El mecanismo es tristemente familiar: cada crisis designa a sus culpables. Para los soberanistas, esta pandemia debe ser atribuida a una mundialización sin límites y a la desregulación de los cruces fronterizos. Para los anticomunistas, es la negligencia de un gobierno chino que prefiere ver morir a sus ciudadanos antes que asumir sus errores iniciales. Finalmente, para los teóricos de la conspiración, es un arma química estadounidense sobre la cual los servicios secretos han perdido el control. Mientras que los colapsólogos festejan, luego de habernos advertido durante años de una inminente implosión del planeta, otros aún la ven como un presagio, profano o divino, de todos los errores recientes de la humanidad, desde la hipermovilidad al consumo excesivo. En el siglo XXI, una pandemia viral está reemplazando a las diez plagas de Egipto, una especie de castigo general que tiene por objetivo producir una reacción colectiva, y ya podemos escuchar todas estas profecías autoproclamadas que nos explican qué tendremos que cambiar en el famoso “después” de nuestra resurrección colectiva.
El verdadero sentido de la crisis
Lo que impacta en este abanico de reacciones es el tono de certeza que acompaña su veredicto. Esto es incluso más sorprendente cuando uno lee las explicaciones presentadas por algunos intelectuales destacados. Muchos de ellos parecen estar poco conmocionados por lo que nos sucede, mientras se muestran muy ansiosos por explicarnos que todo lo que han estado diciendo durante años ha demostrado ser correcto. Nos sorprendemos envidiando su confianza y nos gustaría tener sus mismas certezas. De hecho, todo sería más simple si se pudiera culpar la falta al coronavirus del capitalismo financiero o de los regímenes biopolíticos, cualesquiera que sean.
En momentos de vergüenza por pertenecer a la especie humana, uno casi puede atraparse soñando con una venganza masoquista del planeta Tierra, como si Gaia finalmente hiciera pagar al Homo sapiens por todo lo que le ha infligido durante siglos. De hecho, ¿el mundo no se parece extrañamente a esos escenarios postapocalípticos con los cuales Hollywood nos ha alimentado, con metrópolis de aspectos espectrales y con arterias urbanas despobladas? En un movimiento inverso, como en el antiguo documental de Disney, The Living Nature, la naturaleza empieza a recuperar ventaja, pareciendo recolonizar los territorios que quedaron desocupados debido al encierro. Las ballenas se aventuran en los puertos de Marsella. En Chile, los pumas descienden de la cordillera para alimentarse en el centro de la capital, mientras que en Venecia, en ausencia de cruceros, las aguas de la laguna terminan por volverse cristalinas nuevamente. El verdadero sentido de la crisis del coronavirus sería ese, su mensaje ecológico, una urgente misiva arrojada por la Madre Naturaleza, a todos quienes no quisieron prestar oídos a las campanas de alarma que sonaron repetidamente, desde André Gorz hasta Greta Thunberg.
Qué simple sería todo si se pudiera proporcionar una explicación fácil y convincente para esta crisis, una explicación que ganara nuestra adhesión inmediata, aunque solo fuera para poder arrepentirnos, solos o a escala planetaria. No es de extrañar, entonces, que la máquina etiológica gire a toda velocidad: las grandes crisis son ante todo pruebas de sentido, y en ausencia de visibilidad, es más simple refugiarse en relatos reconfortantes, incluso cuando no tienen absolutamente nada para darnos seguridad. Por lo demás, las oportunidades para sacar partido de esta crisis no faltan, y algunos sacan provecho para posicionarse como visionarios que, frente a la debacle ambiental, habrían tenido éxito. Un dirigente populista, como el caso de Jair Bolsonaro en Brasil, escapó milagrosamente justo en donde el virus golpeó todo su entorno, y quiso ver en ello un signo celestial de su elección divina. No dudamos que otros jefes de Estado con acentos mesiánicos, sea en Estados Unidos, en Hungría o en Filipinas, pronto podrían seguir el ejemplo.
