Intervención pronunciada el día 6 de noviembre de 2021 en la actividad “Cabildos Filosóficos” organizada por estudiantes de postgrado de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile.
Uno
En su Historia de la locura en la época clásica, en su primer prólogo, Michel Foucault nos invita a encontrar el momento anterior a la separación entre la razón soberana y la sin razón, anterior a ese desvío que separará dos cosas exteriores e incomunicables, “muertas la una para la otra” (1967a: 7). Pretende así remontarse a aquel tiempo donde razón y sin razón a través de un lenguaje rudo e imperfecto, previo al que fijará después el confinamiento y la ciencia, parecían más o menos implicadas.
Como un modo de acceder a este desafío (Foucault se distanciará muy pronto de las premisas contenidas en este modo de poner las cosas)1Sobre las observaciones que se han hecho al texto de marras y, en particular, sobre las dificultades de Foucault en resolver el dilema entre una visión histórica y otra que le concede a la locura una cierta sustancia o naturaleza psíquica que permitiría su pervivencia en autores como Vincent van Gogh o Antonin Artaud, consultar Mathieu Potte-Bonneville (2007)., el autor recurre a una muy sugerente estampa renacentista. Se trata de “La nave de los locos” de El Bosco: “extraño barco ebrio” (1967b: 21), sin rumbo conocido, oscura y amenazante manifestación cósmica o simbólica, expresión de una cierta sabiduría que todavía dice y comunica: tragedia, crisis moral, fin de mundo. A poco andar, sin embargo, y sobre la base de un diálogo que nunca más se va a reponer o de una brecha insalvable entre la razón y la sin razón, así como de un olvido o una relectura que apacigua los componentes trágicos, se formará – según Foucault – una nueva estructura o “experiencia” “que es la nuestra, la cual confina a la locura dentro del ámbito de la enfermedad mental” (1967ª: 10).
Detengámonos brevemente en aspectos de esta nueva “experiencia”, ya que en ella he creído encontrar algunas luces respecto de lo que me interesa más propiamente en esta exposición2En Historia de la locura se dan los primeros balbuceos del concepto de “experiencia”, seguramente tributario de Georges Dumézil. Una precisión mayor de este concepto se podrá apreciar más adelante cuando Foucault lo entienda como “la correlación, dentro de una cultura, entre campos del saber, tipos de normatividad y formas de subjetividad” (1990: 8).. Se trata desde el siglo XVII en adelante de una nueva “superficie cultural bastante extensa”, de “todo un conjunto de instituciones” (1967b: 79), de unos extraños nuevos poderes que irán primeramente desde el confinamiento administrativo e indiferenciado, que incluirá sujetos muy diversos (blasfemos, disipadores, alquimistas, ociosos, etc.) hasta, en un momento posterior, la aparición del hospital moderno y de una idea específicamente médica sobre la locura. En esta nueva superficie las figuras trágicas de la sin razón se disiparán, dejarán de acechar, ya no tendrán el aura de otros tiempos, ya no serán portadoras de ningún enigma, y ella será capturada por las operaciones clasificatorias de la razón: ya no será más barca sino hospital, dirá Foucault (1967b: 72).
Una primera cuestión que llama la atención del planteamiento es que esta nueva superficie cultural no es el resultado ni de una evolución ni de un progreso en la comprensión de la locura. Su reducción al silencio es más bien fruto de “un extraño golpe de fuerza” (1967b: 75). Tiene la envergadura de un “acontecimiento” entendido este no como un “hecho” aislado sino como la emergencia de una nueva, singular y contingente red histórica y social, no predeterminada, que reubica la locura. Si me permiten la digresión o esta brusca extrapolación, en el caso de Chile el “acontecimiento” no sería el llamado “estallido” de octubre del 2019, por importante que haya sido como signo o precipitante, sino antes bien la nueva superficie o trama social, política y subjetiva que desde allí se formó prolongándose hasta hoy.
Dos
Rotemos ahora la dirección del presente examen. Dejemos ahora en suspenso el tema de la locura e intentemos ver, más allá de este específico tópico, algunos elementos del método de análisis que Foucault practica y que nos pueden servir de base para hacer algunos alcances a los procesos de significación y a su relación con la subjetividad y la política.
Si más arriba destacamos el carácter “acontecimental” de la nueva superficie cultural que se ve aparecer desde el siglo XVII, ahora quisiera destacar su “trama” o “tejido”, el juego de sus prácticas, discursos y sensibilidades, también sus “límites” o “umbrales”. ¿No parece lógico aceptar que en el seno mismo de esta “experiencia” histórica se estructuran o refuerzan unas condiciones de significación, unos regímenes de “enunciación” y de “visibilidad” diría Gilles Deleuze (1990), unas determinadas formas de legitimar lo que se estima verdadero, unos acuerdos tácitos como también unos estigmas y unos infranqueables?
