad chilena; algo que difícilmente ocurrirá si no se producen transformaciones políticas equivalentes en otros países del mundo. La paradoja reside en que, si existe alguna posibilidad de que esto ocurra, resulta preciso previamente abandonar el utopismo de ese proyecto que pretende decretar con urgencia el final del neoliberalismo. La izquierda debe aceptar la necesidad de un ejercicio gubernamental difícil, laborioso, lleno de contradicciones, con avances y retrocesos cuyo propósito último es la conquista de derechos inéditos hasta ahora para la ciudadanía chilena. En este contexto, lo decisivo reside en garantizar una continuidad en el tiempo de esa acción gubernamental frente a los intentos de la extrema derecha por retornar al poder, una amenaza que siempre estará al acecho. Solamente de esta forma podrán producirse cambios políticos y culturales que, si bien no supondrán el final del neoliberalismo, sí intensificarán los espacios de resistencia y la confianza en un mundo otro.

Cuando hablo de una coyuntura de la izquierda chilena no estoy pensando en que la encrucijada afecte solamente a los responsables políticos que formarán parte del gobierno de Boric. Me refiero también a los militantes más o menos encantados o escépticos respecto a la figura del nuevo Presidente, a las personas que han salido a las plazas durante el estallido social, a los convencionales que aspiran a tener una nueva constitución y trabajan para ello. Pero sobre todo estoy apuntado a los intelectuales que han reforzado un relato acerca del estallido social como un acontecimiento que introduciría la radical novedad frente a los dispositivos neoliberales imperantes en Chile, una fuerza histórica arrebatadora que no solamente habría llevado a Boric en volandas a La Moneda, sino que lo impulsaría como agente decisivo del advenimiento de un mundo post-neoliberal.

Este relato ha recibido el nombre de “octubrismo” porque contiene un punto de vista que no consigue elevar la mirada más allá de las emociones de la revuelta que se produjo en octubre de 2019, como si una especie de epifanía popular hubiese acontecido y todo tuviese que ser explicado a partir de ahí. Pero octubre de 2019 tiene que ser leído como un síntoma de la compleja realidad chilena, no como la llegada de la salvación ni tampoco como la expresión de una enfermedad. Comprendo que la plaza en su clamor colectivo nos conmueva y nos invite a permanecer en ella o a regresar una y otra vez para encontrar a los heroicos compañeros y compañeras. Unir ideas y cantos, crear y entrelazar nuevos vínculos que nos llenan de esperanza en el mañana. Sin embargo, la vieja batalla de Chile ha cambiado de rostro, las luchas ancestrales que suspendían el tiempo histórico se han marchado.

La posibilidad de una derrota definitiva, de hecho, reside ahora en no ser capaces de comprender que el escenario se ha modificado y que la izquierda ha sido atacada por la retaguardia. Hay que mirar el mundo para advertirlo y entender lo que viene. Ahora la derecha sale a la calle y grita por la libertad, denuncia el totalitarismo del Estado social, se apropia de la actitud crítica ante el mundo. Por eso, sostengo que hay que comenzar a pensar de otro modo la lucha contra los dispositivos neoliberales e ir más allá del elogio vociferante de la revuelta, hacer un esfuerzo por romper los lazos con las compensaciones psíquicas que genera la fe en un supuesto devenir puro de la vida más allá del capital. Tenemos que ser severos en la autocrítica de la izquierda actual y de sus tradiciones. Esto es lo que debería inquietarnos, no lo que piensa o cree pensar un ideólogo del neoliberalismo como Peña.

