Rodrigo Castro Orellana, Hundirnos cuando podemos volar

La nueva constitución y el engaño de la opción rechazo.

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[…] Se rompe todo en Chile, y en esto quizás resida el encanto del   país, su fuerza: en la voluntad de hundirse cuando puede volar y de volar cuando está irremediablemente hundido. En el gusto por las paradojas de sangre.

Roberto Bolaño, «El pasillo sin salida aparente»

Hubo una época en que uno escribía con la firme convicción de que era posible persuadir al lector sobre una idea o una posición política. El espacio público se dibujaba como un ágora en el que tenía sentido la disputa dialéctica y podíamos confiar en el triunfo del argumento más convincente. Pero ese tiempo parece haber llegado a su fin. Hoy, la mayoría de las posiciones son en realidad estados afectivos en que los sujetos toman partido ciegamente. La rabia atraviesa todas las discrepancias y la épica todos los acuerdos. De este modo ya nadie escucha ni lee con el propósito de llegar a pensar algo diferente, sino que lo hace simplemente para ratificar las pasiones que lo subordinaban desde un principio.  En medio de este clima de emociones enmarañadas, la sociedad chilena se acerca al plebiscito del 04 de septiembre en donde se resolverá el apruebo o el rechazo de la propuesta de constitución política de la República elaborada por la convención durante el último año.

Hubo un momento en que los vientos del ánimo parecían dirigirse con fuerza en la dirección del triunfo arrollador del apruebo. Sin embargo, si creemos por un instante a las encuestas, esas técnicas de producción de estados afectivos, algo reciente habría (sido) cambiado en el clima emocional de las masas. Como mínimo nos acercaríamos a un escenario difuso y a un resultado totalmente incierto.  ¿Cómo puede ser esto posible? ¿Qué explica que después del plebiscito de 2020,  donde una amplísima mayoría apoyó iniciar un proceso constituyente que pusiera fin a la constitución pinochetista, ahora sea efectivamente verosímil un triunfo de la opción rechazo? Sin duda esto genera perplejidad en los amigos y amigas de otros países que han seguido con atención, ilusión y admiración el proceso político abierto en Chile desde octubre de 2019. Quizás para comprender esta extrañeza resulte imprescindible unas cuantas décadas de socialización salvaje en este rincón austral del planeta.

No obstante, lo asombroso no reside en que exista la posibilidad de que gane la opción rechazo, sino en la existencia misma de dicha alternativa. Recordemos brevemente algunos acontecimientos ocurridos en Chile en los últimos tres años. En primer lugar, el factor detonante del actual proceso constituyente: la revuelta o el estallido social. Nadie podría desconocer que el elemento determinante de tales movilizaciones fue el descontento del pueblo chileno ante la incapacidad del modelo para responder a demandas sociales fundamentales. Frente a esta coyuntura, la clase política hegemónica reaccionó abriendo las puertas a un proceso constituyente que de facto suponía poner fin a la constitución diseñada y aprobada en dictadura. Después de años de bloqueo frente a reformas sustantivas de dicha constitución o de rechazo frontal ante la idea misma de redactar un nuevo texto constitucional, la derecha cedió como consecuencia de las manifestaciones ciudadanas en las calles. El referéndum de 2020 vino a ratificar esta voluntad popular con un resultado en que el apruebo obtuvo un 78,28 % de los votos y la opción de la convención como órgano redactor un 79%. Algunos meses más tarde, en mayo de 2021, con una participación cercana a los seis millones de votantes (el 42% del censo electoral), fueron electos los y las convencionales responsables de la redacción de la nueva carta magna.

Digámoslo con claridad, en los últimos tres años se han producido al menos tres hitos políticos de extraordinaria magnitud que señalan la voluntad absolutamente mayoritaria de la ciudadanía chilena de rechazar la actual constitución y de contar con un nuevo texto fundamental redactado por representantes elegidos para tal fin, no por los partidos políticos ni por alguna comisión de expertos. Esto me conduce a sostener que no tenía el más mínimo sentido institucional y democrático incluir la opción rechazo en el referéndum del próximo mes de septiembre, puesto que el triunfo de esa alternativa supondría en los hechos una ratificación de la constitución de 1980, la que seguiría vigente e inmodificada en caso de no ser aprobado el documento propuesto por la convención. Creo que el acuerdo de la clase política jamás debió contemplar la posibilidad de un plebiscito de salida con esta lógica binaria de apruebo-rechazo si es que efectivamente existía un consenso honesto respecto a la necesidad de abandonar el marco institucional de la constitución pinochetista. El texto elaborado por la convención debería haber sido sometido a diversas consultas en la misma papeleta electoral sobre el apruebo o el rechazo de sus diferentes secciones fundamentales, pero en ningún caso hacer factible un rechazo de la totalidad del documento para así validar la actual constitución cuya abolición ya había sido refrendada democráticamente.

