Existe una suerte de provincianismo teórico en algunos análisis de la realidad política chilena que los conduce a suponer que lo que ocurre en el país resulta determinante para el resto del planeta o que supone un síntoma decisivo de procesos globales del mundo contemporáneo. Desde esta perspectiva se ha llegado a sostener que en la misma medida que el neoliberalismo nació en Chile, también estaría comenzando a desaparecer ahí como consecuencia del estallido social de octubre de 2019. La primera hipótesis es conocida. Tiene que ver, como sabemos, con los chicago boys y el proyecto político-económico de la dictadura de Pinochet. Aunque incluso se alcanza a afirmar que el neoliberalismo chileno y mundial empezó en la redacción del periódico El Mercurio a fines de la década del sesenta. La segunda hipótesis deriva de estos supuestos siguiendo una lógica muy sencilla: el modelo neoliberal debería sucumbir en el mismo lugar donde todo empezó.
El 11 de septiembre de 1973 inauguraría el periodo de construcción del proyecto neoliberal que tendría su hito fundamental en el diseño político-institucional de la constitución de 1980 y su momento de consumación y perfeccionamiento con los gobiernos de la Concertación en los años noventa. La segunda presidencia de Piñera representaría el final de esta etapa, como lo pondrían de manifiesto una serie de situaciones relacionadas con la falta de autoridad del ejecutivo, la desarticulación de los partidos políticos y el inicio de un tiempo constituyente que las élites han tenido que asumir a regañadientes. Estaríamos ante una crisis radical de hegemonía dentro de la cual los sectores que habitualmente han ejercido el poder en el país ya no tendrían la capacidad de generar un consentimiento popular ni una legitimidad social.
Pienso, no obstante, que las dos hipótesis están equivocadas en cuanto a lo que se entiende por neoliberalismo. Es cierto que Chile cumplió un rol importante en su desarrollo desde el punto de vista experimental, pero sus fuentes hay que buscarlas en otro lugar. Sobre este asunto existe un amplio debate en las ciencias sociales. Para algunos, como Boltanski y Chiapello (2002), resulta preciso remontarse a la crisis cultural que supuso el mayo del 68 francés. La extraordinaria impugnación de las formas de vida y trabajo disciplinarias y verticalistas que había impuesto el capitalismo fordista, activó un conjunto de aspiraciones polimorfas ligadas al deseo y la autonomía individual, las cuales habrían sido capturadas y reorganizadas por la lógica neoliberal. Otros, como Stuart Hall, si bien centran su estudio en el thatcherismo, consideran que el éxito del neoliberalismo en el Reino Unido, habría sido imposible sin una particular composición de la política y del imaginario social entre 1880 y 1930 (2018). Mark Fisher, por su parte, establece una génesis del neoliberalismo caracterizada por múltiples fases. Para comprender su configuración actual, el antecedente más inmediato serían las políticas implementadas por el gobierno laborista de Tony Blair, rápidamente asumidas por los gobiernos socialdemócratas del mundo, cuyo aspecto clave fue la «normalización de la autoexplotación emocional» (2020: 487). Foucault, por otro lado, desarrolló una genealogía del neoliberalismo que apuntó en la dirección del ordoliberalismo alemán (2007), una explicación que seguramente está lastrada por las limitaciones de un punto de vista de finales de la década del setenta (Villacañas, 2021). Recientemente, Slobodian (2021) ha construido una historia intelectual de la globalización neoliberal en que le asigna una especial relevancia a la caída de los imperialismos y a la doctrina jurídico-institucional de la Escuela de Ginebra (Röpke, Von Mises, Hayek).
