Mauricio Amar, La ceguera, la infancia y el uso de los cuerpos

Sobre Infancia y ceguera. Tentativas sobre la ejercitación o acerca de las artes de hacer de Carlos Casanova, Ediciones La Cebra, Buenos Aires, 2021.

Comenzar
637 visitas

Entre los libros importantes de 2022 encontramos, sin lugar a dudas Infancia y ceguera de Carlos Casanova (Ediciones La Cebra, 2021). Libro extenso y sesudo para estos tiempos de pensamiento escuálido, puede ser leído como una coherente continuación del trabajo filosófico que Casanova desarrolla desde Estética y producción en Karl Marx (Metales Pesados, 2017) y Comunismo de los sentidos. Una lectura de Marx (Catálogo, 2017). Aquí, sin embargo, me parece que el autor avanza hacia rincones inexplorados e imprescindibles para una filosofía de la percepción, de los sentidos, de la imaginación.

La primera cuestión fundamental, a pesar del orden del título, es la ceguera. A través de la Carta sobre los ciegos para uso de los que ven de Diderot, Casanova plantea un problema central. ¿Qué pasa con los ciegos si nuestro mundo es uno fundado sobre el verse y ser visto? La ceguera representa un problema de movilidad, de percepción y habilidad en sociedades que han construido una realidad material para ser vista. Esto es evidente para todxs (espero). Lo que nos hace aparecer Casanova, con Diderot, es nada menos que un asunto moral, que parte del cuestionamiento de la manera en que podría pensarse una moral desde alguien que ha nacido ciego y, por tanto, no pertenece al régimen de visibilidad y reconocimiento sobre el que ella sería posible, partiendo por una impudicia ante la desnudez y una indiferencia ante los símbolos del poder. El ciego es aquel que no teme a la noche, porque en ella no hay variación respecto a su día. Asimismo, es aquel que no respeta ninguna separación física, porque a través del tacto descubre e imagina su mundo. Y aquí, una cita fundamental:

«Si el vidente –que no puede prescindir de la objetivación– no deja, sin embargo, de esforzarse por conjurar la cosificación que aquella necesariamente implica, el ciego, por su parte, testifica a través de su ser táctil la medialidad irreducible de las cosas en las que lo mismo y lo otro se entreveran sin resolución dialéctica. La materialidad de las cosas, de los cuerpos, consiste en ser Medio»

Casanova, 2021, p. 24.

La objetivación parece constituir la forma obvia a través de la cual construimos un mundo de cosas, incluido el yo, por más que hagamos gestos para conjurarla a través de conceptos. Pero el ciego accede a las cosas de otra manera, pues al ser el tacto la facultad implicada, las distancias, las relaciones, las formas y los volúmenes son percibidos con otros límites, con otras posibilidades, develando que la propia materia no es sino medialidad sobre la que establecemos jerarquías, distancias, reglas de orden que no son indiferentes ni a la moral hegemónica ni al poder. Un mundo exterior que deviene continuidad con el mundo interior, pues la ausencia o disminución de dialéctica en la percepción táctil convierte al propio mundo interior en una recepción. “Somos cuerpos acontecidos por el mundo que nos toca” (Ibíd, p. 25), dice Casanova.

El ojo, metáfora del conocimiento, de la razón y del alma, es puesto en cuestión y con ello el programa filosófico de Occidente, tributario de lo que Germán Prósperi ha llamado máquina óptica, constituido por la dualidad alma-cuerpo o razón-sensibilidad como opuestos relacionados fundamentales para el dominio de ambos (Cf. Prósperi, 2019)⁠. Mundo perceptivo y simbólico que el ciego rompe porque al tocar las cosas y a los otros, donde no existe posibilidad de reconocimiento mutuo, pues las yemas de los dedos descubren un rostro más no permiten que el otro se vea en ellas. El ojo-alma se convierte en el ciego en una relación inmanente de límites frágiles entre exterior e interior, donde la piel conecta y separa del mundo, develando que el alma, a fin de cuentas, es cuerpo sensible.