¿Cómo pudo suceder algo así? ¿Estamos ante el último recurso estratégico de la elite política y económica que ha dominado el país durante los últimos treinta años? ¿Se trató desde el principio de un plan que tenía por objeto final encontrar la oportunidad de llegar a torcer de algún modo la voluntad de la gente de un cambio constitucional radical? Porque aquí lo que ha ocurrido es que se le ha preguntado a los chilenos y las chilenas una y otra vez si querían o no dejar atrás el marco constitucional elaborado por la dictadura y que la concertación edulcoró con algunas modificaciones cosméticas durante la transición. Y ahora, en septiembre próximo, pese a que la gente ya se ha pronunciado de forma clarísima y en reiteradas oportunidades, se les volverá a preguntar nuevamente. Pareciera que para algunos la democracia consiste en preguntar a los votantes una y otra vez qué es lo que quieren hasta que estos digan por fin lo que se desea que digan.

Por esta razón, sostengo que la opción rechazo no tendría que haber existido. El debate solamente debería girar alrededor de un nuevo texto constitucional sin alternativa restauradora y, en tal sentido, la convención tendría que haber ofrecido distintas versiones dentro del marco general de la propuesta y en relación con ciertas cuestiones fundamentales. De tal modo que, por ejemplo, ahora estuviésemos votando si aprobamos o rechazamos un régimen político u otro, un sistema judicial u otro, pero en ningún caso decidiendo si volvemos o no al anterior modelo de constitución elaborado por el pinochetismo. Pero esto ya no ocurrió y la opción rechazo aparecerá en la papeleta del día 04 de septiembre. Si lo hace no es por casualidad ni por vocación democrática. Estará allí porque se trata del último gran engaño, de la estafa final, la más retorcida y miserable por parte de ciertos sectores políticos del país. Es fácil reconocerlos porque son precisamente los que defienden públicamente la opción rechazo, como embajadores angélicos del sentido común y representantes auto-designados de lo que Chile quiere. Aunque hay otros que huyen de los focos porque sus rostros ya agotaron todas las muecas posibles del histrionismo democrático y ahora esperan a que la noche del rechazo les conceda una segunda oportunidad.

La operación del gran engaño se inició con el esfuerzo por preservar a toda costa, más allá de cualquier resultado electoral, el telón de fondo del ordenamiento constitucional pinochetista. Esta lógica tiene una larga historia y no estuvo ausente en el «Acuerdo por la paz social y la nueva constitución» del 15 de noviembre de 2019. Se trató de garantizar la disponibilidad de un mecanismo que hiciera factible, llegado el instante adecuado, una reversión de los acontecimientos políticos en curso y una restauración del orden impugnado durante el estallido social. Dicho dispositivo es la opción rechazo. Pero esto no era suficiente, se requería completar la gran estafa con una gigantesca operación comunicacional que hiciera razonable aquella alternativa que contenía en sí misma una paradoja absoluta.

Aquí la primera estrategia consistió en dividir el mundo político entre sensatos e insensatos, moderados y radicales enloquecidos, políticos profesionales y convencionales aficionados. Esto último con el objetivo de descalificar la solvencia técnica de la convención y su capacidad de producir un texto constitucional que encarnase posiciones institucionales maduras, equilibradas y propias del sentido común republicano. Según este punto de vista, al votar mayoritariamente por candidaturas independientes, se abrieron las puertas para que ingresara en la convención una turba de izquierdistas fanatizados que pronto se habrían apoderado por completo de dicho espacio y del propio proceso constituyente. De acuerdo a estos argumentos, ya no tendría siquiera sentido leer la constitución política que se ha propuesto porque nada bueno podría salir de un tumulto humano semejante. No se trataría, entonces, solo de rechazar una propuesta de constitución, sino de rechazar a cada uno de esos personajes que configuraron la fauna de la convención. Así el rechazo consiguió adquirir otras connotaciones convirtiéndose en una herramienta para expresar la rabia y el resentimiento que moviliza a algunos.