¿Y si frente a esta huida explicativa, a estas interpretaciones fáciles apenas parcheadas para la ocasión, admitimos que este acontecimiento socava nuestras certezas, y que nos impide recurrir a nuestras muletillas habituales, a riesgo de no reconocer hasta qué punto se trata de un acontecimiento que incide profundamente en nuestras vidas? ¿Y si consideramos, aunque solo sea por un momento, la naturaleza propiamente “insensata” de lo que nos está sucediendo? Ciertamente, podemos reprochar a quienes les fue confiada esta responsabilidad por no haber hecho suficiente para protegernos, y sobre todo, a los más vulnerables de entre nosotros, y llegado el momento, será necesario sacar cuentas. Pero eso no resta valor al hecho de que la pandemia mundial del coronavirus está desprovista de todo sentido y que su brote no fue necesario ni lineal. Un virus no tiene más intencionalidad que una placa tectónica, cuando esta provoca las olas de un tsunami a medida que se desplaza. Tampoco hay necesidad de invocar la creatividad de la vida: los virus no son bacterias. No clasificados en ningún reino zoológico, los virus, hasta nuevo aviso, no son parte de lo viviente y, por lo tanto, sería un error confundir virulencia con vitalidad.
¿Por qué no vimos venir nada? ¿Por qué los gobiernos occidentales han dado hasta ahora pruebas de tan poca previsión? ¿La crisis actual de Covid-19 no fue anunciada por la crisis del SARS (2002) o la crisis del MERS (2012)? Nos cuesta aceptarlo, especialmente porque ha cobrado tantas vidas en su camino, pero el coronavirus es el resultado de una contingencia. Su brote fue posible, siempre lo fue, y algunos incluso podrán algún día calcular la probabilidad de que ocurriera. Sin embargo, una posibilidad no es una conclusión lógica. Como dijo Aristóteles, la contingencia es cuando varias cosas coinciden incidentalmente y, por lo tanto, parecen ser contiguas, sin que haya la menor necesidad de ello. Los mercados interespecies, focos probables de la epidemia del Covid-19, donde se codean las jaulas de pangolines, murciélagos y serpientes, son la mejor ilustración de esta contigüidad sin razón, organizada de acuerdo con la misma taxonomía absurda que la famosa enciclopedia china imaginada por Borges.
Exponerse a lo imprevisto
Uno de los mayores riesgos que enfrentamos hoy es que un nuevo discurso de necesidad se impondrá a largo plazo. Uno que se enfoca en el significado y en las causas profundas del virus, pero también en las respuestas simplistas que éste exigiría (el famoso «sólo tenemos que …»). Aquí es donde residen los efectos liberticidas más perniciosos, porque instalan permanentemente la sensación de que el camino se encuentra totalmente trazado, en una dirección o en otra. Remedios y recetas que, necesarios e inevitables, no admitirían ninguna contradicción.
Puede tener sentido, durante un tiempo, adoptar colectivamente ciertas actitudes, porque no se puede hacer otra cosa. Pero ya estamos experimentando cotidianamente mutaciones profundas que esta contingencia, el Covid-19, está imprimiendo en nuestras vidas. A la distancia física impuesta, respondemos con tecnologías de telepresencia; a la socialidad suspendida, respondemos con dispositivos virtuales de colaboración. No es necesario denunciar estos artificios, porque efectivamente abren un considerable campo de posibilidades. Muchas prácticas ya se han visto transformadas, y es una apuesta segura que estas perdurarán, más allá del confinamiento. Pero al confiar a los algoritmos la gestión de vidas, también surgen riesgos importantes.
