“Creo indispensable interrogarse si toda solidaridad está fatalmente condenada a ser un acontecimiento efímero en tiempos de crisis, o si es posible construir estructuralmente modos de solidaridad irreversibles (no disciplinarios), más deseables, más potentes y, por último, más felices que la serialización individualista” (Miguel Benasayag, 2012).
Es curioso cómo una época que se piensa tan posmoderna, tan más allá de la última palabra de la Verdad, tan sumergida en la complejidad, salta como vampira encima de las intervenciones de todxs lxs filósofxs deseando extraer de allí un punto final. Cada nota que aparece es una nueva oportunidad de encontrar ahí la respuesta a esa angustia que se desató desde el primer día de cuarentena. Pero qué curioso es que, como lectorxs, el espanto que vivimos nos inyecte tan rápidamente el deseo de revivir la idea moderna de vanguardia: ¡debe haber una última palabra en algún lado, que digan dónde!
La figura del vampiro es uno de los modos en que la modernidad pensó el horror1LUCENDO LACAL, Santiago, El vampiro como imagen-reflejo. Estereotipo del horror en la modernidad, Universidad Complutense, Madrid, 2008.. Entre otras cosas, es quien vive una vida eterna a cuesta de la muerte de otrxs. El pensamiento moderno dice que no hay lugar para todxs, y que más vale ubicar rápidamente el enemigo público para cerrar fronteras y proteger la comunidad. Roberto Espósito piensa esto como uno de los problemas fundamentales de la política en los siglos pasados y hoy: “las persecuciones raciales se basaron desde siempre en el presupuesto de que la muerte de unos refuerza la vida de otros”2ESPOSITO, Roberto, Bíos. Biopolítica y filosofía, Amorrortu, Buenos Aires, 2004 [2001], p.11.. Aunque alarme, no es fácil expulsar de nuestros hábitos del pensamiento esta idea. Tampoco alcanza con decir que es injusta pero cierta, que es así a nuestro pesar, en medio de una competencia expulsiva y salvaje del capital. Allí está en juego qué es lo que pensamos como nuestra propia vida: hasta dónde llega, qué nos afecta, de dónde proviene lo que somos. Si lo que tenemos para oponer a este modo de pensar es la idea de que podríamos ayudarnos mutuamente apenas cambiamos el problema. Si solamente podemos pensarnos como vampiros que obtienen su fuerza de la succión de lxs otrxs, no habrá nadie que no sea siempre unx posible enemigx. Es un incendio.
“La vida privada: ser uno mismo en medio de los otros, en la alcoba, asomándose a la ventana, con sus propios bienes, su bolsa, con sus propias faltas, reconocidas, perdonadas, con sus propios sueños, sus iluminaciones y su secreto”: no es una descripción poética de nuestra vida en la cuarentena –asomándonos hacia el afuera con nuestra pequeña persona– es una imagen sumamente precisa con la que el historiador Georges Duby describe el individuo como forma social emergente entre los siglos X y XIII3DUBY, Georges, “Situación de la soledad, siglos XI-XIII” en Duby, G. (dir.) Historia de la vida privada. Tomo 2. De la Europa feudal al Renacimiento, Santillana, Madrid, 2001 [1985], p.551.. No siempre se pensó que la vida era eso. Tampoco es el inicio del egoísmo, sino de una manera de vivir que no existía: un pequeño dinero destinado para el uso propio, el aumento de las autobiografías, de la escritura privada, largos paseos solitarios, incluso el propio hábito de pasar tiempo con “unx mismx”. En el año 1215 se hace obligatoria la confesión privada para todo el cristianismo, la cual funciona como “una invitación a la introspección, a la exploración de la propia consciencia, ya que el pecado no parece que resida en el acto mismo sino en la intención”4Ibídem, p.550. Pensar nuestras vidas como individuales, que se oponen a otrxs que son también individuos, es algo que tiene un comienzo (por lo tanto, diría Foucault, también un posible final).
La lectura es una de las tantas cosas que se modificaron con la aparición de la vida individual. Es en esta época que se difunde el pasaje “de la lectura en grupo en alta voz (…) a una lectura personal en voz baja”5Ibídem, p.548.. La letra escrita era una suerte de marca de una voz: para saber qué decía había que reproducirla en voz alta. Cuesta imaginar que no va de suyo que la lectura sea algo que se realiza en soledad, frente a frente con un libro, que supuso un proceso. Agustín de Hipona (siglo IV) contaba con sorpresa el momento en que descubrió que el obispo Ambrosio leía en silencio6MAGNAVACCA, Silvia, “Estudio preliminar” en Agustín de Hipona Confesiones, Losada, Buenos Aires, 2005, p.8.. Es una gran transformación en la filosofía: las ideas se construyen ahora más en este extraño lugar interior de cada quién y menos en el diálogo. Se había inventado la lectura en soledad silenciosa. Y, además, el momento en que este pasaje se produce de modo masivo (desde luego, entre quienes podían aprender a leer) coincide aproximadamente con el surgimiento de las universidades modernas tal y como las conocemos hoy. Leer en silencio e ir a una universidad es algo que no siempre fue así: las maneras en que leemos son también parte de las maneras en las que entendemos lo que es la vida.
