“Cada día, a todas horas están hechizados por la radio y la televisión. Semana tras semana las películas los arrebatan a ámbitos insólitos para el común sentir, pero que con frecuencia son bien ordinarios y simulan un mundo que no es mundo alguno. En todas partes están a mano las revistas ilustradas. Todo esto con que los modernos instrumentos técnicos de información estimulan, asaltan y agitan hora tras hora al hombre – todo esto le resulta hoy más próximo que el propio campo en torno al caserío; más próximo que el cielo sobre la tierra; más próximo que el paso, hora tras hora, del día a la noche; más próximo que la usanza y las costumbres del pueblo; más próximo que la tradición del mundo en que ha nacido”.
Martin Heidegger, Serenidad, 1955.
El filósofo Martín Heidegger distinguía entre el pensamiento calculante y el pensamiento meditativo. A su juicio, el primero había desplazado la posibilidad que nos otorga el segundo, lo cual, visto desde nuestra actualidad, obedece al déficit reflexivo que hoy amenaza al mundo fragmentado del neoliberalismo, volviéndolo cada vez más pobre de pensamiento.
La política mediatizada, es decir, subsumida a la velocidad del desarrollo técnico de las comunicaciones y al régimen del espectáculo televisivo, no tiene tiempo para pensar en estos asuntos porque, además, asume que el problema al que nos enfrentamos es el de la representación y, en igual medida, el de la participación ciudadana.
Es inquietante aquella premisa -que considero equivocada-, porque incluso “representar” y “participar” se han transformado en un asunto de negociaciones para acceder a cuotas de poder. Un proceder de este tipo es el sustrato de una racionalidad instrumental que solo sabe de conveniencias, automatismos digitales y adaptaciones a lo realmente existente, pero lo “realmente existente” no es la ausencia de derechos sociales que es posible restituir mediante un programa (keynesiano) de izquierda, es más bien la carencia de un horizonte de sentido que rebase esta forma de vivir (que es una forma de pensar).
Lo calculante aquí se explica por la disociación entre la ética y la política, pero en vez de aludir a una cierta ética normativa, habría que entenderla como la forma reflexiva de las prácticas de libertad que constituyen la política moderna, siempre amenazada por la persistencia de su reverso teológico, que abastece la ontología social del neoliberalismo porque, como sabía Walter Benjamin, el capitalismo es la religión del dinero.
En medio del triunfalismo irreflexivo de las urnas habría que preguntarse ¿qué es lo que han expresado las elecciones del pasado domingo? La hipótesis que sostengo (que no tiene nada de novedosa) es que las elecciones vienen a evidenciar un hecho que calificaría de dramático: la legitimidad de la lógica del capital, profundamente arraigada en la sociedad chilena. Dicho de otra manera, el neoliberalismo ha logrado normalizar una forma calculante de pensamiento (de ahí que Michel Foucault definiera al mercado como un régimen de veridicción), incluso entre aquellas fuerzas políticas que se declaran anti-neoliberales.
Sin embargo, el neoliberalismo es una gubernamentalidad pastoral (conjunto de técnicas de sujeción y/o dispositivos de subjetivación para dirigir la conducta de los otros) que consiste justamente en el pensamiento calculante al que aludía Heidegger. Entonces, definir al neoliberalismo como un paquete de medidas económicas orientadas a privatizar los servicios públicos y achicar el tamaño del Estado, es una mirada hasta reduccionista, lectura miope que la izquierda promueve como si hubiese descubierto la quintaesencia del mercado.
De ahí que el otro debate, aquel que protagonizan los partidos y las corrientes anti-partidistas que emergen, resulte totalmente absurdo, porque el anti-partidismo no razona tan distinto al partidismo, al hacer de la “independencia” una manoseada estrategia del marketing político para pretender hablar desde un lugar puro (como cualquier vanguardia ramplona), cuando a la hora de los resultados, también los proyectos que impulsan (calculadora en mano) dependen de las cuotas de poder que, por la vía de la negociación interesada, les sea permitido administrar dentro del aparato público.
