Danilo Billiard, Contra el ocaso de la imaginación

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En memoria de Bautista van Schouwen, dirigente del MIR, y de Miguel Cabrera Fernández, jefe del Destacamento Guerrillero Toqui Lautaro, ambos asesinados por la dictadura.


La conmemoración del Golpe de Estado ha servido durante cinco décadas para reforzar las gramáticas del orden, reactualizando año tras año la imagen de La Moneda en llamas tras ser bombardeada por la Fuerza Aérea como símbolo de la derrota de las fuerzas populares y los partidos de izquierda. Pero esta quincuagésima versión ha tenido ingredientes especiales, sobre todo porque nos sorprende en un momento posterior a la derrota en el plebiscito constitucional del 4 de septiembre de 2022, justo también a cinco décadas de la elección de Salvador Allende.

La prolongación de la derrota como subjetividad predominante en la sociedad chilena, se garantiza mediante la reproducción de un realismo capitalista (usando el término de Mark Fisher) que incluso encuentra un punto de apoyo en las críticas al neoliberalismo, muy a menudo gestionadas por una filosofía de tono sombrío y apocalíptica en sus conclusiones, en contraparte con otros planteamientos optimistas en su voluntarismo transformador, pero sin consistencia política.

Porque la derrota de la vía chilena al socialismo vino a abrir una brecha, o a perpetrar una herida sin sutura, entre producción teórica y acción política, cuya unidad fue uno de los rasgos característicos del periodo de la Unidad Popular, antes de que los intelectuales de izquierda iniciaran su éxodo militante para terminar refugiándose en los confines del capitalismo académico.

Es cierto que no podemos retroceder en el tiempo, pero el curso de la historia tampoco es ineluctable. De ahí la relevancia del 18 de octubre de 2019 pues, independiente de si fue una expresión del neoliberalismo o, por el contrario, una interrupción en el continuum de la dominación, lo relevante es su singularidad como experiencia que restituye el lugar de los posibles clausurados por el realismo capitalista.

Sea lo que sea que haya ocurrido en esos días, el octubre chileno rompe la parálisis rutinaria de una sociedad en la que habitualmente no sucede nada novedoso. Un país políticamente aburrido y predecible hizo noticia en el mundo entero no por sus tratados de libre comercio, sino por una sublevación popular transitoria, pero no por eso menos importante, precisamente, como experiencia.

El valor de las luchas sociales no se mide de acuerdo con su capacidad o no de procesar institucionalmente sus demandas. Creer eso sería tropezar con una racionalidad instrumental completamente insensible a las modulaciones afectivas y sus intensidades. Al fragor de su desarrollo germinan procesos micropolíticos que no se pueden desestimar en base a formulaciones generales o abstractas. Porque es cierto que en Chile hay miedo, pero también hay desacato, así como en la dictadura no solo hubo víctimas, sino también resistencia armada y lucha popular.

Omitir el papel de la resistencia en la caída de la dictadura es hacerle el juego al relato transitológico, sustituyendo la decisión combativa de Allende por el servilismo de un Aylwin moderado que hizo justicia en la medida de lo posible, representante de las clases patronales e instigador del golpismo al que el gobierno de Boric, que capituló en defensa del orden establecido, le rinde tributo para justificar sus propias miserias. No podemos olvidar que Pinochet y sus secuaces –militares y civiles– estuvieron dispuestos a pactar con un sector de las fuerzas democráticas, porque existía un consenso sobre la continuidad del neoliberalismo.

La idea, disfrazada como crítica, de que el neoliberalismo es un fenómeno omnicomprensivo, hace parte del mismo orden que esa idea dice cuestionar, porque sin imaginación, la teoría funciona al servicio del statu quo. Es que el rol de la crítica no es ceñirse a la factualidad de los hechos ni menos a esa extraordinaria capacidad de algunos intelectuales de describir la derrota como si se tratara de un estado crónico y definitivo (dado de una vez y para siempre), sino de problematizar el presente y proponer claves que trasciendan la repetición de lo mismo.

El golpe provoca una torción en el pensamiento revolucionario, neutralizando su potencia utópica, en el sentido no de anhelar una sociedad reconciliada con su propia esencia sino en cuanto a la capacidad de imaginar un porvenir. La producción teórica comienza a marchitarse y la melancolía nos sumerge en un pozo de certezas infructuosas. Abundan los libros y las investigaciones sobre la razón neoliberal en medio de un páramo, es decir, la crítica no contribuye al florecimiento del cambio histórico.