Quizás la coyuntura se pueda ilustrar mejor con un episodio reciente que pone de manifiesto las paradojas que subyacen en el contexto del Chile contemporáneo. Boric ha nombrado como Ministro de Hacienda a un economista neoliberal como Mario Marcel. Desde el acelerado octubrismo dicho nombramiento se ha recibido con molestia o con un silencio melancólico que habla por sí solo. Dado el argumento que he estado defendiendo en este artículo y en los anteriores, para mí sería fácil decir que solo este dato demuestra que tengo razón: el neoliberalismo no está siendo impugnado en Chile. No obstante, quiero complejizar la lectura para que se advierta en su totalidad las características del problema dramático en que navegará la administración de Boric desde el 11 de marzo en adelante.

Mi planteamiento no apunta a que el nuevo gobierno no tenga valor alguno o que sea una simple configuración más de la monstruosa racionalidad neoliberal. Entendimos que en la segunda vuelta Boric tenía que bajar del árbol, moderar su discurso en extremo, resultar simpático a Ricardo Lagos y a Michelle Bachelet, esconder al Partido Comunista en el último cajón del escritorio, etcétera. Lo asumimos porque sabíamos que si no lo hacía jamás ganaría. Fue el argumento que expuse en “Sigue ganando el neoliberalismo…”. La hegemonía de los valores neoliberales en el plano de la subjetividad y a nivel comunicacional impiden que una opción política que de manera explícita impugne los modos de vida capitalistas pueda llegar a triunfar electoralmente.

Algo similar puede decirse ahora respecto al nombramiento de Marcel. Boric necesita de forma imprescindible que la convención saque adelante una nueva constitución y que esta sea aprobada por la ciudadanía en el referéndum, tiene que conseguir nadar en medio de la tempestad para llegar a esa isla. A partir de ese momento dispondrá de mejores instrumentos políticos para avanzar en transformaciones significativas. Podemos apostar a que una vez que exista una nueva constitución, se iniciará una segunda etapa de la administración de Boric en la que seguramente ya no tendrá cabida una figura como Marcel. ¿Será consciente la izquierda de estos inevitables ritmos de la acción gubernamental o seguirá creyendo en la necesidad y factibilidad de una rápida demolición del neoliberalismo mediante la fuerza excéntrica del octubrismo?

Estoy a favor de un lento Boric, prudente en el ejercicio del gobierno, inteligente en la construcción de instancias simbólicas que marquen una diferencia con respecto al pasado, sensato a la hora de medir los tiempos. Creo que su gobierno puede iniciar una nueva época del país precisamente si entiende que el neoliberalismo no puede morir en Chile, pero que sí se puede comenzar su lenta socavación. Por el contrario, el octubrismo parece contener la aceleración que puede derrumbar el proyecto de Boric cuando este recién empieza a dar sus primeros pasos. Así se regresaría otra vez a la calle donde algunos creen que comienza y termina toda política, en la comodidad de ser siempre opositores porque en realidad no se tiene el coraje de gobernar.

Revuelta y revolución

La revuelta, como toda acción humana, se desliza dentro de las condiciones que los poderes contemporáneos configuran. Estos poderes funcionan como dispositivos, es decir, se despliegan como una suma de mecanismos diferentes que articulan heterogéneos elementos en función de una estrategia compartida cuyo fin consiste en la producción de un medio. En tal sentido, cada dispositivo crea un ambiente donde se insertan los cuerpos con el objetivo de producir una forma específica de individualización y un modo de relación del sujeto consigo mismo. Los dispositivos están hechos de discursos, ideas, racionalidades que se combinan con prácticas concretas (tecnologías, disposiciones arquitectónicas, medios de trabajo, etcétera).

La sociedad neoliberal está atravesada por esta multiplicidad de dispositivos que actúan en diferentes estratos construyendo los valores y las formas de vida hegemónicas. Sin embargo, cada dispositivo contiene un espacio de antagonismo que explica su movilidad permanente, la necesidad de un reordenamiento de sus elementos con el propósito de intensificar su eficacia en la captura de las resistencias. Todo dispositivo está constantemente intentando complementarse en directa relación con una materialidad viviente que le responde o le contraataca. El neoliberalismo sería la interconexión estratégica de esta compleja red de dispositivos (el dispositivo de la deuda, el dispositivo del consumo, el dispositivo de la precariedad, el dispositivo espectacular, el dispositivo individualista, etcétera) mientras que la revuelta emergería como consecuencia de la interconexión más o menos dispersa de las resistencias y los antagonismos.

