Desde que desapareció Donatien, todo ha sucedido así, de pronto1Tras numerosas solicitudes de aclaraciones, insultos, amenazas y otras provocaciones, este texto desarrolla y especifica varios temas de la publicación “Ensayo general para un apocalipsis diferenciado”, publicado inicialmente en el blog italiano Antinomie.it y luego en la plataforma. encuesta militante (en francés): https://bit.ly/2IOUuR7 La versión del texto aquí traducida es la publicada el día 27 de marzo de 2020 en la revista Sens Public de la Université de Montréal. Puede descargarse en: https://n9.cl/bgsjp.. Donatien fue el agente inmobiliario que durante más de un año me llamó regularmente para convencerme de que vendiera nuestro departamento. Debo decir que esperaba que nuestra relación, tarde o temprano, se deteriorara considerablemente. Traté de explicarle que no estaba inmediatamente, que la decisión era difícil, que el mercado era inestable. Yo difería educada y cortésmente, en suma, ese momento doloroso que marca la separación definitiva, no sólo con un amor, sino también con un hogar que había sido construido en común. Era difícil explicarle todo esto a Donatien, pues él era una de esas personas que confunden las palabras «vivienda» e «inmueble». Donatien, a quien nunca he visto, pero que imagino que es uno de esos treintañeros de traje y corbata y sonrisa dinámica, debe sin duda vivir en un hermoso departamento de dos piezas en el distrito 11: amplio, buena altura del techo, mucho encanto, una «excelente inversión». Habíamos hablado, largamente, sobre las oportunidades del mercado inmobiliario parisino. Le hablé de mis dudas sobre su solidez, especialmente cuando el virus comenzó a manifestarse en China y luego en Italia: él me tranquilizaba, cada vez, sobre la estabilidad de la demanda y el inevitable crecimiento del valor del metro cuadrado («¡Paris es Paris Todo el mundo sueña con vivir en Paris, el mercado cree siempre en Paris»). Cuando las medidas de confinamiento comenzaron a perfilarse en el horizonte, él seguía tranquilizándome: «! puede ser que el mercado se desacelere por un tiempo, pero se recuperará pronto!» Durante nuestra última llamada, su voz no mostraba ningún signo de inflexión, incluso diría que era, en cierto sentido, asertiva, como si fuera la voz de alguien que no puede permitirse la duda. Solo que me dije que era como si esa hermosa voz profunda y optimista no me hablaba desde el mismo mundo. Esta voz estaba desligada de nuestra realidad, me hablaba desde un mundo de antaño, me hablaba desde una distancia infinita, desde un mundo cuyo perfil estaba a punto de desvanecerse, de desaparecer ante mis ojos asombrados. Y luego, fue Donatien mismo quien ha desparecido.
La economía. Back to the «al mundo fantástico de Donatien»
¿En qué mundo vivía Donatien? Ahora que ya no estamos más ahí, ahora que estamos aquí, en confinado reposo, tratemos de verlo desde esta distancia, con el thaumazein aristotélico, o mejor aún: con la sorpresa y el asombro de un visitante que viene llegando desde Marte/Marzo [Mars]. Era, en primer lugar, un mundo que creía en el crecimiento, pero no en cualquier crecimiento. Creíamos en él de un modo, por así decirlo, absoluto, en suma, creíamos en él como el economista cree en él. Recordaremos, a este respecto, el celebre adagio de Boulding: «aquel que cree que un crecimiento exponencial puede continuar indefinidamente en un mundo finito es o un loco, o un economista».
¿Crecimiento de qué? Crecimiento de las necesidades, crecimiento de las mercancías, crecimiento de la población, crecimiento del deseo, crecimiento del goce. La palabra que retoma y resume todos esos crecimientos no es otra que la de capital: capital es el arte de obtener más con menos, capital es eso que debe ser siempre invertido, es decir, se usa con la finalidad primaria y deliberada de su autoexpansión, capital es el nombre de todo eso que debe, por esencia, crecer de manera exponencial. De paso, observo que podemos ser escépticos e incluso críticos con respecto al mito del crecimiento, lo que no impide que, en los países europeos o en América del Norte, nuestro futuro y nuestras jubilaciones no dependan igualmente de una tasa de crecimiento alrededor del 2 al 3%, por lo bajo. El crecimiento no es solo una ideología nefasta de los economistas, es una cosmología que forma nuestra manera de imaginar el futuro: tejemos continuamente toda una red de analogías entre el crecimiento de los seres vivos (¿qué podría ser más «natural»?) y el crecimiento económico y demográfico, aunque sólo sea para imaginar un futuro.
