“En Chile no ha fracasado la izquierda, ni el socialismo, ni la revolución, ni los trabajadores. En Chile, ha finalizado trágicamente una ilusión reformista de modificar estructuras socioeconómicas y hacer revoluciones con la pasividad y el consentimiento de los afectados: las clases dominantes”.
Miguel Enríquez, 1973.
Condenar el golpe de Estado. Esa es la consigna que sintetiza el relato que La Moneda ha propuesto de cara a la conmemoración de los 50 años desde el trágico desenlace que tuvo el gobierno de la Unidad Popular encabezado por el presidente Salvador Allende. En la condena del golpe se jugarían las credenciales democráticas de los actores políticos contemporáneos, y se gestaría una voluntad colectiva en favor de los derechos humanos.
Sin embargo, el relato nos remite al mismo marco interpretativo de la transición democrática, ignorando de forma deliberada la complicidad de esos gobiernos con el modelo económico que fuera implementado por la dictadura. Tal vez ahí radica lo único novedoso de esta conmemoración: que el gobierno llamado a impulsar transformaciones, tras estallar la crisis de la transición en octubre de 2019, ha terminado por asimilar sus lógicas, hasta pactar con las fuerzas neoliberales.
En esta perspectiva poco importa el clivaje entre dictadura y democracia, cuando la base que es compartida por ambos regímenes sigue siendo la Constitución de 1980. Por eso la discusión aquí es otra, si consideramos que la democracia chilena (liberal representativa) dio luz verde a decenas de masacres contra la clase trabajadora desde los albores del siglo XX, además de las masacres contra el pueblo mapuche como consecuencia del nacimiento de la República.
El problema entonces es la condición oligárquica del Estado chileno, de manera que identificar la democracia con el Estado es perfectamente funcional a la justificación que ha encontrado la derecha para el golpe: la existencia de grupos violentos operando por fuera de la ley que habrían contado con el respaldo del gobierno de Salvador Allende. Es la misma razón que el año pasado utilizó La Moneda para reprimir a las organizaciones mapuche del movimiento autonomista y enviar a prisión a algunos de sus dirigentes.
El golpe es una reacción ante el ascenso del poder popular, experiencia que significó un salto cualitativo de la clase trabajadora en sus grados de organización, coordinación y dirección en ámbitos como transporte, abastecimiento, salud, educación, esto en el contexto de la toma de fábricas y fundos. Esa dimensión del golpe ha sido silenciada tanto por la derecha como por la socialdemocracia de izquierdas, especialmente en su versión neoliberal.
Lo que esta última cuestiona no es el modelo económico sino la manera en que se implementó, derivando en una crítica moral a la dictadura. De hecho, cuando la centroizquierda -desde Aylwin en adelante- profundiza el neoliberalismo en condiciones democráticas, lo hizo recurriendo al paradigma de la hegemonía, logrando gestar así un consenso pragmático en la sociedad chilena. Toda una tradición crítica proveniente de los estudios culturales había empleado las categorías de Antonio Gramsci para analizar la experiencia neoliberal de los países del mundo anglosajón, pero esto puede inducir a graves errores políticos cuando se extrapola a países como Chile de forma mecánica, como ocurre con la influencia del posmarxismo en América Latina.
Tomando en consideración los distintos significados que se le atribuyen al concepto gramsciano de hegemonía, lo predominante ha sido entenderlo como la primacía del consentimiento respecto al rol secundario de la coerción, algo que no coincide con la genealogía del neoliberalismo en países como Chile, donde es la fuerza -el terrorismo de Estado- la que está en la base del consenso cultural, de modo que nada de lo que hicieron los gobiernos democráticos para afianzar el orden neoliberal en términos inmanentes, hubiese sido posible sin el respaldo de la dictadura que se cristalizó en la Constitución de 1980.