En ninguna de todas estas lecturas, Chile aparece como el espacio de generación de la doctrina neoliberal ni tampoco se lo describe como un contexto en que nacieran novedosas prácticas de gobierno. Por el contrario, tenemos el dudoso mérito de haber sido el «país cobaya» del neoliberalismo mundial, algo que en cierta medida es característico de la historia de nuestra sociedad como lugar propicio para todo tipo de ensayos y pruebas políticas. No es algo que permita mucho orgullo. Me detengo en esta cuestión porque el problema de la primera hipótesis, circunscrito a una interpretación histórica, apuntala un error de magnitud mayor que se expresa en la segunda hipótesis. Creer que el derrumbe de la armazón institucional configurada en estas últimas décadas, indudablemente miserable y corrupta, asegura algo así como un final del neoliberalismo. Esta hipótesis circula en algunos medios intelectuales chilenos y ha sido asumida también desde sectores de la izquierda militante que confían en la capacidad del proceso constituyente para producir una nueva sociedad y una nueva cultura. Creo que detrás de ese generoso optimismo subyace una incomprensión del alcance de los dispositivos neoliberales en la configuración de nuestras vidas.
Para ilustrar esto último, me voy a detener brevemente en el análisis de dos conceptos: hegemonía y populismo. Mi objetivo será mostrar la incapacidad de estas nociones para identificar y comprender la fase del capitalismo en que nos encontramos (Villacañas, 2015: 162) tanto en Chile como en el mundo. Obviamente esto es significativo porque sin disponer de categorías explicativas adecuadas acerca de la novedad neoliberal no se puede esperar el desarrollo de un discurso realmente crítico del mismo. Voy a desarrollar este argumento con mayor detenimiento.
En La razón populista, Laclau afirma que «la heterogeneidad pertenece a la esencia del capitalismo» (Laclau, 2005: 286) y, por tanto, la sitúa como una de las condiciones históricas que posibilitan «la emergencia y expansión de las identidades populares» (285). Esto significa que el neoliberalismo operaría solamente intensificando la pluralidad social, intentando desde el mercado ofrecer soluciones diferenciales frente a las demandas insatisfechas (105). Adolecería de un momento equivalencial, motivo por el cual no puede hacer otra cosa más que incrementar la situación de multiplicidad que permite la construcción del «pueblo». De hecho, me parece muy relevante que la expresión «hegemonía neoliberal» no se encuentre por ninguna parte en las obras principales de Laclau. Algo relativamente distinto ocurre en los trabajos de Chantal Mouffe. La autora belga describe con claridad al neoliberalismo como una «nueva formación hegemónica que, lejos de estar limitada al dominio económico, conlleva una concepción general de la sociedad y del individuo basada en una filosofía del individualismo posesivo» (Mouffe, 2018: 26). Ahora bien, si hay «hegemonía neoliberal», como es lógico, no resulta posible sostener que el neoliberalismo sea un proceso que solo genere desarticulación. Habrían necesariamente significantes simbólicos que lograrían constituir algo así como un «sentido común» neoliberal.
Sin embargo, Mouffe prefiere concentrar sus esfuerzos en el análisis de las estrategias que permitirían la creación de una nueva hegemonía, más que en explicarnos la naturaleza y las características de la hegemonía neoliberal ya existente y cuya presencia ella misma reconoce. Mencionar la erosión de los ideales democráticos en nuestro presente, asunto sobre el cual insiste reiteradamente, tampoco nos aclara cómo una dinámica de descomposición de significantes (como, por ejemplo, democracia, igualdad o comunidad) puede provocar un consenso hegemónico. Hay un pasaje en el libro Por un populismo de izquierda en que la pensadora belga parece dirigirse directamente en la dirección de esta dificultad, cuando estudia el caso del gobierno de Margaret Thatcher en los años 80. Pero, en vez de desarrollar una teoría sobre la especificidad de la hegemonización neoliberal, plantea que Thatcher consiguió imponer su agenda política mediante una estrategia populista (Mouffe, 2018: 47). Lo habría conseguido trazando una frontera de antagonismo entre las fuerzas representativas del sistema (burocracia estatal, sindicatos, beneficiarios de ayudas públicas) y, por otro lado, «la gente» verdaderamente trabajadora, el ciudadano de a pie, las familias tradicionales que fueron presentadas como supuestas víctimas del Estado de bienestar. De esta forma, Thatcher «logró consolidar un bloque histórico alrededor de su visión neoliberal» (50). Algo que debería servir a la izquierda, concluye Mouffe, para sacar una lección que nos permita apelar a una estrategia similar pero con unos objetivos progresistas (55). Pero, la autora belga, no se percata de que con esta sugerencia de «aprender de Thatcher» confirma algo muy grave. La hegemonía populista no contiene en sí misma una noción progresista de la política, sino que más bien representa una herramienta de poder sujeta a múltiples y contrapuestos fines. De tal manera que el estudio del caso del gobierno de Thatcher está lejos de ofrecernos una teoría de la hegemonía neoliberal y tiende más bien a incrementar la confusión entre este proceso y el populismo.