Por lo tanto, estaríamos ante una “derechización de la izquierda” (subsunción real) que ha pasado por esa frase de significativa profundidad que nos legara el intelectual italiano Pier Paolo Pasolini, y que no deja de resonar como clave de lectura respecto a las últimas jornadas en la política chilena. En efecto, el neoliberalismo ha creado (y destruido) un mundo de ganadores vulgares y deshonestos, de “prevaricadores falsos y oportunistas, de gente importante que ocupa el poder, que escamotea el presente, ni qué decir el futuro, de todos los neuróticos del éxito, del figurar, del llegar a ser”.
Pasolini, que era partidario de educar a las nuevas generaciones en el valor de la derrota, estaría impresionado de ver cómo en Chile la neurosis por el éxito y la obsesión por adaptarse, se han vuelto un dictum cultural. De ahí que no haga sentido la incomoda crítica, al ser portadora del peor de los males para el orden que amordaza a este mundo: su desnaturalización.
Pero la capacidad de elaborar críticamente el pensar calculante que caracteriza a las actuales relaciones de poder, exige el coraje que cultivaron los antiguos parresiastas (aquel que dice lo que piensa) que se levantaron desde los confines de la ciudad, porque la verdad es siempre la subversión de lo que permanece estable en su reposo (de las violencias normalizadas), por lo cual conlleva riesgos y exige responsabilidad de quien la enuncia.
Esta actitud parresiasta permanece lejos de la sobreexposición política, de sus militancias a sueldo y de sus investiduras institucionales, técnicamente capacitadas para gobernar un país, pero éticamente incapaces de imaginar otro mundo posible. Ahora bien, si decimos que la política se ha marchitado es porque alguna vez fue un jardín floreciente, y es de esta manera que debiésemos recordar la experiencia de la Unidad Popular, tan lejana para nosotros: más que por su capacidad de gestión de las instituciones, por la magnitud ética de ese proyecto.
El ejemplo de un Salvador Allende que resiste en La Moneda sabiendo que era imposible neutralizar el asedio de las Fuerzas Armadas, deja una lección de coherencia que a las nuevas generaciones les ha sido eclipsada por el pensamiento calculante del mercado. Pues hoy la política (de izquierda y derecha) ha colapsado a causa del paradigma económico-gestionario que la rige, en que la representación depende casi exclusivamente de las credenciales técnicas que exhiben las candidaturas, un perfil que los nuevos liderazgos progresistas no dejan de reivindicar.
Por eso la escenificación de la política está atiborrada de gráficos, estadísticas y paper que articulan un contundente aparato técnico, haciendo de la ciencia (y particularmente de la economía) el único medio de validación de los discursos políticos. Es sintomático de la decadencia por la que atravesamos que además sea el despotismo mediático, que ha contribuido a la trivialización del lenguaje todos estos años, el que exige a los candidatos propuestas con un soporte académico.
Ahora bien, Heidegger consideraba que, aunque un pensar de ese tipo era indispensable, puesto que su característica era, no interrogarse sobre el sentido de las cosas, resultaba de ello una amenaza al haberse vuelto el espíritu de nuestra época. Es un pensamiento estratégico y planificador, que actúa conforme a unos medios en función de unos determinados fines, a diferencia de la reflexión crítica, que nos exige un esfuerzo superior como el oficio laborioso y a veces doloroso que es la filosofía misma, porque expone al ser humano a la fábula de su propia existencia.
Porque lo esencial de la filosofía es que prescinde de ser un proceso, pues no tiene origen ni destino. No tiene un comienzo ni un final. Es una forma de vivir reflexivamente, que imagina en medio de la catástrofe del mundo provocada por el progreso: por su velocidad, su inmediatez y sus cálculos contingentes. En la filosofía, en cambio, está la posibilidad de entender que en la facticidad del pensar está comprometido el existir.
No obstante, cuando advertimos que en la vida nada es tan en serio y que todo es un juego de niñez, la metafísica del mundo se dispone a reclamar un fundamento adulto que sirva de paliativo para evitar la nada de la que procedemos. Ese es el lugar de los mitologemas en la historia (partiendo por la moderna idea de nación nacida al alero de los Estados). Entonces es cierto que la técnica está del lado de la metafísica, desarraigando al animal humano de su entorno, y que solo la filosofía (el pensar meditativo, la crítica) lo devuelve a su humana condición.