En profesiones con un fuerte componente humano, la transferencia a formas desmaterializadas mantiene la ilusión de una disponibilidad permanente y de una atención diez veces mayor, cuando a menudo sucede lo contrario. Actualmente, algunos establecimientos de salud se preguntan por la posibilidad de hacer citas médicas por videoconferencia, con el fin de reducir los costos auxiliares. En nombre de una descongestión de las instituciones, y supuestamente en interés de los pacientes, de hecho estamos avanzando hacia un tratamiento cada vez más distante y abstracto. En el campo de la educación, se están estudiando disposiciones similares. Algunas universidades en el Reino Unido ya están pidiendo a su personal que grabe todas sus clases recurrentes, para poder difundirlas en caso de enfermedad o de ausencia. Por supuesto, tal medida equivale a privar a los maestros de su derecho a huelga, porque cuando un curso presencial puede ser reemplazado en cualquier momento por su equivalente descargable, ¿cuál es el punto de interrumpir su trabajo? Podríamos imaginar fácilmente, entonces, que la parte humana involucrada en actividades como las recepciones de estudiantes será luego transferida a una especie de asistencia remota falsamente individualizada, en el modelo de una línea directa comercial subcontratada.
La experiencia de confinamiento durante el Covid-19 proporciona varias lecciones. No es cierto que una distancia física es necesariamente similar a una distancia humana (por eso el término “distanciamiento social” es totalmente inapropiado): hemos visto cómo esta crisis a menudo ha fortalecido los lazos de solidaridad entre cercanos, unidos por lazos de sangre o vecindad. Pero al pedir a los ciudadanos que suspendan toda actividad «innecesaria», las autoridades han sacado a la luz todo lo que constituía intrínsecamente a las relaciones sociales: los encuentros casuales, los intercambios inesperados, la exposición a lo imprevisto. Al ordenar a los individuos a que se concentren en lo esencial, básicamente estamos regresando a lo que estamos más familiarizados, inmunizándonos contra esa parte de contingencia que es el fermento de toda relación intersubjetiva. La desaparición del espacio público compartido también corresponde a una desaparición de la sorpresa. En tiempos de confinamiento, los algoritmos de la televisión a pedido se transforman en los proveedores de nuestras películas o series favoritas, mientras que los pedidos de comida se entregan en la puerta, sin que se alcance a ver la cara del repartidor.
El discurso de la necesidad reina de forma dominante, donde sea que se mire, y la delegación de la incertidumbre termina por girar a su alrededor. Es cierto que la vida social no ha desaparecido en la era del confinamiento general. Con grandes refuerzos de calendarios que permiten coordinar los aperitivos y cenas virtuales, volvemos a tejer los vínculos. Pero, de nuevo, estos «otros» que encontramos son otros que ya nos eran familiares. A medida que perfeccionamos la planificación de nuestros encuentros, estamos perdiendo la oportunidad de hacerlos realidad. A fuerza de encontrarnos solo con aquellos que ya conocemos (o aquellos prometidos por los sitios de citas, y cuyos perfiles se supone que “coinciden” con los nuestros), uno puede preguntarse qué lugar queda para algo radicalmente diferente. Para esa «frescura inmediata del encuentro» evocada en su momento por Stéphane Mallarmé.
Todos están de acuerdo en que habrá un «antes» y un «después». Pero depende de nosotros decidir qué rostro queremos darle a ese después. Ciertamente, el levantamiento del confinamiento representa ante todo la promesa de un reencuentro con todos estos hábitos que tuvimos que silenciar, y cuya ausencia se siente como un miembro fantasma. El confinamiento nos lleva a buscar escapatorias, pero estas no necesariamente están del lado en el que estamos pensando. Aparecido en diciembre, este virus no tenía nada de necesario; por imperativo que parezca, es, sin embargo, una contingencia. Tengamos cuidado de no sacrificar un valor fundamental de toda la vida democrática: su aleatoriedad, su contingencia. Debido a que los bienes comunes democráticos no se fijan de una vez por todas, sino que carecen de necesidad, deben poder reinventarse de acuerdo con las formas que sus miembros deseen darles. Tengamos cuidado, por lo tanto, en nuestras respuestas inmunológicas generalizadas, de no aislarnos aún más en nuestras certezas, sino aceptar que esta contingencia también puede actuar como una potente brecha en nuestros imaginarios.
Traducción del original en inglés autorizada por Emmanuel Alloa
Imagen:
Fotograma, Stalker, Andréi Tarkovsky, 1979.