En cualquier caso, creo que nuestra novedad neoliberal no tiene mucho que ver con el thatcherismo. Esto se expresa de algún modo en la propia obra de Mouffe con una tesis histórica fundamental. Después del momento de producción de la hegemonía neoliberal que encarnaría Thatcher, estaríamos ahora en la época de la «crisis de la formación hegemónica neoliberal» (Mouffe, 2018: 13). Nos encontraríamos ante el gran acontecimiento de una hegemonía que se desestabiliza por la multiplicación de las demandas insatisfechas, abriendo la oportunidad para el «momento populista» (25). Este diagnóstico de que estaríamos ante una crisis del neoliberalismo, es un argumento que se reproduce insistentemente en muchos de los análisis teórico-políticos sobre nuestro presente1El argumento sobre la crisis del neoliberalismo no solamente se ha desarrollado desde posiciones institucionalistas que suscriben la tesis de la hegemonía. También lo podemos encontrar en perspectivas radicalmente diferentes. Por ejemplo, en los textos del Comité Invisible, donde al mismo tiempo que se afirma la muerte de la hegemonía y el auge de las singularidades salvajes (2017: 10) se sostiene que vivimos en «un mundo que ya nadie puede negar que se desmorona» (2009: 49).. De hecho, tiene una aplicación concreta en Chile, a través de la descripción del ciclo de crisis política de 2011 a 2021 como un proceso de descomposición del orden hegemónico neoliberal. Esta es la apuesta teórica fundamental de la hipótesis del malestar que una sociología profética local ha hecho suya de un modo exitoso. Desde tal perspectiva, el estallido social es concebido como una instancia de irrupción del pueblo que opera a su vez como condición de posibilidad de un poder constituyente que sentenciaría de muerte al neoliberalismo.
No obstante, como plantean Jamie Peck o Mark Fisher, hay una estructura «zombie» que le pertenece al neoliberalismo y que lo mantiene caminando y devorando nuestros cerebros aunque se encuentre en estado de descomposición (Peck, 2012: 17). La supuesta crisis terminal del orden hegemónico vigente parece no consumarse nunca. Los supuestos ciclos de malestar popular con el llamado modelo neoliberal nunca parecen alcanzar un desenlace disruptivo definitivo. Algo que quizás debería invitarnos a pensar las contradicciones y conflictos neoliberales de un modo radicalmente distinto. La criatura neoliberal se adapta sin dificultades a las crisis. Incluso podría decirse que las utiliza para reinventarse, desarrollar nuevas políticas y radicalizar su programa. Cada crisis supone algo así como una actualización del neoliberalismo, en la cual se reinicia el dispositivo, pero en ningún caso se produce el cortocircuito irreversible. Una metáfora que puede ser útil para explicar el «crash» mundial de 2008 como la interrupción momentánea que requiere un ordenador para incorporar nuevas herramientas y prestaciones (Peck, 2012: 13). Algo que también podemos sospechar que está ocurriendo en la actual situación de la pandemia. Una contingencia que podría impugnar la continuidad de la formalización neoliberal de la vida pero que en realidad más bien termina reforzando las lógicas de aislamiento individual y encapsulamiento narcisista.
De esta manera, el neoliberalismo evidencia una tenacidad sorprendente, difiriendo una y otra vez su eventual colapso, sobreviviendo como un «muerto viviente» a todas las heridas que pueden infringírsele. Tal vez, entonces, no sea descabellado pensar que tiene una forma diferente de morir. Porque, aunque intenta sistemáticamente naturalizarse y confundirse con la vida misma, sabemos que se trata de un artefacto contingente. Dicha caducidad no puede comprenderse ni anunciarse sin un concepto adecuado de la novedad neoliberal, algo que precisamente no consiguen las categorías de «populismo» y «crisis». No lo hacen porque dependen excesivamente de la representación hegemónica del poder, la cual identifica al neoliberalismo con un sistema totalizador o un proyecto unitario. Pueden existir críticas o cuestionamientos puntuales a las políticas neoliberales, pero no hay crisis, en el sentido de una descomposición generalizada de un orden global que pierda coherencia.