Sin embargo, ahora este crecimiento se ha detenido abruptamente. En el mundo desacelerado en el que nos hemos instalado desde hace algunos días, lo único que hay de exponencial es la progresión del número de infectados y muertos por el Covid-19. En cualquier caso, sabemos que este crecimiento no será infinito: será gradualmente detenido por la inmunización progresiva de la población o por la hecatombe definitiva de la humanidad. ¿Por qué no, sí el virus muta, en efecto? ¿Y porque no, dentro de poco, por otro virus, otra pandemia? Sabemos que el deshielo del gelisuelo puede liberar virus y bacterias amodorradas durante cientos de miles de años. El calentamiento global provoca, además, una migración no sólo de seres humanos, sino también de bacterias y de virus de los trópicos hacia los polos. El paludismo se ha manifestado recientemente en el sur de Italia y el Banco Mundial estima que 5.2 millones de humanos estarán en riesgo de contraer Malaria en 2050.
Llegamos por ahí a la otra figura que debemos evocar para comprender el mundo de Donatien: la circulación infinita. Circulación de hombres, mercancías, animales y de bacterias. Por supuesto, hay quienes explicarán que, como el crecimiento, la circulación es una figura prácticamente metafísica y, sobre todo, meta-antropológica que define en sentido amplio todo lo que es vital: en cierto sentido, Gaïa2En la mitología griega, tal y como queda consignado en la Teogonía de Hesíodo, Gaïa fue el nombre que se la otorgó a la diosa que personificaba a la Madre Tierra o bien a la madre naturaleza. Etimológicamente, es una palabra compuesta de «Ge», que significa «Tierra», y «Aia», que significa «abuela», razón por la que era venerada por su papel de «Madre Naturaleza». misma es solo la deriva permanente y la migración de todo lo que vive (Coccia 2020). Si observamos las grandes migraciones, así como el comercio de los fenicios, los romanos y de todos los grandes imperios, es difícil negar que esta figura efímera que llamamos hombre, sea fundamentalmente un migrante o un depredador móvil. Sin embargo, es con la modernidad, en una economía que se «desencaja» de los circuitos cortos de la producción local, que la circulación adquiere el sentido más especifico de fundamento de todo valor.
Desde ese punto de vista, nuestro bonachón más importante no es Adam Smith sino Richard Cantillon (1755), ese comerciante franco-inglés, autor de uno de los tratados de economía política más leído del siglo XVIII, el primero en dar una definición de lo que los economistas llamarán, después de Marx, el «capitalista». Para Cantillon, el empresario es el agente económico que compra las mercancías en un determinado lugar, a un precio conocido, para revenderlos en otro lugar, a un precio desconocido. Es decir, él produce sus ganancias desplazando las mercancías con el propósito de conectar los lugares de producción y de consumo –y, de este modo, va construyendo el mercado. Esta institución económica, a menudo presentada como la raíz de todos los males y en sí misma como un agente todopoderoso, en realidad no existe sino en función del objetivo de «encajar toda la producción con todo el consumo», como muy bien lo dijo Braudel (1985), al hacer circular prácticamente todas las mercancías en circuitos cada vez más globales. Cantillon, en mí opinión, ha visto correctamente tres cosas que son todavía particularmente significativas para nosotros hoy en día.
La primera es que la condición de posibilidad del valor, aun antes de ser el trabajo, es la circulación: no lo es para satisfacer la necesidad de que exista el valor de cambio, sino para satisfacer una necesidad que no puede ser cubierta por la autoproducción y el autoconsumo. Es por esta razón que Cantillon puede afirmar que todo el circuito económico descansa en el fondo sobre el riesgo asumido por el comerciante-empresario que, desplazando las mercancías desde un lugar donde son producidas hacia un lugar donde no se sabe lo que sucederá con ellas, corre un riesgo que es preciso remunerar.
Segundo, el empresario que «trabaja al azar» debe poder, en tanto que su salario es incierto, ganar más de lo que él gasta en sí mismo y en su familia para ponerse a salvo en caso de fracasar. Pero, este «más» significa que ya estamos en una economía de la auto-subsistencia, y del autoconsumo, donde bastaría en el fondo con pagar los factores de producción para salir adelante: por el contrario, hay que hacer circular, hay que tomar riesgos y, por lo tanto, es necesario capitalizar la inversión para cubrir los riesgos. Esto solo demuestra que el Capital no aumenta sólo por arte de magia, pues es todavía y siempre un asunto de hombres y de mercancías que circulan.