Por supuesto que aquí nos la tenemos que ver con un concepto complejo de imaginación, si la tesis aristotélica de que no hay pensamiento sin imágenes es también deudora de un oculocentrismo. Sin embargo, la imagen aparece acá como una construcción nunca dada, una tensión que podría encontrar una metáfora en el gesto de tocar antes que del ver. Luego, entonces, Casanova invita a un ejercicio de los sentidos, a una búsqueda que es la de tantear, tocar el mundo, encontrando nuevas maneras de relacionar las cosas entre sí, asumiendo que el encuentro con la imagen es un acontecimiento que al mismo tiempo que nos toca y contagia, se ve tocada y contagiada. Casanova nos dice, en este sentido, que “la imaginación no es una facultad”, tesis que choca completamente con el canon. La imaginación, aclara, “es un uso, y un uso como cualquier otro, que se ejercita según la economía de las fuerzas en el encuentro aleatorio de los cuerpos” (Casanova, 2021, p. 50)⁠.

La ceguera, en este sentido, es posibilidad de romper la jerarquía con que el mundo aparece en su e-videncia. Ahora, incluso para los que pueden ver, la propia vista no es sino un hábito, un ejercicio en el que podemos admitir la presencia de otros sentidos. No hay tanto una degradación de la vista, sino la apertura de un horizonte desjerarquizado hacia el que los sentidos pueden lanzarse a explorar, ejercitándose a través del uso. “¿Y si la ceguera –pregunta Casanova – no se definiera por el órgano que falta, si la ceguera fuese un hábito, un “modo” al igual que la videncia? ¿Si la ceguera fuese la apariencia que hace su naturaleza con las múltiples imágenes sonoras, táctiles, gustativas que la visten?” (Ibíd, p, 72).

Desde esta singular visión de la potencia inscrita en la ceguera, aparecen ciertos vectores de pensamiento que abren a la comprensión de la infancia. Así como los ciegos son excluidos de la moral y de la razón, los infantes parecen el paradigma más conocido de este bloqueo. Sería difícil negar que, así como el oculocentrismo desplaza a los ciegos de la razón y del poder, el adultocentrismo hace lo suyo con lxs niñxs. La mayor de las veces la infancia es pensada como una potencia cuyo telos es definido por la adultez, lugar de su realización. De este modo, la infancia juega un rol preponderante en la educación de los sentidos, pensados por la tradición como un aprendizaje continuo para lograr desde lo informe la forma. El infante es mutilado en sus posibilidades sensoriales por una educación que logra conocimiento a través de la cosificación y jerarquización del mundo, sin embargo, la infancia puede aparecer también como el paradigma de una otra manera de hacer uso de los cuerpos, de la imaginación, de los sentidos y del pensamiento. Pero para ello, será necesario elevar la infancia como condición de existencia del humano, desligándola de la reducción etaria a la que ha sido relegada, puesto que, si el humano es infante siempre, lo es porque en él se encuentra la facultad de pensar y de no pensar, de ver y de no ver. Para ambas cosas es necesario un ejercicio, una gimnasia, mucho más que una ciencia o un atletismo (Ibíd, p. 71), un habituarse en el medio en el que las cosas son.

Infancia, entonces, designa la condición humana, una presencia ineludible que, sin embargo se remonta hasta lo indecible e inaccesible. La infancia remite a la temporalidad de lo intemporal que nos habita y abre hacia el lenguaje como su propia huella. Lenguaje que surge de un evento trágico, de la expulsión que hemos sufrido de ese lugar presubjetivo en el que “flotábamos ciegos en la bolsa líquida materna que nos envolvía, y de esta primera caverna hemos sido expulsados” (Ibíd, p. 97). Expulsión dolorosa, que nos obliga a habitar un medio diferente con las herramientas de un mundo olvidado. Expulsión y separación de la placenta, acompañante fraternal de un tiempo que no deja de constituirnos. Entre Pascal Quignard y Peter Sloterdijk, Casanova ubica a la infancia al interior de una teoría de la medialidad, porque de lo que trata la experiencia humana es de habitar, encontrar un medio que sea hogar a pesar de haber sido expulsado de su lugar primigenio. Es decir, el humano hogariza su entorno dada su condición deshogarizada, se apropia de él y, por ello, no hay ahí una propiedad, sino una indigencia constitutiva que se evidencia en toda apropiación. La vida como hogarización del entorno nunca poseído, sino usado, es el resultado de un ejercicio, de un hábito nunca totalmente aprendido, pero que a punta de desplazamientos vamos creando. “La madre atmosférica –dice Casanova – es siempre nuestra segunda amante; reemplazo de lo irremplazable (la madre acogedora doblada por la sombra de la madre traidora)” (Ibíd, p. 107). La madre biológica deviene madrastra que recibe al huérfano apátrida, el exiliado que ha partido para siempre de su país natal, la casa materna. Por ello, “en nosotros “existir”, “ser-fuera-de-lugar”, “ser apátrida” y “pérdida originaria”, son términos que coinciden plenamente” (Ibíd, p. 110).