Tampoco el estudio a partir de la lectura de ideas es algo que exista desde siempre. Los modos trillados de hablar del nacimiento del pensamiento filosófico dicen que su origen es el asombro por el mundo; otros, que nace de los problemas, de la necesidad de lidiar con las situaciones en las que vivimos a través de conceptos. Sea como fuere, en algún momento el pensamiento se dedicó a hablar del mundo, a decir qué eran las cosas: la academia de Platón, por ejemplo, fue una gran reunión de ese inmenso esfuerzo. Siglos después, sin su presencia, las escuelas comienzan menos a debatir el mundo y más a “explicar los textos de las autoridades”7HADOT, Pierre, “Las escuelas filosóficas en la época imperial” en ¿Qué es la filosofía antigua? FCE, México, 1998 [1995], p.165.. En vez de hablar de las cosas y del mundo, comenzamos a hablar de lo que Platón o Aristóteles habían dicho sobre el mundo: “la pregunta ¿es eterno el mundo? es sustituida por la pregunta exegética ¿puede admitirse que Platón considere eterno el mundo?”8Ibídem, p.168.. Arrancamos: unos siglos después Agustín se asombra por la lectura silenciosa, este modo se difunde y otro tanto de siglos más dan nacimiento a la universidad moderna. No se trata de que en estos momentos se haya ganado o perdido nada, sino de recordarnos que nuestros hábitos tienen una historia.
Diego Tatián, en un escrito que piensa la democracia y la universidad, apunta que el estudio como forma de vida llama “a leer, hablar, escribir, ver, escuchar, interpretar, intervenir, dejarse afectar por las ideas, afectar con ellas, hacer algo consigo mismo, hacer algo con otros”9TATIÁN, Diego, “Apuntes sobre la vida de los estudiantes y el estudio como forma de vida” en Lo interrumpido. Escritos sobre filosofía y democracia, Las Cuarenta, Buenos Aires, 2017, p.90.. No siempre la universidad logra ser el espacio para ello y no pocas veces apaga ese deseo cuando lo encuentra, adormeciéndolo con burocracia y repeticiones. Hoy, en el encierro, casi todos estos puntos parecen estar afectados: sentimos que cambian –otra vez– las maneras de leer. En apenas más de un mes existe un texto digital que compila reflexiones sobre el presente de personas que en muchos casos nunca se vieron la cara. Es una catarata. Quienes tenemos la suerte de dedicar tiempo a la lectura, lo hacemos confinadxs al espacio privado de nuestras casas, asomándonos por esa ventana del siglo XIII que describe Duby. Leemos en silencio, a nuestros adentros, cultivando una vida interior en la que podemos navegar horas infinitas. Leemos lo que las autoridades del pensamiento dicen sobre lo que sucede: ¿puede admitirse o no que se trata de una crisis del capitalismo según los argumentos de Žižek y Byung-Chul Han? Justifique. Leemos en soledad o en la precariedad de una compañía virtual, porque al menos hasta ahora no podemos asistir a la universidad. Afuera, el mundo se incendia. Quizás, en algún tiempo, haber conocido la transparencia y la asepsia de no reunirnos para leer nos haga molestarnos con el transporte y nos guste más quedarnos en nuestras casas que ir a una universidad. Quizás lleguemos a preferir no ver el sol y que la lectura sea siempre vampira. Leer puede sufrir infinitas mutaciones, como ya lo ha hecho, pero siempre podemos preguntarnos en nombre de qué vida leemos.
El problema es que de verdad nos creamos que somos vampiros, porque los vampiros no existen. Claro que existe eso que llamamos nuestra propia vida y que podemos encerrarnos en la soledad de nosotrxs mismxs, pero no hay colmillo que pueda drenar la fortaleza propia de la muerte ajena. Conocemos muy bien la crueldad de la individualidad que nos dice que deberíamos estar bien en soledad, ser fuertes por nuestros propios medios, que nos repite que cualquier tipo de dependencia en nuestros lazos es signo de debilidad. La misma que nos hace pensar que los agrotóxicos no matan hasta que tocan mi propio cuerpo, que el cáncer no mata hasta que anida mi cuerpo. Es la advertencia que nos hace Esposito: podemos, pero sepamos que es una idea de vida que está concretamente acabando con la vida. Nuestra vida, por fortuna, no está solamente en nuestras manos de modo individual, sino puesta en juego en la vida en común. La vulnerabilidad es un hecho, y exponerse es a la vez un riesgo y una necesidad de la vida. El verdadero vampiro no es quien se hace fuerte con la muerte ajena, sino quien oculta su vulnerabilidad –la universal vulnerabilidad– con la muerte ajena, con los privilegios que hacen que pueda evitar exponerse. Vampiro es quien usa chalecos humanos y llama a eso “la vida”. Por fortuna, también, la vida es más extensa que las formas históricas que adopta: hacer que la observación de Esposito sea tan distante que resulte incomprensible es urgente.
No es seguro que no vernos nos haga estar más lejos, las cercanías pueden –por un tiempo– inventarse. Pero sí es seguro que, sin un pensamiento que se sepa tejido por esos lazos que lo constituyen, otro significado para vida no puede emerger. No es obvio, para nada, cómo leer hoy. Ojalá aprovechemos la oportunidad para no dejar jamás que las ideas que se sostienen en las distintas universidades públicas tengan ese olor a encierro y alcohol en gel al que le da lo mismo lo que está en juego en el momento social que vivimos. Porque cuando el momento nos salta a la cara se vuelve una urgencia pensar, hoy lo sentimos con claridad. Que la comodidad de las aulas no nos haga olvidar mañana que en un espacio público podemos repudiar toda lectura que, en nombre de la repetición del Saber de siempre, no se deje interpelar por las urgencias del presente. Si no, ¿para qué queremos ese espacio público de encuentro y lectura que hoy, durante el espanto, sentimos tan necesario? Ojalá después del horror que estamos viviendo la idea de una universidad que no piensa se vuelva insoportable.
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