Por último, en tercer lugar, la circulación no es para las mujeres. De hecho, el modo a través del cual Cantillon calcula el salario (y después de él todos los economistas), incluye en el salario del trabajador «a contrata» -estable o inestable-, el costo de la subsistencia familiar. Así, la mujer permanece en casa, remunerada por el salario masculino, anclada en una economía doméstica que es una economía de la subsistencia, del autoconsumo y de la estabilidad. Cantillon «inventa» de este modo el mundo de la reproducción, o más bien, inventa la división producción/reproducción, representando esta última el dominio de todo eso que no mueve, de aquello que no atraviesa la puerta estrecha del mercado y del valor de cambio. En suma, de todo lo que, por tanto, no puede ser jamás calculado como valor.
La continuación de la historia del «progreso» capitalista no es para mí sino el desarrollo e interconexión de estos tres elementos: la circulación, el riesgo acumulativo y el patriarcado. En primer lugar, el valor se crea en la circulación, es por esta razón que es necesario sacar la mayor parte de la producción del autoconsumo, ingresándola en un mercado cada vez más grande e interconectado. De ahí el hecho de que se haya inventado todo tipo de embalaje para permitir el transporte de mercancías: desde el embalaje plástico al container, siendo este último probablemente la más influyente invención del siglo XX, en la medida en que permite que la cadena de valor devenga literalmente mundial al reducir los costos de flete. De ahí que una parte creciente de la energía mundial ha sido igualmente destinada al transporte terrestre, marítimo y aéreo. Extracción, ideación, producción y venta, como sabemos, son fenómenos globales que implican conectarse cada vez más y más velozmente a regiones geográficamente distantes del mundo, con un solo objetivo: acelerar el crecimiento. Es por este motivo que se debe remunerar el riesgo ligado a la circulación de hombres, mercancías y capitales a través de la capitalización, es decir, del crecimiento infinito. Sin embargo, aún debemos distinguir producción y reproducción a través de una cascada de oposiciones: hombre y mujer, exterior (mercado) e interior (hogar), movimiento e inmovilidad, razón y pasión. Es esta imagen la que nos mantiene prisioneros, como diría Wittgenstein, en el mundo de Donatien: la implacable complementariedad entre circulación, crecimiento y patriarcado. Tres figuras que se encuentran reunidas casi accidentalmente, pues nada obligaría a su conjunción, sino que ellas representan los elementos mismos del dominio del mundo y de la naturaleza por parte del Hombre todo poderoso. Uno se equivocaría al imaginar que, por y a través de la pandemia, la naturaleza estaría recuperando sus derechos. En realidad, la pandemia es en sí misma un antiguo producto humano. En un deslumbrante ensayo, Kyle Harper (2019) ha mostrado que una consecuencia determinante y desatendida del ambicioso desarrollo social romano fue favorecer un contexto ambiental microbiano letal, que primero asedio y luego precipito el colapso del imperio. Son las sociedad humanas las que, por la invasión continua de la naturaleza salvaje ligada a sus necesidades de crecimiento y por la construcción continua de conexiones y rutas utilizadas –también por los microbios–, crean ecologías en las cuales los gérmenes mortales y los virus viven, se desplazan, migran, proliferan y, al mismo tiempo, se desarrollan en el sentido de su crecimiento. La historia humana ha estado marcada por las pandemias que han matado mucho más que las guerras: la «peste Antonina» (viruela), que estalló en el año 165 d. J.C y que causó al menos 7 millones de muertos en la cuenca mediterránea que albergaba a penas a 75 millones de habitantes; la peste negra, en 1348, que mató probablemente al 40% de la población europea; la verdadera guerra bacteriológica a base de sarampión, gripe y fiebre tifoidea dirigida por los españoles contra la población amerindia que mató al 90% de los aztecas; la gripe española, desde el fin de la primera guerra mundial, que mata entre 50 y 100 millones de personas, más que las dos guerras mundiales juntas. A pesar de nuestras perpetuas reivindicaciones de supremacía sobre la Naturaleza y sus agentes patógenos, la situación no ha mejorado mucho al día de hoy. Lo testimonia la aterradora lista de enfermedades infecciosas (VIH, ébola, SARS, MERS, Covid-19) que emergen del mundo salvaje en el mismo momento en que la humanidad parece alcanzar la cumbre virtuosa del círculo crecimiento-circulación-patriarcado.