La política que se ha quedado sin filosofía, sin pensar meditativo, sin crítica, sin parrhesía, es en realidad –al decir de Jacques Rancière– pura policía que funciona como la administración de un orden, y si se quiere, de un reparto de lo sensible. Y es precisamente aquello lo que “la policía” ignora de la revuelta, cuando la conmina a institucionalizar su proceso para abandonar la zona de anomia en la que se desenvuelve, sin advertir que la profundidad afectiva de ella radica en el hecho de que no calcula nada (es irrepresentable), de modo que no puede perder ya que tampoco busca ganar. Y ese es el papel de la violencia jurídica y de los medios de comunicación frente a las revueltas: normalizarlas (por la razón o la fuerza).
El nombre “revuelta” designa sobre todo el devenir de un colapso que hace saltar por los aires la racionalidad instrumental y su economía del poder. No es un momento caótico de la revolución, una etapa previa destinada a dialectizarse, porque es la intensidad en que la vida se muestra tal cual es: diferente e impersonal.
Una política por venir tiene como desafío resolver los vicios en la representación, hacer justicia ante la desigualdad social abrumadora y aumentar la participación ciudadana mediante mecanismos vinculantes y protocolos de inclusión muy bien aceitados por la abogacía constitucional de moda, pero sobre todo le corresponde imaginar unas instituciones que se adapten a la multiplicidad, en vez de gestionar su captura en la univocidad y rigidez de la norma conceptual.
Si el pensar meditativo para Heidegger dependía del arraigo ¿qué nos sugiere la mediatización de la política? En primer lugar, la práctica del exilio durante la dictadura, así como la utilización abusiva de los medios de comunicación, son tecnologías y estrategias de poder que reflejan el carácter técnico del neoliberalismo que desencadena la penosa situación del desarraigo que hoy nos consume la vida, con lo cual esta racionalidad se permite asediar todas las especies que habitan el planeta.
Hasta ahora, la resistencia mapuche ha sido la única capaz de subvertir el desarraigo técnico, porque piensa el territorio como especie, y no como recurso u objeto a explotar o conservar para fines industriales, turísticos o ecológicos. Lejos de renegar de los aspectos económicos, la visión mapuche los ubica en una posición menos agresiva, desactivando el desenfreno de las potencias técnicas.
Por otra parte, la política que se dispone solo a representar no tiene otro medio más que su escenificación recurrente en las delirantes pantallas del espectáculo, haciendo del territorio un instrumento con propósitos electorales y de gestión (cualquier otro vínculo es obliterado), y esto viene a reforzar el problema del desarraigo que padecemos, por lo cual es lícito afirmar que el exilio (y la dictadura) sigue presente.
El retorno a la democracia a principios de los noventa es una efeméride que cuando se conmemora, nos devela una mutación del régimen de politicidad, y es en ese lugar donde permanecemos, ya que no hemos podido interrumpir del todo esos dispositivos que nos aprisionan a través de nuestra propia colaboración. Esto indica que la relación de la política con el mundo es fundamentalmente técnica, y ahí está la causa de su condición miserable, su imposibilidad de superar la gubernamentalidad neoliberal.
Las elecciones del domingo pasado nos dan a pensar aquello que los análisis televisivos no están prestos a reconocer: que estamos a merced de una subjetivación y que no sabemos en qué consiste este poder, y así es que cuando nos preparamos para derrotarlo y conjuramos “todas las formas de lucha”, terminamos por reforzar sus procedimientos y sus lógicas.
Al final de su libro dedicado a la comunidad (un término tan traicionado por los nuevos comunitarismos y las éticas comunicativas liberales), Roberto Esposito nos dice que la lejanía del horizonte nunca ha sido un buen motivo para agachar la mirada. Y es que la resistencia digna de los pueblos consiste en mantenerse a salvo de toda anomalía dialéctica y permanecer abiertos a la nomadía de la creación, en su inconmensurable generosidad común.
Se trata de reservarle un lugar, por mínimo que sea, a aquello que Giorgio Agamben denomina “potencia destituyente”, pues en ese pensar es donde habitan esos espíritus libres a los que Nietzsche tanto elogiaba.
Imagen de Portada: Goya, Saturno devorando a su Hijo