Es necesario dejar de concebir al neoliberalismo como una totalidad o como un conjunto de signos o prácticas perfectamente coherentes, una especie de paradigma dominante. No existe una «razón-mundo» que atraviese con su unilateral lógica las diversas instancias de la sociedad convirtiéndolas en momentos de un mismo sistema, en esferas sin autonomía porque solamente reproducen y confirman la misma racionalidad. Por el contrario, lo que llamamos neoliberalismo está conformado por una diversidad de dispositivos que operan en estratos sociales diferenciados y que no tienen necesariamente una relación armoniosa entre sí. Se trataría de un «ensamblaje» histórico compuesto por prácticas heterogéneas y de dispar procedencia (Vázquez, 2002: 161-162). En esta constelación de dispositivos no puede identificarse un centro o un agente (élite, oligarquía) desde el que emanen las relaciones de poder o un dispositivo que tenga una posición privilegiada y dominante con respecto a otros (Lazzarato, 2013: 122). Cada una de las piezas del ensamblaje contendría efectos de poder específicos. En algunos casos, ciertos dispositivos adquirirían incluso el automatismo del hábito (habitus), con lo cual aumentan su eficacia. No hay un proyecto único y general porque el neoliberalismo más bien se caracteriza por una naturaleza polimorfa. Esto permite comprender su extraordinaria capacidad para mezclarse y acoplarse con realidades políticas alternativas. Puede convivir con el comunismo estatal chino, con los estados en desarrollo (Peck, 2012: 15), con democracias y dictaduras, con el neofascismo de Bolsonaro en Brasil, con los populismos en general, con los procesos constituyentes en algunos países latinoamericanos, etcétera. Hay una pluralidad de formas neoliberales que evidencian una «promiscuidad estructural» que solo puede explicarse por la autonomía de unos dispositivos frente a otros, y por su inscripción en diferentes esferas de acción.
De hecho, cada dispositivo responde a su particular historicidad, lo que genera variaciones permanentes y contradicciones en el ensamblado. Puede haber dispositivos que compartan el objetivo de producción del sujeto como capital humano, pero no es lo mismo una tecnología centrada en el consumo que otra anclada en la deuda o la precariedad. Algunos dispositivos pueden apuntalar la desintegración de las experiencias comunes, e intensificar la atomización individualista. Otros pueden desplegar efectivas estrategias de integración. En este último sentido, y en contra de lo que pensaba Laclau, existen dispositivos neoliberales que desarrollan poderosas lógicas de articulación. Por ejemplo, al igualar realidades inconmensurables en función del dinero o al subsumir la potencialidad del deseo en la oferta del mercado. Nada más equivalencial que un mundo en el que se le puede poner precio a todo. En contra del argumento de Laclau, las demandas no pueden ser la unidad básica o mínima del análisis porque por debajo de ellas se encuentran subjetividades afectadas materialmente y de manera asimétrica por dispositivos heterogéneos. Por esta razón, en realidad no hay «demandas democráticas» que puedan emerger desde sujetos sometidos a estos dispositivos y si hay exigencias éstas son fagocitadas rápidamente por el autodisciplinamiento. Laclau cree, en cambio, que sólo existe producción discursiva de los sujetos y por eso, en tanto que excluye la materialidad de los dispositivos de poder, puede imaginar una sociedad que operaría como un ágora a la cual todos concurrirían en condiciones de igualdad para celebrar la fiesta democrática de disputa entre las cadenas equivalenciales.
La multitud que se expresa en la calle no contiene en términos esenciales la potencialidad de un pueblo como sujeto político. El intenso proceso formativo de la subjetividad neoliberal no se interrumpe por el mero hecho de que el individuo se incorpore a la manifestación colectiva. Hay que aprender la lección que nos enseñan los gritos de la multitud, los cuales no son siempre a favor de la educación o la salud pública, sino también contra los inmigrantes o en defensa de la libertad autorreferencial del consumo y la actividad productiva (como ha ocurrido en Europa con las protestas en contra de las medidas sanitarias restrictivas establecidas por los Estados frente a la pandemia).