Por supuesto, no es para «salvar vidas» como tal (la vida «desnuda» no ha sido jamás, afortunadamente, un valor absoluto) que se nos pide hoy no ir a trabajar (crecimiento), dejar de salir (circulación) y permanecer «en casa» (para derrotar a las mujeres). Es en tanto que vehículos del virus, en tanto que peligro para los otros, pero especialmente en tanto peligro para este mundo que se nos demanda principalmente no movernos. En este fin del mundo tal como lo conocemos, encontramos la misma imagen que marca el comienzo de la política moderna, aquella donde un pobre diablo, con los pies en su mierda, tiembla ante la mirada de su semejante que viene a quitarle lo que tiene de más preciado, a saber, su propia vida. La pandemia del Covid-19 no representa entonces el fin del capitalismo… o, para decirlo mejor, antes de anunciar el fin del capitalismo, esta pandemia nos devuelve al grado cero de la política moderna.
Política (Estado). ¿Qué queda, hoy, del mundo de Donatien?
En un mundo consagrado al crecimiento y a la circulación, ¿cuál es el verdadero problema, si no es el otro (el otro, siendo la mujer, por supuesto, siempre ha sido la encarnación metafórica más evidente)? El punto es que el otro también, sea hombre, animal, microbio o virus, circula y crece. Y en la medida en que circula y crece, me enloda. Hobbes, no hace sino comenzar por ahí: todo ser humano es fundamentalmente un fastidio, un peligro, pues su deseo infinito no tiene límites. ¿Cómo puedo saber esto? El hecho es que su deseo es mi deseo: el deseo de crecer y circular es como un virus que se propaga entre los hombres volviéndolos orgullosos, egoístas y desconfiados. Inmunizar a los hombres de este deseo significa transformarlo en interés, siendo esta forma de relación entre humanos la que les permite guardar entre sí la justa distancia para no matarse unos a otros. La política es fundamentalmente un asunto de distancia, de cómo crecer y guardar la buena distancia social (social distancing). Le debemos al genio perverso de Leo Strauss (1986) el haber mostrado, con Hobbes, que la política ya no es la pregunta por cómo vivir mejor con los demás[1], sino la de cómo vivir a pesar de los otros. ¿Cómo podemos evitar que algunos invadan los asuntos personales de los otros? ¿Cómo hacer para que cada quien mantenga, literalmente, la buena distancia social, aquella que le permite [al otro] salvar el primero de todos sus bienes, su propia vida?
La respuesta de Hobbes es acorde con la gravedad de la situación que él vive, esto es, las guerras confesionales en Inglaterra del siglo XVII: es necesario inventar nada menos que una nueva persona. Es necesario inventar un ser, un buen y enorme hombre mecánico, que actúa como una persona, es decir, en tanto delegado y representante de todos. Que este Leviatán sea la fuerza condensada de un «nosotros» se manifiesta en el frontispicio de la obra cardinal de Hobbes, donde todos los hombres aparecen uno al lado del otro, como las sardinas en una lata, unidos en un solo ímpetu. En el Estado, y para el Estado, no existe esta distancia entre los humanos que permite el crecimiento y la circulación. Pero ese Leviatán existe tan sólo para garantizar, precisamente en nombre de la vida de todos, que los humanos en tanto sujetos de interés mantengan entre ellos una buena distancia para que cada uno pueda ocuparse de su propio interés. Sí vamos más allá del famoso capítulo 14 del Leviatán, podemos ver claramente la razón por la cual existe el Estado: para que los hombres (y no las mujeres) puedan continuar trabajando, cultivar su propiedad e intercambiar [cosas]. En otras palabras, el Leviatán existe para proteger a los humanos de su propio deseo infinito y así permitir que las mercancías, los hombres y las muchedumbres continúen circulando y creciendo (es por este motivo que, para Hobbes, y después de él, especialmente a partir de Locke, será necesario primero instituir la propiedad).
