«Esta dificultad, nuestra dificultad para encontrar las formas de lucha adecuadas, ¿no proviene de que ignoramos todavía en qué consiste el poder?”
Michel Foucault, 1972.
En su análisis de la vida cotidiana, a la que consideró un campo de luchas desde donde se define el modo de vivir, el sociólogo Norbert Lechner señalaba que la subjetividad política estaba compuesta de miedos y deseos. La centralidad de la vida cotidiana para el ejercicio del poder se corresponde con lo que Michel denominara como “biopolítica”, y es que los procesos de transformación consisten en disputar e interrumpir lo cotidiano, enfrentándose a los miedos que allí se albergan, vinculados a las demandas por seguridad y orden, y a los deseos que comportan la potencia afirmativa de los cambios.
El triunfo abrumador del Rechazo en el plebiscito de salida (en el que hasta las encuestas se quedaron cortas), y que en los hechos ratifica la Constitución de 1980 y deja en manos de la clase política el proceso constituyente, parece sacado de un guion cinematográfico. Los diagnósticos de la izquierda daban cuenta de una sociedad que mayoritariamente anhelaba cambios sociales, los cuales el nuevo texto constitucional recogía, sin embargo, entre la revuelta popular del 18 de octubre de 2019 y la elección del 4 de septiembre de 2022 ha corrido mucha agua bajo el puente, combinándose tendencias estructurales con factores coyunturales.
Un primer aspecto para tomar en consideración es el peso significativo que tiene en Chile la concentración en la propiedad de los medios, siendo una de las herencias más consolidadas de la dictadura. La agenda pública y los clichés que se conversan en la sobremesa están controlados directamente por el flujo informativo que dirigen las grandes empresas periodísticas, que ahora expanden sus estrategias al ámbito digital, gestionando el régimen de lo visible y lo audible para garantizar la conservación del orden establecido.
Un segundo aspecto es el abismo entre política y sociedad, una brecha que con el pasar del tiempo se ha profundizado debido a la tendencia tecnocrática de las élites dirigenciales (de izquierda y derecha) que las hace privilegiar acuerdos por arriba entre las cúpulas partidistas, prometiendo cambios sociales en plazos incompatibles con las necesidades y las urgencias de un pueblo que ha padecido una severa crisis económica. En ese sentido, es innegable que el gobierno de Gabriel Boric se ha esforzado en morigerar las expectativas de cambio y en desmovilizar a las fuerzas populares más activas en favor de institucionalizar –y burocratizar– el proceso.
Los cambios a largo plazo resultaban insostenibles para un país que requiere resolver su crisis de la forma más rápida posible, considerando el deterioro en la salud mental tras los confinamientos por la pandemia, y las urgencias económicas que no pueden seguir esperando (son inmanentes a la vida cotidiana), agravadas por los castigos inflacionarios que contaron con el aval del propio ministro de Hacienda, cuando resuelve aumentar la tasa de interés para los créditos de consumo, en una sociedad en que el endeudamiento es una estrategia de supervivencia doméstica. No es solo que la política carezca de promesas para movilizar el entusiasmo ciudadano, sino que las promesas ya no resultan creíbles.
Un tercer aspecto es el funcionamiento de la Convención Constitucional, atravesada por reiteradas controversias y chismes que los medios amplificaron desde un tamiz sensacionalista. Pero no se trata solo de una manipulación impugnable a las empresas periodísticas: muchas y muchos convencionales abusaron de las cámaras y se olvidaron de los territorios. Y qué decir de los abogados constitucionalistas (me refiero concretamente a Fernando Atria, Cristián Viera y Jaime Bassa), que quisieron convertir el órgano constituyente en un comité de expertos y en una de sus prestigiosas cátedras, haciendo de Chile un gran séquito de ayudantes universitarios que, por convicción o conveniencia, adhieren a sus tesis.
Si la derecha chilena es una de las más orgánicas del continente, la izquierda chilena, en cambio, brilla por su sectarismo y por el personalismo de activistas independientes que muestran escasa disposición a comprometerse en aras de un proyecto político de largo plazo, plagada de caudillos locales que se atrincheran en municipios o en sus cargos de representación parlamentaria, y de cientistas sociales de amplia trayectoria en la producción indexada, pero sin experiencia política (“sin calle”, como se dice de forma coloquial). Bastaría con recordar que la participación de Boric en el acuerdo del 15 de noviembre de 2019 contravino la decisión de su partido, Convergencia Social, lo cual demuestra que el peso mesiánico del líder pudo más que la organización política y su democracia interna, en caso de que exista.
A diferencia de la izquierda, en que los rostros de la campaña provienen de las cúpulas dirigenciales, la derecha optó por instrumentalizar liderazgos ciudadanos, un fusible para evitar los costos políticos en caso de perder el plebiscito. Los dirigentes populares de izquierda están divorciados de los partidos políticos, transformados en verdaderas bolsas de trabajo en cuyo interior incluso habitan operadores que venden campañas desde sus empresas electorales. Hace mucho tiempo que su relación con el pueblo chileno la cúpula de izquierda se la entregó al negocio de la comunicación estratégica, en que cada gesto y cada cuña se enmarca en el slogan de una campaña publicitaria. Es decir, hasta la rebeldía es una retórica que no pasa más allá de aspectos tan triviales como no usar corbata o vestir de terno con zapatillas.
El pueblo chileno desea un cambio social, pero también convive con miedos e incertidumbres día a día. Tampoco parece dispuesto a hacerse parte de un nuevo proceso constituyente. Y es cierto que el racismo, la xenofobia y el machismo son condiciones culturalmente sedimentadas, imbricadas a las tradiciones y los símbolos patrios, y que el neoliberalismo se ha encargado de reforzar, pero también es cierto que la izquierda que propone las transformaciones no da garantías de seguridad ni de seriedad, partiendo por un presidente de la República que se ha mostrado vacilante en los temas fundamentales y a poco andar de su gobierno, ya rompía algunas promesas de campaña, como no renovar el estado de excepción en el sur.