Pero no avancemos tan rápido, puesto que falta por aclarar todavía en qué sentido esta nueva “superficie cultural” configura una “experiencia” en Foucault, para enseguida preguntarnos más directamente sobre la cuestión de la significación y su relación con la subjetividad y la política.
El concepto de “experiencia” no es ciertamente extraño para Foucault, sus aristas no son pocas, y no es esta la ocasión para intentar un abordaje algo más amplio. Ciñiéndome solo a su Historia de la locura, lo primero que se podría decir es que se trata de una composición histórica, un diseño, una “unidad compleja” dirá Foucault (1967b: 90), que no tiene que ver ni con la sabiduría, ni con una suerte de guía, ni con la experimentación, como tampoco apela únicamente a las transformaciones de la subjetividad (Revel, 2002: 32 y 33). No busca tampoco, como se ha hecho más o menos usual desde Walter Benjamin en adelante, tematizar ninguna pobreza o crisis de la misma en el mundo moderno (Jay, 2009: 16). Mantendría sí una deuda importante, como ya se ha insinuado, con el concepto de “experiencia estructurada” de Georges Dumézil (cfr. Eribon, 1994; Abeijón, 2019).
Sin menoscabo de las críticas que se podrían formular a este concepto (poco categorizado y con cierto perfume estructuralista), y sacrificando una aproximación sugerente que destaca su identificación con una determinada “sensibilidad o percepción social epocal” (Abeijón, 2019: 166), he preferido remitirme a una fenomenología o descripción que haga justicia a esa superficie cultural extensa que interesa a Foucault en el texto de marras. Lo que se constata en esta dirección es la presencia de registros diversos, aunque conectados o no meramente contiguos: el histórico y el contextual, el discursivo y las transformaciones de la teoría médica, las representaciones y la doxa, las valorizaciones y la percepción social, los cambios en la figuración de los sujetos y la locura, las medidas administrativas y la jurisdicción, los imperativos de los Estados o del orden burgués o el modo como lo político deviene en “policía” en el sentido amplio que después retomará Jacques Rancière. Esta composición instala igualmente su propio umbral o límite: la locura, ahora propiedad de la razón, recluida, ya no será más “aquella libertad imaginaria que la hacía desarrollarse todavía en los cielos del Renacimiento” (1967b: 125).
Si nos dejamos llevar al menos parcialmente por las elaboraciones o sistematizaciones “arqueológicas” que Foucault emprenderá poco después de la publicación de su Historia de la locura, se podría decir – adelantando las cosas – que, en la búsqueda de un horizonte de significación de lo descrito, este no se encontraría principalmente en las distancias o solemnidades de los “grandes relatos” o “representaciones” sino antes bien en una cierta pragmática o exterioridad del conjunto, y que define en la propia manifestación y disposición de sus elementos, y no como mero contexto, unos determinados poderes de inscripción y exclusión, que se incrustan en la vida cotidiana, a ras de piso, deviniendo así en sentido común (cfr. Arancibia, 2006).
Este horizonte de significación no quisiera entenderlo entonces – continúo en esta lectura – como una suerte de background o “subtexto” capaz de articular o reinar desde las sombras, y que convocaría a un trabajo de tipo “hermenéutico”, ya que el nivel en el cual los tópicos descritos se moverían es más bien “exterior” o “prosopográfico”, no sustantivo y ciertamente histórico, y son por lo tanto sus propios componentes, positividades o facticidades diversas, así como sus propios enlaces o formas de repartición, los que dan cuerpo o singularizan la “experiencia”. Como habría agregado Michel Onfray, estas superficies o planos tienen mayor afinidad con las operaciones del geógrafo que con las del geólogo, más habituado este último a las perforaciones (2007: 26).
Tres
Diría que una de las primeras tareas de una política transformadora, disruptiva por lo tanto, tiene que ver hoy con la superación de un tipo de “experiencia” marcada por la hegemonía neoliberal y que se tiende a identificar con la sociedad misma, impugnando su universalidad y su necesidad. La perspectiva genealógica nietzscheana-foucaulteana puede ser de mucha utilidad en la crítica a este pretendido universalismo, mostrando, además, su acta de nacimiento: la “violencia fundadora” del neoliberalismo y la contrarrevolución que lo sostiene. Es lo que nos recuerda Maurizio Lazzarato (2020). Lo que se dio en las dictaduras latinoamericanas no se reduce tan solo a la instalación de un “modelo” ya que este es sobre todo – dice- la expresión del triunfo histórico, prolongado y violento sobre las clases subalternas.