Es la peor de las ilusiones creer que el Estado-Leviatán ha sido, desde su fundación hobbesiana, un enemigo o una alternativa al mercado: es, desde el principio, «neoliberal» por esencia, en el sentido en que existe (también) en función y al servicio del mercado. El Estado moderno es un regulador de la circulación infinita y el Estado contemporáneo, el debilitado Estado neoliberal, no ha cambiado de vocación, no comenzó de la noche a la mañana a defender los intereses de la clase dirigente a expensas de la salud de la población. Es más bien lo contrario lo que ha sucedido desde el comienzo de la modernidad: la salud de la población se ha convertido en un problema para la política moderna, siempre y cuando es sobre esta salud que se funda el circuito virtuoso trabajo (producción/reproducción)-crecimiento-circulación. En tal sentido, los Estados han devenido los gerentes, no sólo de los deseos y las pasiones, de las ideas y de la obediencia, sino también de la biomasa humana, biomasa que hubo que hacer crecer y circular, reconduciendo continuamente el reparto entre aquellos destinados a vivir y aquellos abandonados a la muerte, situándola en una cierta relación con la buena y más pesada biomasa de cristales de tierra que hace de los suelos cultivables, protegiéndola o exponiéndola a la circulación de virus, enfermedades y de los pólenes que la debilitan o refuerzan.
El liberalismo político, con sus sueños de ruptura respecto del absolutismo hobbesiano y, en general, con el autoritarismo político, con su mito de una sociedad de mercado pacificada que reemplazará por fin a este frío monstruo que es el Estado, con su historia de la agenda/no agenda del Estado, no hace más que responder a una misma exigencia: asegurar entre los individuos la adecuada distancia que permitirá la circulación y el crecimiento, reconducir el reparto producción/reproducción con el objeto de ampliar continuamente el campo del valor de cambio. Esto implica, de acuerdo a cada momento, un poco más o un poco menos de Leviatán, pero en cualquier caso todo esto sólo tiene que ver con una «libertad» que favorece la circulación de mercancías. Prueba de ello es que las mujeres siguen estando excluidas del contrato originario que crea esta nueva persona activa que es el Estado. Asignadas al hogar, las mujeres sólo existen políticamente para otra forma de contrato, el contrato sexual, que las ligas a la cofradía masculina de una manera segundaria y derivada, pero jamás en tanto que verdaderos sujetos políticos (Pateman 2010).
Hizo falta un poco de tiempo, y una vez más algo de distancia, para comprender qué tipo de golpe de Estado ha sido el neoliberalismo en la teoría política. Esto porque los neoliberales han avanzado siempre enmascarados. Así, para algunos, los neoliberales no son sino continuadores del liberalismo por otros medios (Bourdieu). Para otros, los neoliberales han afirmado la aplastante supremacía de la competencia sobre el Estado de bienestar, al punto que no sólo el Estado existe para hacer funcionar el mercado, sino que también debe ser el mismo repensado y reformado en nombre de los principios del mercado (Foucault). El neoliberalismo, para otros, es el fin de todos los «valores» (amor, vida, trabajo, etc.) que se ahogan en las aguas congeladas del interés individual (¿Marx reaparece?). Pocos son quienes han visto que el proyecto neoliberal, elaborado teóricamente a partir de los años 1930 y prácticamente a partir de los años 1980, representa primero un gran desafío a la vez a Hobbes y al liberalismo clásico (Carolis 2017). Lo que los neoliberales como Hayek o Von Mises va a oponer, en efecto, a Hobbes es la incapacidad del Estado a comprender algo sobre «el orden cósmico» (el término es realmente de Hayek) que articula acciones voluntarias y efectos involuntarios. Sólo la economía –la más exitosa de las ciencias sociales– puede en última instancia predecir de manera provisoria e imperfecta los desarrollos de un orden literalmente ingobernable y sobre todo incomprensible, del cual el mercado es casi más un síntoma que un verdadero efecto real. Pero aquello que los neoliberales les reprochan a los liberales «clásicos» no es menos grave: haber creído en la «sociedad», suerte de conjunto cálido y benevolente, donde los hombres se organizan independientemente del monstruo frío del Estado, asistido por la providencial «mano invisible» del mercado. «La sociedad no existe» machaca Hayek desde el comienzo hasta el final de su obra, lo que equivale a decir que sólo las acciones individuales son inteligibles, pero debido a que las consecuencias de su agregación son imprevisibles, es imposible de «gobernar» racionalmente algo como una «sociedad». Pero, si no se gobierna la sociedad, ¿qué es lo que se gobierna? La respuesta de Hayek está a la altura de su proverbial megalomanía: el cosmos.