No voy a disculpar en este contexto a los y las convencionales de izquierda que con total ingenuidad han pavimentado el camino de esta estrategia comunicacional de la derecha a través de sus acciones y dichos. Respecto a estos excesos que derivan de una interpretación simplista de lo ocurrido en el estallido de octubre de 2019 ya he desplegado varios análisis en una serie de artículos publicados anteriormente por Disenso («El neoliberalismo no nace ni muere en Chile» y otros). En esta oportunidad solo me limitaré a cuestionar esta división del mundo político entre sensatos e insensatos que convierte a los partidarios del rechazo en los albaceas de lo razonable y en los guardianes de eso que se ha dado en llamar la «casa de todos». Para ello lo primero que cabe destacar es el extraordinario ejercicio de irresponsabilidad que caracteriza la anti-pedagogía constitucional en que se han instalado los defensores públicos del rechazo. Aquí la estrategia del gran engaño ha consistido, en primer lugar, en evitar que se lea el documento propuesto por la convención o que si se lo intenta leer solo se atienda a ciertas partes, pero en ningún caso al conjunto. Sobre todo, parece urgente evitar la lectura de la primera sección del texto y especialmente cualquier comparación con la sección equivalente de la constitución vigente. Estoy convencido que ocurre así porque los capítulos I al VI de la nueva constitución son un verdadero hito civilizatorio que buena parte de la elite chilena no puede digerir, aunque se trata de páginas que no solamente deberían conmover a cualquier chileno o chilena que las lea, sino también a cualquier observador externo e imparcial que lo haga. Tengo la certeza que jamás los derechos sociales y democráticos que deberían sostener la vida de cualquier ser humano sobre el planeta han sido formulados y reflejados con tanta profundidad y pluralidad como en esta constitución. En el documento, por primera vez en su historia, Chile se define como un Estado social y democrático, plurinacional, intercultural y ecológico (Art. 1.1). Una república solidaria con una democracia inclusiva y paritaria (Art. 1.2) que reconoce después de 500 años a los pueblos y naciones indígenas preexistentes (Art. 5.2), y que se configura como un Estado que promueve una sociedad donde mujeres, hombres, diversidades y disidencias sexuales y de género puedan participar en condiciones de igualdad sustantiva (Art. 6.1). Se asegura la paridad en todos los órganos del Estado y en todas las empresas públicas o semipúblicas (Art. 6.2); y se reconoce y promueve el buen vivir como una relación de equilibrio armónico entre las personas, la naturaleza y la organización de la sociedad (Art. 8), etcétera.  Podría seguir enumerando artículos de estos primeros capítulos y recordar al mismo tiempo las disposiciones iniciales de la constitución de 1980 y sus innumerables silencios: la familia es el núcleo fundamental de la sociedad (Art. 1), el Estado de Chile es unitario (Art. 3), la pena de muerte sólo podrá establecerse por delito contemplado en ley aprobada con quórum calificado (Art. 19.1), etcétera.

Sería suficiente, por tanto, con una lectura de la primera parte de ambos documentos para comprobar la completa asimetría política que hay entre las dos constituciones. Entonces, ¿por qué algo tan evidente no se reconoce? ¿Cuál es el motivo para ocultar que el marco de principios fundamentales de la nueva constitución resulta incomparablemente superior a la constitución de 1980 en su reconocimiento de los derechos ciudadanos? Bastaría solamente con apelar a esta sección (Capítulos I-VI), cuyo sentido es orientar e inspirar la futura acción gubernamental y legislativa del país, para no tener duda alguna y votar apruebo. Pero se omite el extraordinario mérito del documento al ofrecer este horizonte político inédito en la historia de Chile y se insiste en mirar hacia otros lugares como focos de polémicas e inquietudes que buscan distraer la atención de lo sustantivo.

Se cuestiona al documento porque supuestamente no garantizaría un trato equilibrado del derecho a la propiedad, por la creación de sistemas de justicia paralelos sin un rol directivo de la Corte Suprema y por fracturar la unidad territorial del país. Así se pretende otorgar racionalidad a una opción de rechazo que lo tendría mucho más difícil si apareciera ante el público como una descalificación de la paridad, los derechos sociales o el compromiso ecológico.  Se alega que proliferan las dudas sobre determinados vacíos e imprecisiones de la nueva constitución, para lo cual se despliega un mecanismo de desinformación sistemática que se empeña en no realizar ningún ejercicio de pedagogía cívica en que se explique a la gente todo lo que implica un proceso constituyente. Se oculta que toda constitución es un marco normativo general que una vez aprobado requiere de una serie de leyes de implementación que deben ser aprobadas en sede parlamentaria.       

Por el contrario, la gran operación del engaño insiste, por ejemplo, en que el texto ha dejado liberada la justicia a una pluralidad radical en que cada pueblo indígena podrá establecer su propia ley, cuando sabemos que todavía está pendiente el ordenamiento legislativo que deberá materializar el principio jurídico de reconocimiento de los pueblos y las naciones indígenas preexistentes. Pero lo importante, para estos estrategas del engaño, consiste en confundir y presentar la nueva constitución como un documento que cierra e imposibilita las disputas y los debates democráticos que el parlamento, en realidad, deberá necesariamente sostener.