Lo que sostengo, es que el triunfo del Rechazo significa que el gobierno de Boric se ha terminado políticamente, tal como ocurriera con Sebastián Piñera el 18 de octubre de 2019. Un fracaso, primero de la derecha y ahora de la izquierda, que le augura a este país un largo periodo de inestabilidad social e institucional, y que no sería extraño que derivara en la validación de un liderazgo autoritario que garantice mano dura e impulse reformas parciales. Esto obligará a Boric a asumir la agenda que le imponga la oposición, sabiendo que no cuenta con mayoría en el Congreso ni menos con un respaldo ciudadano importante. El peor escenario sería su destitución, y no hay que descartarlo cuando se trata de la derecha chilena.
No es llamativo que, tras esta derrota de carácter histórico que quedará en los anales de la República, en vez de apoyarse en los cuatro millones de votantes por el Apruebo, su opción haya sido convocar de urgencia a una reunión con los partidos de la coalición. Y esto, porque la premisa que constituye la política de la nueva izquierda progresista es que los cambios sociales dependen primordialmente de negociaciones legislativas, asignándole al pueblo chileno un rol meramente testimonial. Las alianzas sociales no son consideradas estratégicas, solo sirven como energía para ganar elecciones.
Sobre la campaña de la derecha, la fórmula populista fue altamente eficaz, logrando convertir el Rechazo en un significante vacío (su lógica es antagónica) a partir del cual articuló demandas coyunturales correspondientes a la sensibilidad de cada macrozona del país: la migración en el norte, la delincuencia en los grandes centros urbanos, la violencia en el sur, canalizando desde esa perspectiva el sentimiento anti-establishment. Por otra parte, la derecha nunca focalizó su accionar en el diseño técnico de las normas, enfocándose más bien en implementar una política para la coyuntura aprovechando el posicionamiento que a sus convencionales les entregaba la participación en el órgano constituyente.
La derecha, que parece conocer al pueblo chileno mejor que la izquierda, sabía que la estrategia de llamar a leer el texto y centrarse en los contenidos, no daría resultado, pues incluso se interpreta en una parte del mundo popular como un intento de adoctrinamiento o bien, y puesto que allí la oralidad es más relevante que la lectura, el sesgo de la campaña termina siendo discriminatorio, con intelectuales, provenientes de vanguardias universitarias, interpelándonos como si fuéramos alumnos en el pupitre a la espera de rendir un examen.
La tendencia a constitucionalizar el debate y a hegemonizarlo en torno a ciertas disciplinas académicas, olvida que lo que el neoliberalismo ha constituido es, ante todo, un sujeto (y una población), de manera que la microfísica del poder -usando un término de Michel Foucault- se arraiga en los cuerpos y sus composiciones múltiples. El legalismo o institucionalismo todavía reproduce una episteme “superestructural” del poder, anacrónica como el marxismo (y posmarxismo) en que se ampara, mientras la eficacia de la racionalidad neoliberal de gobierno pasa por la ubicuidad de sus tecnologías políticas y la capilaridad de sus procedimientos, y es en esos diversos estratos donde también acontecen las resistencias y sus líneas de fuga, pero la izquierda abandona esas luchas, cuando el objeto de las prácticas de poder es precisamente administrar la banalidad de lo doméstico y lo cotidiano, en un tiempo en que el mercado se ha expandido a todos los ámbitos de la sociedad.
Esto revitaliza el sentido de la pertenencia colectiva a la nación y refuerza las identidades tradicionales (especialmente en los sectores rurales donde la izquierda simplemente no existe), que se perciben amenazadas por las subalternidades emergentes: ecologismo, pueblos originarios, diversidad sexual, feminismo. Es, como diría Wendy Brown, el resentimiento de los sujetos históricamente dominantes que ahora ven en peligro su poder y reaccionan desde el autoritarismo, el antídoto por excelencia para reelaborar los miedos más atávicos de la sociedad, incluso los más ilusorios como el anti-comunismo, en un país que, a lo largo de su historia, no conoce de gobiernos encabezados por militantes comunistas.
¿Qué ha sido la pandemia sino el contagio de un gran miedo generalizado contra un enemigo externo, e interno, del que había que estar a salvo? El sentimiento de impotencia mediatizado hará de la política sanitaria otro de los factores que incide en la demanda por mayor seguridad, domesticando los afectos y regulando las conductas en clave autoritaria.
En definitiva, confiarle a la racionalidad deliberativa un proceso como el que estamos atravesando, es de una ingenuidad demoliberal que roza con la estupidez. La paridad, la plurinacionalidad y los derechos de la naturaleza harán sentido si efectivamente se modifican nuestros hábitos y nuestros modos de sentir, todavía sujetos al derrotero neoliberal, que es una compleja tecnología de gobierno y no solo un fenómeno macroestatal al que se le combate con políticas públicas.
La justicia es inseparable de una biopolítica del deseo y esto implica que el problema de la izquierda no se resuelve renovando los rostros, sino que transformando el paradigma que la rige. Porque, aunque el nuevo pueblo chileno protagonizó un levantamiento el 18 de octubre de 2019, las tendencias estructurales permanecieron intactas. Si el modelo todavía no se derrumba, y hasta quizá goza de buena salud gracias a este nuevo impulso, la pregunta por el “qué hacer” (y por el actuar políticamente) vuelve a estar en el centro de la discusión contemporánea.
Imagen de portada: Testa di Medusa, Caravaggio, 1597.