En otras palabras, lo que queda por hacer es tomar en cuenta tantos parámetros como sea posibles para «gobernar a distancia» (governing at a distance, Rose y Miller 2010): alejar lo más posible los centros de decisión de los «pueblos votantes» o, en todo caso, de las «sociedades», asignar el monopolio de sus decisiones a una tecnocracia preferiblemente de economistas (Stiegler 2019), ampliar el horizonte de una governance without governement en el mundo entero (Slobodian 2018). El propósito de las operaciones llevadas a cabo durante 40 años de gobernanza neoliberal es coherente con el rechazo hayekiano del Estado y de la sociedad: nada de creación artificial, dirigista, de la «adecuada distancia» entre los humanos, nada de confianza en su capacidad para encontrarla por sí mismo, puesto que el individuo neoliberal no es más que un calculador racional perdido en un mar de ignorancia. Lo que el gobernante le dará, entonces, ciertamente gracias a una política y un saber del big data cada vez más eficaz, cuyo propósito último es eliminar todo rastro de decisión política, serían «pequeños golpes», empujones, que le permiten orientarse en un mundo «complejo» (dixit Morin-Macron-Tirole, ya no puedo distinguirlos). Este es el conjunto de datos provenientes de los mercados globales traducidos en empellones lo que le va a permitir al individuo es situarse a una adecuada distancia [del otro], evitando así los conflictos inevitablemente reactivados tanto por la densidad demográfica como por la interconexión cada vez mayor de todas las partes del globo. El golpe de Estado en la teoría política perpetrado por los neoliberales sirve para asegurar la permanencia de una creencia: aquella de la infalibilidad del circulo virtuoso crecimiento-circulación-patriarcado. De hecho, los resultados de 40 años de gobernanza neoliberal podrían ser resumido por una extraordinaria aceleración de la circulación y de la interconexión, por la persecución perversa de políticas de crecimiento a cualquier costo y por el retorno del reflejo arcaico más profundo del patriarcado, a saber, la dominación de la naturaleza que avanza justo hasta el final del Antropoceno, que tiene al mismo tiempo la ventaja de pensar la huella de la intervención humana a un nivel geológico, atmosférico, etc., y el defecto de restablecer al anthropos al centro.
No se trata de estudiar acá la forma en que este horizonte de progreso ha sido establecido como una versión secularizada de la Providencia, será suficiente para nosotros con destacar cómo, muy pragmáticamente, el crecimiento material no es nada menos que la condición para pensar de modo no conflictual las contradicciones necesarias –su juego está en cero– entre renta, salario y capital. Pero es inevitable que en algún momento el mito del crecimiento choque con los «límites del planeta», según la profecía de Boulding. Que la revolución neoliberal de la década del ‘80 fue una respuesta «adaptativa» a la efervescencia ecológica de la década del ‘70 es una pista nada despreciable que unos pocos han seguido, a mi juicio con razón (Felli 2016). La evidente respuesta que se dio ante la demanda desesperada de una decisión política, de cara a la catástrofe aún evitable, tanto en el informe del Club de Roma como en los actos de la Conferencia de Bucarest sobre la demografía mundial de 1974, fue encender el piloto automático de la gobernanza sobre un único, doble, objetivo: crecimiento + circulación. Respuesta que se refleja en la ingenua creencia de Donatien de que «el mercado cree siempre en Paris, porque todo el mundo sueña con vivir en Paris».