La revuelta, entonces, no está fuera de la historia ni irrumpe en ella desde el exterior como si se tratase de un mesías esperado. No es la suspensión radical que evidencia la vaciedad de todo orden, sino que se despliega en la continuidad empírica de un orden defectivo cuya característica principal es la búsqueda sistemática de una anulación de todo antagonismo. Por eso puede afirmarse que la revuelta nace del espacio de dominación que pretenden dibujar los dispositivos. Esta idea no quiere despreciarla afirmando que ella sea el motor que nutre a los dispositivos gubernamentales. Por contrario, lo que intenta es reinscribirla en un materialismo genealógico que permita comprender sus complejas tensiones y no degradarla a través de la apropiación idealista de un comunismo teológico que la saca de la experiencia.

Desde este punto de vista, la revuelta en su especificidad concreta, desnuda de toda épica, nos permite observar al mismo tiempo las determinaciones que infringen los dispositivos neoliberales y sus fracasos. En el caso concreto del estallido de octubre, por ejemplo, lo que tenemos es la manifestación explícita y ambigua de lo que hacen los dispositivos y de lo que los deshace, de unos antagonismos que se venían produciendo en la sociedad chilena desde mucho antes y que continuarán desencadenándose en el futuro. La historia de los dispositivos y las revueltas, por tanto, se caracteriza por la discontinuidad, la remoción permanente y la ausencia de un continuum histórico.

Si no fuese así, el neoliberalismo se confundiría con la naturaleza misma y tendríamos que decir que no muere en Chile porque no sería estructuralmente contingente. Pero esto no es lo que sostengo. Los dispositivos neoliberales han conseguido un extraordinario éxito en la consolidación de un modo de vida que cuenta con el consentimiento más o menos consciente de los sujetos.  Un estado de goce que coexiste con una densa e irreflexiva experiencia del descontento. De tal manera que la falta de impugnación al neoliberalismo en el Chile actual tiene que ver con esta ambigüedad que le otorga a estos mecanismos una extraordinaria fortaleza, aunque no una inmortalidad.

Por esta razón, resulta decisivo no conceder al neoliberalismo la condición de proceso revolucionario. Dicho argumento se corresponde con las auto representaciones doctrinarias más fanáticas que los ideólogos neoliberales han hecho de su visión del mundo y del ser humano. De hecho, existe un ejemplo en el libro escrito por Joaquín Lavin en 1987: La revolución silenciosa, cuyas páginas exudaban un optimismo febril acerca del futuro en medio de la devastación criminal de la dictadura de Pinochet. Para la racionalidad neoliberal lo más importante guarda relación con la aceleración e intensificación de sus dinámicas constitutivas (individualismo, competitividad, mercantilización, etcétera) y conseguirlo exige depurar resistencias o minimizar las respuestas antagónicas. En ese sentido hay un movimiento de reinvención constante que ha construido retóricamente una filosofía de la historia orientada al futuro. Pero es fundamental advertir que esto no es más que una construcción social del tiempo que deriva del fondo estratégico de los dispositivos. Así pues, los dispositivos neoliberales se sostienen tanto en una producción de espacios como de temporalidades.

El neoliberalismo afirma ser revolucionario cuando, en realidad, recorta toda idea o proyección acerca del futuro. Algo que nos lleva otra vez a observar las tensiones inherentes a todo dispositivo, ya no solo como cuestiones territoriales sino también como ambivalencias relacionadas con la experiencia del tiempo. La desdoblada subjetividad neoliberal se manifiesta en una experiencia fragmentada del tiempo que la inscribe en el goce de la aceleración (tecnológica, consumista, vital) y en la vivencia angustiante de que ya no existe novedad alguna y de que la existencia se descompone en la repetición. Lo primero podemos verlo ejemplificado en las conductas de consumo que anclan en el cambio permanente. Lo segundo puede advertirse en uno de los efectos de la precariedad laboral y la flexibilidad del empleo: la imposibilidad de planificar un proyecto existencial que tenga algún mínimo de certeza.