En este contexto se afirma que la nueva constitución resulta ser tan partisana como la constitución de 1980, obviando por completo que la primera deriva del trabajo de una convención elegida democráticamente y que la segunda es la expresión de una voluntad dictatorial.  Un argumento que no lo esgrime cualquier afiebrado político de extrema derecha, sino representantes conspicuos de la antigua concertación como los ex-presidentes Eduardo Frei y Ricardo Lagos, los cuales parecen ver en el referéndum de septiembre una opción para restaurar el oprobioso consenso político de la transición, el mismo que amparó la neoliberalización radical y patológica de la sociedad chilena. Solo así se puede comprender que estén dispuestos a regresar al mismo escenario de las últimas tres décadas en donde toda pequeña reforma del marco institucional dependía del derecho a veto de los sectores conservadores. Porque en realidad eso y nada más trae consigo la opción rechazo: un retorno a ese Chile del pasado en donde el empresariado ovacionaba a Lagos en CasaPiedra y «los demócratas sensatos»  pactaban con los poderes económicos. En pocas palabras, rechazar no es otra cosa más que restaurar.

No es importante para los Frei y los Lagos que la gente les haya dicho varias veces que rechazaban su constitución, esa que se dedicaron a maquillar y asegurar con igual celo, ni tampoco les resulta relevante que la ciudadanía dijera que no quería al parlamento como redactor de la nueva constitución. Este es su verdadero concepto de democracia, si alguien todavía lo dudaba. Oír al pueblo cuando dice lo que ellos quieren que diga. Nada más. Es esta elite restauradora la que ahora denuncia, en la cima del cinismo, que se estaría forjando una clase indígena privilegiada como consecuencia del nuevo texto constitucional. Los mismos que reforzaron el modelo excluyente y se beneficiaron de él, hablan de los privilegios que obtendría una minoría Mapuche, Aymara o Rapanui. De esta forma caen muchas caretas y podemos recocer el sello colonialista, clasista y racista que se encuentra profundamente enraizado en el alma de la verdadera elite chilena de siempre. Esa que no puede soportar que el poder político proceda de las poblaciones, que un Chile diferente se construya desde la imaginación de la sociedad civil organizada más abajo de Plaza Baquedano (actual Plaza Dignidad), que los protagonistas del futuro tengan la piel oscura y hayan estudiado en algún Liceo con número.

Es esta elite restauradora la que se queja de los candados y cerrojos que incluiría la propuesta de nueva constitución y que impedirían cualquier modificación el día de mañana. Los mismos que bloquearon durante treinta años la búsqueda de una nueva carta magna, los mismos que vivieron del cuento de las pequeñas reformitas en la medida de lo posible. Aquellos que finalmente se han convertido en una misma maquinaria productora de engaños, aquellos que hoy en día despliegan su última escaramuza: rechazar el cambio constitucional porque este texto no reflejaría –según dicen- los amplios consensos nacionales que serían necesarios. Porque solamente gente como Lagos, iluminada por algún misterioso Dios republicano, saben lo que la mayoría del país quiere y lo saben mucho mejor que el propio Chile que ha dicho tres veces que no quiere continuar viviendo dentro del marco institucional de la constitución del 80.

De acuerdo a «los restauradores», la convención habría fracasado al no ser capaz de ofrecer al país una constitución que sea la «casa de todos», un mito que pretende imponer la idea de que una sociedad se construye sobre la lógica de que todos tenemos que pensar lo mismo, cuando más bien deberíamos aspirar a un marco de pluralidad democrático en donde se respeten las diferencias y convivan los antagonismos. Esto precisamente es lo que se viene vulnerando en Chile desde 1973 y lo que vuelve a transgredir la mera existencia de la opción rechazo. La «casa de todos» ardió hace mucho tiempo, ocurrió en septiembre y dicha casa no se ha restaurado hasta la fecha porque muchos se han empeñado en arrojar al sótano todo aquello que les incomodaba. Así han vivido en la primera planta, contentos y despreocupados, felices porque se inventaron un país exitoso para los mercados internacionales. Mientras tanto los ruidos ominosos no cesaron de provenir de los subsuelos de la geografía nacional. Nuestra «casa de todos» se parece más bien a ese siniestro lugar que Lemebel describe en una crónica extraordinaria titulada «Las orquídeas negras de Mariana Callejas». Esa «inocente casita de doble filo donde literatura y tortura se coagularon en la misma gota de tinta y yodo, en una amarga memoria festiva que asfixiaba las vocales del dolor». Si hubiese tenido la oportunidad de dirigirme a los y las convencionales, les habría compartido mi sueño de incluir esta crónica en los anexos del nuevo texto constitucional. Quizás así Chile podría volar cuando está irremediablemente hundido.

18 de julio de 2022


Imagen de Portada: Pablo Zamorano @Locopek

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