Que esta enésima crisis ecológica, enésima crisis pandémica, se manifieste en primer lugar como una crisis de la decisión política (¿salvar al sistema de salud o salvar el crecimiento?) es emblemático de este cortocircuito que el virus ha creado entre circulación y crecimiento. Puesto que el SARS-Cov-2, como lo hemos visto, viaja sobre los mismos circuitos que aseguran el funcionamiento de la economía del crecimiento, pero para detener el virus es necesario detener la circulación, lo que significa amenazar el crecimiento (China, Italia, Francia). En cambio, si se «deja hacer» al mercado, tal y como lo prescribe la doctrina liberal, se pone en peligro el sistema de salud del Estado de bienestar que, desde siempre, existe para garantizar la vida no del sujeto de derecho, ni la vida desnuda de un ser biológico, sino la vida del productor-consumidor (Inglaterra, Holanda, Brasil). No hay que olvidar, en efecto, que, por una parte, las personas de la tercera edad en los países demográficamente «viejos» como Italia, Francia, Alemania y los Estados Unidos representan todavía un mercado (bastante rentable, habría que añadir) y que, por otra parte, la saturación de los hospitales conlleva el riesgo de una falta de atención para los trabajadores/consumidores más jóvenes. El problema de fondo, en otras palabras, no es el derecho a la salud de cada quien, sino el estrés de todo el sistema que no puede tolerar ningún desfallecimiento del crecimiento tanto desde el punto de vista económico como demográfico (recordemos que no hace mucho Macron exhortaba a los franceses a tener más de un hijo, mientras que las proyecciones demográficas a nivel mundial muestran un exceso de población que ya es catastrófico). De hecho, incluso un virus relativamente banal que no dejará marcas visibles sobre la demografía mundial, amenaza con transformar la delicada relación crecimiento-circulación de virtuosa a viciosa, al proyectarnos en un túnel al final del cual siempre se encuentra la peor pesadilla de nuestra sociedad: el declive, la decadencia, la asfixia económica. Dado que los sistemas de protección social han sido fragilizados durante los últimos 40 años de políticas de «adelgazamiento» [del Estado], es probable que la ralentización del crecimiento provoque un aumento del sufrimiento social e incluso una crisis de mortalidad aún más graves que aquella provocada por el Coronavirus. Mientras pensábamos que finalmente habíamos delegado la decisión de quien debe vivir y quien puede ser abandonado a la muerte en virtud de la gobernanza celestial (perdón, «cósmica»), ahora tendremos que decidir. Es más, la veloz propagación del virus, su potencial de amenaza, muestra claramente que cuando este se enfrenta a un sistema sanitario finito nos obliga a una sola cosa en cuanto a las demandas de protección y tratamientos: ¿quién tomará la buena decisión? ¿Son los médicos quienes deben ejercer concretamente el biopoder, es decir, clasificar, sobre la base de criterios tan aleatorios como la edad o el estado de salud, quienes son buenos o malos pacientes? O, en tal caso, ¿depende de los políticos retomar el control de un avión que desean dejar en piloto automático, destinado hacia el crecimiento/circulación (cuando Macron habla del «retorno del Estado de bienestar, hay que leer ¡mierda! Nos toca a nosotros decidir ahora»)? Pero, lo más destacable, mientras esperamos asumir una responsabilidad cualquiera, en el vació ensordecedor de la decisión, es que tuvimos que reformular, en términos epidemio-políticos, el imperativo fundacional de la política moderna: ¡mantener una adecuada distancia!
Conclusión: encontrar la adecuada distancia
Me parece que la mayor conquista política de esta pandemia podría ser la reapropiación de la cuestión de la distancia. Esto debe ser comprendido en tres sentidos diferentes, pero ligados entre sí. Distancia, en primer lugar, respecto de nuestro presente, o mejor a lo que era nuestro presente hasta hace unos días atrás. Distancia, luego, en relación a los otros. Distancia –o mejor: proximidad– con respecto a la muerte.
La distancia que estamos todos obligados a tomar desde nuestra morada nos impone a considerar esta crisis pandémica como una crisis de la mundialización neoliberal, o incluso como una crisis de la solución neoliberal al dilema central de la política moderna: ¿cómo pensar una adecuada distancia social que permita fecundar recíprocamente la circulación y el crecimiento? Ahora parece que esta no era la distancia adecuada, ni siquiera en relación con aquello que los modernos llamaban «naturaleza», es decir, respecto de ese inmenso reservorio de seres animados e inanimados que consideramos estúpidamente «a nuestra disposición». La desenfrenada explotación de este reservorio, con el fin de satisfacer el círculo infinito de las necesidades, nos pone en contacto con especies salvajes que permiten la emergencia de nuevos virus, en el momento mismo en que la concepción misma del valor implica reforzar la interdependencia económica a nivel mundial y la creación de auténticas autopistas –hechas de aviones, de medios de transporte y contaminación– para los virus. Ahora bien, el humano no es el único «operador espacial» de Gaïa [de la madre tierra]: un virus, un murciélago, una montaña son también, por tanto, creaturas y gerentes del espacio con quienes los humanos deben transigir (Lussault 2009). En lugar de lamentarse demasiado por el poder del hombre sobre la «naturaleza», posición exactamente simétrica a la que concibe al hombre como un «animal débil» que considera, por ello, que tiene el derecho de apoderarse de ella y explotarla, habría que dejar de hablar de la «naturaleza» para concebirnos como una especie cuyo lugar en este mundo es y debe permanecer limitado, revocable y especialmente temporal. Que la humanidad desparezca un día no puede ser sino una buena noticia, considerando sobre todo que las cucarachas harían sin duda menos tonterías.