Esta ambivalencia temporal también está presente en la revuelta porque, en cierta medida, se la quiere situar en la lógica de la aceleración, aunque ella pertenece al orden de lo lento, de los pasados que siguen habitando el presente. Por eso mi comparación entre el Chile de 1988 y la actualidad expuesta en otros artículos no es una analogía, sino la verificación de una poderosa latencia histórica. La historia chilena no es una línea revolucionaria que se rompe con la introducción de una nueva época de luchas. Nuestra historia es una acumulación de temporalidades que se superponen en un mismo presente.

Aceleración y lentitud

No pienso, por tanto, que el neoliberalismo sea un ensamblaje de dispositivos determinado por una temporalidad única. Sin duda esta es su pretensión, su manera de presentarse y representarse. Si su dinámica se caracteriza por un permanente proceso de destitución de experiencias humanas sólidas y de descomposición del tejido social, eso involucra una particular experiencia del tiempo fragmentado. Cada dispositivo colabora en la producción de una subjetividad complaciente y simultáneamente expande los efectos catastróficos del individualismo radical, de la disolución de toda solidaridad, del desprecio de la naturaleza, etcétera. Todo lo cual ocurre dentro del marco de una construcción del tiempo acelerada que aspira a ser unitaria y homogénea.

Hartmut Rosa ha utilizado la categoría de aceleración para describir la temporalidad característica de la modernidad tardía. En su libro Alienación y aceleración identifica tres tipos de aceleración: tecnológica (incremento de la velocidad), del cambio social (variación de valores, actitudes, relaciones, hábitos, etcétera) y del ritmo de la vida (“hambre de tiempo”). En este último caso, la aceleración no genera mayor disponibilidad de tiempo, sino que incrementa las necesidades, los deseos y las tareas. Sin embargo, en toda esta descripción subyace una paradoja. ¿No implica el concepto de aceleración la existencia de un proceso de cambio constante que agobia o apremia al sujeto? ¿Está el sujeto contemporáneo agobiado por el cambio permanente o, en realidad, por una experiencia radical de ausencia de novedad? ¿O ambas cosas? Y si es así, ¿cómo explicar que haya aceleración si no hay novedad en la experiencia que determina la lógica neoliberal?

Frente a estos problemas resulta interesante el análisis que Rosa le dedica a las experiencias de “desaceleración social”, a las cuales presenta como productos de la aceleración o como instancias de pausa para acelerar todavía más. Algo diferente ocurriría con los análisis teóricos de la sociedad contemporánea que, en vez de observar una temporalidad acelerada, describen una inercia cultural y estructural. Rosa califica a estas perspectivas como “sorprendentes” y “extrañas”. Está aludiendo a los trabajos de Baudrillard, Virilio o Jameson. En mi opinión, el problema que presentan estas perspectivas contrarias a la teoría de la aceleración, Rosa lo resuelve de un modo no completamente convincente. Afirma que la experiencia de la inercia se intensifica como consecuencia de una dinámica vertiginosa que impide experimentar cualquier acontecimiento como algo significativo. La inercia, entonces, sería un producto de la temporalidad acelerada.