Una política crítica, no reductible a un prurito “ilustrado”, me costaría entenderla, sin embargo, disociada de un “cuerpo social” energetizado, de las irrupciones de unas subjetividades activadas y de unas intencionalidades estratégicas particularmente pendientes de las grietas que ya ha comenzado a exhibir la “experiencia” que nos habita, las fallas que muestra su terreno, para ver en qué orden, en qué tiempos y con qué grado de profundidad es permitido remover las placas o segregaciones más difíciles de soportar3Pudiera generar equívocos el carácter “estructurado” (sistemático, coherente, funcional) de la “experiencia” que interesó a Foucault en esta primera etapa de su obra. Buscando salir de este equívoco me interesa resaltar las grietas, disfuncionalidades y conflictos que se dan en un tipo de “experiencia” marcada hoy por la hegemonía “neoliberal”.. En esta apuesta la guía de una sociedad democrática, plural, diversa, conflictiva, nunca realizada completamente, que recupere las soberanías arrebatadas, me parece esencial, tanto como los ensayos, verificaciones y correcciones que esas diversas subjetividades activadas – nunca definitivas ni plenamente armoniosas – realicen en esta dirección.
Si aceptamos, con Foucault, que “todo es politizable, todo puede convertirse en política”, pero no por la naturaleza de las cosas o porque el Estado directa o indirectamente puede manifestarse siempre (2014: 451), ¿como no enfrentar, mitigar o desplazar unas “condiciones de significación” inscritas precisamente en los modos como se han manifestado y dispuesto las cosas en esa superficie o “experiencia” ampliada a la que aludía más arriba? ¿puede una política transformadora, entendida en el marco de la interacción y sobre todo de la interrupción, asociada siempre a sujetos sociales activos y no “contados” (Rancière), prescindir del esfuerzo por contribuir a moldear de otro modo las “experiencias”, pasando por alto los tejidos y prácticas donde se construyen las interpretaciones, las formas de lo real y las subjetividades, denegando el agudo conflicto que se da precisamente en el ámbito de las significaciones mismas?
Una política disruptiva con perspectiva estratégica no divorciada ni de la cuestión de la “subjetividad”, ni de la capacidad de establecer nuevas “significaciones” ni de un campo muy activo de interacciones, tomará su figura en el marco precisamente de una tensa correlación o pugna con uno o más aspectos, facticidades o relatos, de aquella composición histórica, aquel diseño o “unidad compleja” que define Foucault en su Historia de la locura y que aquí hemos identificado con el neoliberalismo. Podrá entonces vincularse y especificar sus intervenciones en vínculo con una serie amplia de prácticas de “gobierno” o de dirección de las conductas dirá Foucault más adelante en su curso Seguridad, territorio, población (1978): todo un campo de respuestas, de “acción sobre las acciones de los otros”, de prácticas de la libertad o de “posibles invenciones”, no referidos únicamente a las luchas más clásicas contra las formas de explotación sino también contra las múltiples formas de dominación y sujeción (1994, 2001 y 2014 y Botticelli, 2016). En rigor, este campo diverso de respuestas no es en Foucault un añadido más a la política, es más bien aquello que la define más propiamente, tiene que ver con la “indocilidad reflexiva” (2007: 11)4Me parece importante no pasar por alto el segundo de los componentes de la expresión foucaulteana: el carácter “reflexivo” de la “indocilidad”. No solo hace justicia a la importancia que concedió Foucault a la Ilustración como referente obligado de la crítica sino también al modo como se debía enfrentar, con “buenas razones” dirá, el gobierno de sí y de los otros. Este componente se aparta del criterio de autoridad y favorece la autonomía de los sujetos o la superación kantiana de la “minoría de edad” (cfr. Foucault, 2007)., la intransigencia libertaria o, más directamente, con la resistencia o el reclamo “de no ser gobernado de esa forma”, a ese precio, “por ellos” y para “estos” fines (cfr. 2007).
Una política así entendida, que no respeta límites, que se cuela por las rendijas de lo social (como no habría deseado Hannah Arendt) y de la esfera privada, que reabre el tema de la subjetividad, que busca remover las “condiciones de significación” y que tiene como base “la impaciencia de la libertad” (Foucault, 2007: 97), poco tiene que ver o se distancia de aquella aproximación identificada con el curso “natural” de las cosas, que imagina la política como una más de las distintas esferas de racionalidad o de valor que “libera” la modernidad, y cuyo proceso de autonomización y desacralización la desprende de esa “razón sustantiva” o integradora señalada por Max Weber. Si la política en la acepción que busco defender no queda reducida a un dominio o racionalidad específica, como se ve en El político y el científico de Weber, puede entonces recuperar sus estrechos vínculos con los procesos de resignificación y de resubjetivación en el marco de esa “superficie cultural extensa” o experiencia ampliada que interesó al autor de Historia de la locura.
Se ha dicho que Historia de la locura es “un observatorio precioso” en la obra de Foucault para comprender las relaciones “entre el examen inmanente de las normas sociales y la asignación de sus límites” (Potte-Bonneville: 23). Me atrevería agregar que la idea de “experiencia” de este primer Foucault permite, paradójicamente en sus propias imperfecciones, servir de base o de pretexto para proponer ciertos alcances en los campos de la significación, de la subjetividad y de la política.
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Carlos Ossandón Buljevic es Profesor Titular de la Universidad de Chile.
Imagen de portada: El Bosco, La nave de los locos