Por eso la relevancia de recuperar el impulso utópico, el cual puede reaparecer bajo una nueva forma –siguiendo en este punto a Miguel Abensour–, eliminando los resabios mitológicos que lo conducen hacia su inversión totalitaria, y dándose por tarea descubrir las líneas de fuga del presente, fomentando así la tradición de la teoría crítica, al menos en su versión menos resignada.

Conmemorar no se trata solo de recordarnos hasta el hartazgo que La Moneda está en llamas y que habitamos entre sus ruinas. Lo sabemos, y ese saber es indisociable del poder hipnótico de la razón neoliberal que combina la arrogancia de los vencedores con la resignación de los vencidos, instaurando como referencia única el lugar pasivo de la víctima. La sombra del adversario que media nuestros puntos de vista, lo hace ver más grande de lo que realmente es.

Sin embargo, hay algo más que La Moneda en llamas. Está la resistencia popular de hombres y mujeres que, en un acto de coraje, decidieron combatir a la dictadura: volvieron al país clandestinos, soportaron la tortura sin delatar a sus compañeros, reconstruyeron las orgánicas asediadas por los aparatos represivos, se levantaron en armas y desafiaron el triunfalismo de unas Fuerzas Armadas que, después de la Guerra del Pacífico, no han demostrado ser capaces de derrotar a otro ejército. Ahí están los verdaderos defensores de la democracia, que no son los golpistas como Aylwin, ni los que se beneficiaron del neoliberalismo impuesto por la dictadura, como Piñera, ni mucho menos quienes le garantizaron la impunidad a Pinochet, trayéndolo de vuelta desde Londres en defensa de la soberanía nacional, como Frei.

La batalla de Chile no está resuelta en favor de los vencedores, ni el progresismo es la única izquierda posible en la actualidad. Por eso el compromiso intelectual con las transformaciones exige permanecer arraigado al presente, pero tomando distancia de su pretensión de absolutizarse. En ese contexto, la voluntad de reconciliación que ha promovido el gobierno de Boric, que es una prolongación del derrotero concertacionista, deja en evidencia un sesgo mitológico propio de la cultura de derecha, que ahora encuentra en la democracia su nuevo fundamento.

En nombre de la democracia se viene tramando la inmanencia absoluta del fascismo: la visión de Chile como una comunidad fusionada que, frente a la amenaza de un exterior idílico, exige seguridad, fronteras resguardas, ciudades militarizadas, una policía de los enunciados a cargo del poder mediático y un estado de excepción permanente. Se trata de la decadencia de la revolución democrática, que cae presa de los mitos fundacionales del orden y, en consecuencia, del autoritarismo.

De ahí que, de la misma manera en que el progresismo saluda con entusiasmo a los disidentes en Venezuela, Cuba o Nicaragua, al mismo tiempo aplasta toda disidencia interna frente a sus propias vacilaciones e incoherencias, motejándola de radicalismo infantil. Ahí también reside todo su delirio de superioridad moral y sus querellas generacionales contra quienes ahora son sus nuevos aliados, pues cuando se comparten las mismas premisas, los opuestos se develan complementarios.

La verdadera democracia hoy no puede ser otra que una democracia insurgente, una democracia antagónica a la dominación del mercado, una democracia que ponga en ejercicio un nuevo lazo social comunizador de la experiencia humana, que abandone su hostilidad hacia la naturaleza y conviva de manera sana y armoniosa junto a ella, renunciando a la primacía del crecimiento económico y del progreso tecnológico como pilares del desarrollo de las especies que habitamos el planeta.  En efecto, la democracia comporta una nueva forma de vida, y por lo tanto en ella está en juego una ética consustancial a la política revolucionaria que es su motor.

La causa del colapso de la transición a la democracia es porque ese proceso elimina –como exigencia de la razón neoliberal– la dimensión adversarial de la política, de modo que el discurso progresista no es ajeno a las consecuencias autoritarias que derivan de sus propias definiciones. La política se convierte en un mecanismo de contención y neutralización de los conflictos sociales, pero cuando esa política pierde validez y sus procedimientos carecen de eficacia, la conflictividad retorna como un alud.

En medio de esa crisis, el pensamiento crítico puede asumir la tarea de estimular la imaginación, más que de proponer categorías orientadoras de la acción política. No obstante, esa estimulación lo conecta con la praxis, haciendo de la teoría un movimiento dinámico que participa de las luchas sociales, pero sin renunciar a su vocación reflexiva. Conmemorar, en definitiva, es para traer al presente la memoria de las sublevaciones, y no solo los estériles lamentos de la derrota.


Imagen de portada, Chas Gerretsen

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