Pero regresemos nuevamente al específico caso chileno. Creo, por todo lo anterior, que en la actual crisis social e institucional no asistimos a un final del modelo neoliberal a nivel local ni mucho menos en el ámbito global. El error estaría en confundir el sistema político representativo, su organización ideológica y su sustrato normativo, con los múltiples mecanismos de subjetivación y poder económico, comunicacional y cultural que despliega el neoliberalismo, los cuales trascienden la dimensión institucional. Hay que distinguir entre «una crisis localizada y confinada hasta cierto punto en los aparatos institucionales (…)» y «(…) una crisis que fragmenta la formación social como un todo (…)» (Hall, 2018: 165). Los síntomas de crisis de las sociedades liberales contemporáneas (creciente desigualdad, corrupción y desfondamiento de las instituciones, debilitamiento de los partidos políticos, pérdida de confianza en las élites, fortalecimiento de las posiciones de extrema derecha, etc.) tienen indudablemente sus causas locales específicas, pero hay un factor que resulta transversal a todos ellos. No son consecuencias de una decadencia del neoliberalismo sino, por el contrario, constituyen el efecto acelerado de su racionalidad característica. Una lógica que incorpora crecientemente gestos autoritarios que la alejan de la democracia, en la deriva de una configuración del neoliberalismo cada vez más apegada a procedimientos pastorales. En esto Chile no es ningún acontecimiento excepcional.
No quiero de esta forma restar valor a lo que ha supuesto el estallido social de octubre de 2019, sino identificar adecuadamente la naturaleza de la lucha que está en juego. Ciertamente, el estallido social ha arrastrado consigo las ruinas de un sistema político, lastrado por décadas de descomposición neoliberal de la democracia y de los valores republicanos. Pero no hay que ser ingenuos respecto a lo que viene en el futuro. Nada garantiza que el momento constituyente que se despliega en la actualidad, suponga un debilitamiento o una efectiva ruptura con los mecanismos neoliberales más profundamente instalados en la sociedad chilena desde hace cuatro décadas. En tal sentido, convendría abandonar un cierto «mesianismo constituyente», ser más prudentes y menos entusiastas. Para ello es importante, al fin y al cabo, preguntarse qué es un texto constitucional. Quizás mucho menos de lo que soñamos pero también mucho menos de lo que se necesita. Sabemos bien lo que ha sido la herramienta constitucional para las élites chilenas desde 1980 hasta 2019: un artefacto que les ha permitido justificar retóricamente una forma de acción gubernamental que en realidad siempre ha venido desde fuera de la constitución, con completa autonomía con respecto a sus dictados. Esto último, tanto en un sentido activo como pasivo. Primero fue útil para el simulacro de legalidad que amparó el ejercicio criminal de una dictadura. Después funcionó como el perfecto «chivo expiatorio» que justificó una gestión política, social y económica «en la medida de lo posible». Se denunció el cerrojo institucional que imponía la constitución de 1980 para emprender las grandes transformaciones que requería el país. Algo enormemente eficaz a la hora de consolidar un modo de gobernar perfectamente afín con la expansión de los dispositivos neoliberales. Resulta decisivo, entonces, distinguir entre la fuerza del texto constitucional y el coraje de la práctica de gobierno. La derecha y la Concertación comprendieron muy bien las ventajas que suponía confundir interesadamente ambas cuestiones. Hoy la izquierda puede incurrir en esta misma lógica engañosa si no asume que cualquier carta magna representa un documento vacío sin que la acompañe una construcción política con aspiración gubernamental.