Esto implica repensar igualmente el concepto de «distancia social». En Francia y, en especial en Paris, la gestión desastrosa de la crisis pandémica a conducido de un día para otro del lavado universal de manos a la política del «cero riesgo», entendiendo esto como aislamiento individual. Pero, de otro modo, este aislamiento arriesga ser peligroso en términos del equilibrio mental, sensación de inseguridad, de tristeza y, asimismo, para quienes están especialmente más expuestos a los riesgos de la enfermedad (personas de edad, pacientes de hospitales, personas con patologías previas). La experiencia anarquista (y los anarquistas tienen, a pesar de todo, algunas cosas que enseñarnos en términos de persecuciones sufridas) muestra que la mejor solución consiste en crear redes comunitarias basadas en una determinada relación al riesgo y una colectiva gestión de este. La pandemia, dicho de otro modo, consiste en una cierta relación social respecto de la distancia con los otros, que implica no regresar a lo que nos esta permitido, sino a lo que es posible para repensar integralmente esta distancia. ¿Qué quiere decir esto? Que la libertad como crecimiento y circulación infinita ya no sigue siendo posible, que ya no hay que mirar el futuro con la nostalgia de lo que vamos a perder (pues ¿qué es lo que realmente vamos a perder? ¿Vamos a perder la posibilidad de comprar 6 tipos de paltas diferentes del otro lado del mundo a un costo ecológicamente desquiciado? ¿Vamos a perder la posibilidad de ir a comer sano en un local de comida rápida de New York? ¡Váyanse a la mierda!), sino con el optimismo de lo que podemos ganar: comunidades que vuelven a pensar integralmente su relación con otros seres (vivientes o no), pero en todo caso emancipados del deseo infinitamente centrado del patriarca (Solanas tiene razón: comencemos por emascular a todos los hombres, luego veremos qué pasa). Todo esto también implica alcanzar, especialmente, otra relación con la muerte. La muerte, no lo dudemos, será la gran maestra de los años venideros. La pandemia que estamos viviendo es pequeña comparada con los riesgos que se ciernen sobre una población mundial en crecimiento continuo, al borde de una catástrofe medioambiental sin precedente: calentamiento global, perdida de la biodiversidad, empobrecimiento de los suelos, elevación del nivel del mar, etc. Si la modernidad se caracterizó principal y precisamente por la distancia y la censura que sitúa entre la vida humana y la muerte (Aries 1975), ahora más que nunca es tiempo de interrogar esta distancia y aprender nuevamente a morir (Scranton 2015). Esto debería consolarnos: en el fondo, morir no será lo peor, pues todo lo que observamos a nuestro alrededor nos muestra que siempre somos poca cosa en comparación con un virus. A todos y a todas aquellos y aquellas que esperan un «retorno a la normalidad», a todos y a todas quienes esperar dejar de temblar, habría que recordarles que la verdadera pesadilla no es la muerte. La verdadera pesadilla es que Donatien vuelva a llamar.
Referencias
Aries, Philippe. 1975. Essais sur l’histoire de la mort… Paris : Seuil.
Braudel, Fernand. 1985. La dynamique du capitalisme. Paris : Arthaud.
Cantillon, Philippe de. 1755. Essai sur la nature du commerce en général. Londres-Paris.
Carolis, Massimo De. 2017. Il rovescio della libertà. Tramonto del neoliberalismo e disagio della civiltà. Macerata : Quodlibet.
Coccia, Emanuele. 2020. Métamorphoses. Éditions Payot & Rivages.
Felli, Romain. 2016. La grande adaptation : Climat, capitalisme et catastrophe. Paris : Seuil.
Harper, Kyle. 2019. Comment l’empire romain s’est effondré : Le climat, les maladies et la chute de Rome. Traduit par Philippe Pignarre. La découverte.
Lussault, Michel. 2009. De la lutte des classes à la lutte des places. Paris : Grasset.
Pateman, Carole. 2010. Le Contrat Sexuel. Paris : La découverte.
Rose, Nikolas, et Peter Miller. 2010. « Political Power Beyond the State : Problematics of Government ». The British Journal of Sociology 61 (s1) : 271‑303. https://doi.org/10.1111/j.1468-4446.2009.01247.x.
Scranton, Roy. 2015. Learning to Die in the Anthropocene : Reflections on the End of a Civilization. City Lights Publishers.
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Traducción del original en francés autorizada por Luca Paltrinieri
Imagen: Chrysi Gavrilaki, Isolation No.8