La infancia en tanto condición de lo humano, por supuesto negado por una cultura adultocéntrica, al mismo tiempo que remite a un pasado remoto permite pensar la potencia como desobramiento. Esto es muy interesante, porque es la propia marca del tiempo inmemorial la que funciona como abertura de la experiencia. Nunca se sale del todo del primer hogar, pero esta salida desgarradora que es el nacimiento prolonga el tiempo originario bajo nuevas condiciones, nuevos hábitos. “Ser infans es, en tal sentido –dice Casanova –, habitar el mundo como un recién llegado y como un recién salido de otro lugar, que en nosotros conserva la potencia del afuera: la anterioridad silenciosa y fetal –no social – que le tuerce el cuello a nuestra lengua adquirida. Infancia: Potencia del afuera” (Ibíd, p. 118). Potencia sin telos porque es “potencia que sólo se alcanza por medio de la impotencia” (Ibíd, p. 120). La gimnasia que implica la hogarización de este mundo segundo, siempre inapropiable, es la persistencia de mimesis constante, diferencia y repetición en la que las cosas se relacionan, se tocan, se contagian y transforman.

Casanova establece una crítica profunda a la tesis arendtiana de la relevancia del comienzo y la natalidad como fundación y condición de la voluntad donde es posible la libertad, pensamiento que, si bien se acerca a situar en su lugar a la infancia, finalmente la deja fuera, colocándole en el lugar del origen. En Infancia y ceguera, en cambio nada parece conducir a un origen, al contrario, este está desde siempre dislocado, disyunto como diría Fabián Ludueña en otro lugar (Ludueña Romandini, 2017)⁠. La natalidad, entonces, no es el origen, sino el despojo de un mundo disyunto y el inicio de una ejercitación. No tenemos origen, sino “vida-ejercitante-en-un-medio” (Casanova, 2021, p. 142)⁠. Por cierto, que el nacimiento es relevante, pero lo es como catástrofe, arrojo, desplazamiento y pervivencia de lo inmemorial como huella. Misma huella que constituye el pensamiento. “El logos –dice Casanova – es la escritura inquietante que hospeda como su página lo salpicado, lo enlutado por el volumen de agua incontinente que nos precipita. El logos es el simulacro de la madre perdida. La prenda de lo inaprensible que amamos” (Ibíd, p. 184). Sabemos que el lenguaje nos hace habitar de una manera singular el mundo, pero muchas veces no aceptamos la impropiedad que hace al lenguaje, ese fuera de lugar que remite a un no lugar del que una y otra vez hacemos huella.

El cristianismo, al que el libro dedica la última parte, aparece como una operación filosófica, un dispositivo que refuerza el adultocentrismo tanto como el oculocentrismo, que niega la figura de la madre ancestral para colocar en su lugar una trilogía paterna; que rechaza la aleatoriedad en la constitución del mundo mimético de los infantes para hacer aparecer en el horizonte un destino de bien y salvación; en fin, que divide esa experiencia que es pensar-sentir en una dualidad jerárquica de alma y cuerpo, donde el último es lo sometido a través de esa pedagogía que refuerza la máquina óptica como matriz de la experiencia. Ahora bien, el cristianismo es una interpretación de los hechos, una construcción simbólica a partir de la cual se reconoce una anterioridad al nacimiento y una trascendencia del alma que es retorno, mas su estructura escatológica de purificación obliga de antemano a diseñar una pedagogía del desapego del mundo. En Casanova no hay tal desapego porque el ser que ha perdido su patria original, esa ubicada más allá del lenguaje y jamás unificada, encuentra un nuevo lugar, impropio, ajeno, extraño donde hacer proliferar el deseo, como dirá Casanova, “Sin Dios, sin Patria, sin Suelo” (Ibíd, p. 256).

Referencias

Casanova, C. (2021). Infancia y ceguera. Tentativas sobre la ejercitación o acerca de las artes de hacer. Buenos Aires: Ediciones La Cebra.

Ludueña Romandini, F. (2017). Principios de Espectrología. La comunidad de los espectros II. Buenos Aires: Miño y Dávila.

Prósperi, G. (2019). La máquina óptica. Antropología del fantasma y (extra)ontología de la imaginación. Buenos Aires: Miño y Dávila.

Deja una respuesta

Your email address will not be published.