Un ejemplo ilustrativo. El artículo 47 de la Constitución Española indica lo siguiente: «Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada». Al leer esto resulta inevitable recordar la salvaje política de desahucios de los gobiernos de España desde la crisis del año 2008, o pensar en las extraordinarias condiciones de precariedad laboral que le impiden hoy en día a una mayoría de ciudadanos el acceso a esa vivienda digna. Este artículo se incluye en el capítulo tercero, del título I de la constitución, correspondiente a los principios rectores de la política social y económica. Es decir, se trata de un principio que debe informar la legislación positiva y la actuación de los poderes públicos. No discuto, por tanto, la importancia de la declaración constitucional ni pretendo reducir el valor de su contenido. Quiero mostrar que su sentido de fondo reside en la orientación de una práctica de gobierno. Parafraseando una frase célebre sobre la economía, utilizada durante la campaña presidencial de Clinton («the economy, stupid»), podríamos decir: es «la gubernamentalidad, estúpido».
Pero hay otro argumento que se está usando como un indicador del supuesto final del neoliberalismo en Chile: la serie de retiros del 10% de las AFP que se han producido en el último año. Indudablemente, se trata de un triunfo de la ciudadanía movilizada que anuncia el total desfondamiento del actual modelo político chileno, pero en ningún caso ha significado una impugnación sustantiva del neoliberalismo. Para comprobarlo resulta suficiente con revisar algunos de los datos existentes sobre información crediticia, donde se señala que la cantidad de morosos en Chile ha sufrido una fuerte reducción como consecuencia de los retiros de las AFP (casi el 16% desde septiembre de 2020). El ahorro previsional de millones de personas se ha desplazado al interior de los dispositivos neoliberales sin impugnar en absoluto el verdadero poder de los mismos. Quizás esto explique la particular gentileza y eficiencia con que las AFP han prestado un servicio a sus clientes para retirar sus fondos (por ejemplo, en la web). Todo lo que han devuelto a los ahorristas está todavía muy lejos de dañar sus beneficios a lo largo de varias de décadas y, además, lo que sale del dispositivo previsional es recuperado por el dispositivo del endeudamiento.
Por último, la inexistencia de un proceso de destrucción del modelo neoliberal en Chile puede acreditarse también mediante un breve diagnóstico de los liderazgos en la actual carrera presidencial. Como es natural, la campaña de los candidatos busca interpretar y expresar de algún modo lo que está en juego en la nueva época post-estallido social. Recurren, entonces, a diversos temas y despliegan acciones que supuestamente estarían en sintonía con los nuevos tiempos. El borrado de la diferencia izquierda-derecha, la defensa de la independencia o la autonomía individual como un valor político, el cuestionamiento a la idea misma de partido político o a cualquier forma de organización colectiva, el uso de un discurso soft y de cercanía a la gente (ser alguien «normal»), la ausencia de verticalidad y el uso eficaz de los medios, el obsesivo reclamo de ser socialdemócrata o de centro, proclamarse como aquellos que encarnan al «pueblo verdadero» («el único pueblo»), etcétera. Esta es la exasperante mediocridad de la oferta que circula en el mercado electoral y donde brilla por su ausencia un discurso de cuestionamiento radical del modo de vida. Incluso podría decirse que las propuestas políticas que se despliegan se corresponden con los valores neoliberales. Nada más neoliberal que un liderazgo sin concepto, construido con el único criterio de que lo decisivo es que se hable de uno en las redes sociales o ganar en el juego de la competencia. Pura fragmentación apegada al estilo con que circulan y se venden las productos.
En suma, sostengo que es un extraordinario error político creer que el proceso constituyente abierto en Chile pueda gozar de una autonomía y de una fortaleza suficientes como para abrir un tiempo post-neoliberal. Esto no significa que dudemos en lo más mínimo de que se necesita un nuevo punto de partida para la democracia en nuestro país. Pero dicho objetivo depende principalmente de una nueva configuración del poder político a nivel gubernamental, algo que no se advierte en el horizonte cercano. Estoy convencido de que con dicha construcción tampoco se consumaría el final del neoliberalismo, pero quizás sí sería posible alcanzar otra meta más austera y realista. Me refiero a conseguir un gobierno decididamente entregado al objetivo de construir una sociedad en donde se pueda vivir con alguna dignidad, resistiendo, día a día, la colonización neoliberal de la vida.
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Imagen de portada: Amapola, «Día contra los Feminicidios». Las demonias salen a romper cadenas, Concepción, 19 12 2019.