Me llama mucho la atención que en este contexto Rosa no se refiera al trabajo de Gumbrecht y especialmente al concepto de “lento presente”. Según Gumbrecht la construcción temporal de la modernidad estuvo determinada por una “asimetría entre el espacio de la experiencia y el horizonte de expectativas” que configuró un futuro abierto sobre el cual se creía posible intervenir. Sin embargo, en nuestra época “hemos dejado de percibir nuestro futuro como abierto”. Es decir, el horizonte de expectativas permanece dominado por ideas como la extinción, la catástrofe planetaria, el colapso. Según Gumbrecht, esta inquietud frente al mañana se traduce en una dificultad para transitar hacia un “futuro cualitativamente diferente del presente” como si ello supusiera acelerar el camino hacia la catástrofe. Entonces, en lugar de dejar atrás el presente lo estaríamos empujando permanentemente hacia delante. El tiempo parece moverse más despacio porque el presente se hace más extenso (se dilata) al convertir el futuro en algo lejano y al rellenar ese presente amplio de múltiples pasados.

La cuestión sería, por tanto: ¿Cómo puede haber aceleración si la expectativa de futuro se recorta? Y un segundo problema: ¿cómo explicar esta ambivalencia de la experiencia entre lentitud como tiempo histórico detenido y aceleración como característica de la vida en el registro 24/7? Estas preguntas solamente pueden responderse desde la hipótesis que formulé más arriba: los dispositivos neoliberales no solamente configuran espacios, sino también temporalidades. En tal sentido, construyen y refuerzan una experiencia acelerada del tiempo. Lo que significa que la aceleración no es un rasgo o una especie de destino de nuestra época o nuestra cultura. Se trataría más bien de una estrategia política que está tensionada con respecto a la experiencia que los sujetos pueden hacer de ausencia de novedad, repetición o “libertad para siempre lo mismo”.

Por este motivo, el colapso de los dispositivos neoliberales no puede ser más que un proceso lento ya que implica situarse fuera de los espacios de aceleración que tales mecanismos diseñan. Los mecanismos que determinan una experiencia acelerada de la vida solo pueden desaparecer de una forma desacelerada. Esto nos conduce nuevamente a registrar la ambivalente escena que deriva de las tensiones implícitas en cada dispositivo. Lo que parece acelerado, si es observado a suficiente distancia resulta lento, y a la inversa, lo que observamos desde muy cerca adquiere velocidad. Por eso resulta recomendable alejarse del acontecimiento para observarlo y no sumergirse en el entusiasmo que nos arrebata a fusionarnos con él.

La percepción lenta del mundo hoy en día es un síntoma de descontento, de algo que se escapa a la estrategia neoliberal que impone una visión acelerada de las cosas. Creer, entonces, en la posibilidad de un advenimiento acelerado de un tiempo post-neoliberal en Chile no sería otra cosa más que uno de los efectos de la producción temporal desplegada por los propios dispositivos. De ahí la importancia de tomar distancia del 18 de octubre de 2019 no por una cuestión valórica que implique despreciar lo ocurrido, sino para antagonizar con la mirada acelerada de la historia.

En su célebre introducción a la edición inglesa de El Antiedipo de Deleuze y Guattari, Foucault construyó una especie de ética para una vida no fascista. Uno de sus principios era: “no os enamoréis del poder”. Ahora añadiría por mi parte: no os enamoréis de las plazas, de las multitudes que se abrazan y cantan, de los acontecimientos en que parece que por fin las víctimas de la historia serán redimidas. Respetad y cultivad todo ello, pero evitando la aceleración. Asumid que la tarea de construir un mundo sin neoliberalismo solamente puede ser paciente y lenta. A eso le llamo gobernar y en Chile la izquierda tiene por fin una oportunidad para comenzar a hacerlo. Algunos dirán que esto es demasiado poco porque esperan que en sus propias vidas se produzca el tiempo de la liberación. No obstante, otros saben muy bien que la grandeza humana a veces reside en asumirse como un tránsito. Confío en que Boric lo comprenda y que Chile inicie bajo su presidencia el lento camino hacia el colapso del neoliberalismo.

11 de marzo de 2022


Imagen de portada: El artista funambulista Philippe Petit entre los campanarios de Notre-Dame en París, junio de 1971, AFP.

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