Puesto que las constituciones expresan correlaciones de fuerzas, una política para desmantelar el neoliberalismo requiere la construcción de órganos de poder paralelos al Estado y autónomos de su legalidad, así como de definiciones precisas sobre el papel de la violencia en los procesos de transformación social, pues si la genealogía del neoliberalismo chileno nos reconduce al acontecimiento del golpe como reacción al poder popular, es porque en esa institución de facto radica la única potencia capaz de enfrentarse a las fuerzas oligárquicas.
Las críticas a la forma hegemónica de la política, en la medida que se pretende la única posible, son consideradas como una defensa del dogmatismo. Sin embargo, en el poder popular lo que está en juego no es la construcción de un “compromiso histórico” ni la conformación de un frente democrático para negociar los votos en el Parlamento, sino que lo que antes se denominó como “alianza revolucionaria de clases” en el marco de una estrategia de poder dual.
Me refiero a la interpretación de Enrico Berlinguer (que ha recobrado valor en el progresismo tras la derrota en el plebiscito del 4 de septiembre de 2022), máximo dirigente del Partido Comunista Italiano quien creyó ver en la experiencia chilena la justificación para promover un compromiso con la Democracia Cristiana pues la unidad de la izquierda no era suficiente para impulsar los cambios, en circustancias que en la DC estaban los principales instigadores del golpe, partiendo por Patricio Aylwin1Lo que la transición le ha legado al progresismo de Boric -que encuentra en Aylwin un ejemplo a seguir- es una concepción matricial de la política cuyo lenguaje reside en el modelo de la administración legislativa y judicial de los conflictos, dando como resultado la parálisis de las fuerzas populares, un estado de desarticulación que se ha vuelto crónico producto de la transformación de la derrota en subjetividad., representante de los sectores abiertamente contrarrevolucionarios y anti-comunistas.
Olvidó Berlinguer y olvidan sus discípulos contemporáneos (como Noam Titelman) que la división de la izquierda chilena tenía relación con las posturas disímiles frente a al poder popular, y no tanto con motivos dogmáticos de carácter ideológico2El MIR, la única organización que hizo del desarrollo del poder popular su política, no tenía la capacidad orgánica ni la suficiente inserción de masas como para radicalizar ese proceso. Tras esos cuestionamientos, que en realidad son caricaturas, lo que el progresismo hace es restituir una vieja ilusión socialdemócrata, la cual consiste en confiarle al Estado una tarea que le corresponde al poder popular. Por eso “fracasa” el gobierno de Allende: porque la izquierda nunca le prestó la importancia que requería el desarrollo de los órganos de poder ni nunca se comprometió de manera conjunta con una estrategia de poder dual, tendiendo a reproducir la hegemonía burocrática sobre la clase trabajadora.
Ahora bien, modificar la correlación mediática de fuerzas (como lo sugiere Pablo Iglesias en su visita a Chile) no es gestionar, con las herramientas del marketing político, una corriente de opinión alternativa para ganar una elección; se trata de subvertir el orden inmanente del neoliberalismo y alterar el consenso pragmático, y esto solo es posible creando poder popular.
No obstante, la estrategia para la construcción de ese poder dual requiere una reformulación en el contexto del capitalismo posfordista, como la que ha propuesto Michel Hardt3Hradt. M. (2022). Comunismo = abolición de la propiedad. Revista Disenso, 4(5), 138-151. Ver: https://revistadisenso.com/numeros/#dearflip-df_5866/138/., estrategia que es coextensiva al desarrollo de una política del común antagónica al régimen de propiedad, sea a nivel estatal, cultural o corporativo, considerando que la propiedad -agregar “privada” seria hasta tautológico- no se reduce a las relaciones económicas tradicionales.
El planteamiento de Hardt favorece una recuperación de la crítica a la propiedad y permite volver a trazar el nexo entre democracia y comunismo, que no es una sociedad futura, sino una praxis transformadora del tiempo presente orientada a la comunización de las relaciones sociales, así como de los bienes y servicios, de modo que el poder popular, en cuanto agente de cambio, es la afirmación de lo común inasimilable a la propiedad. El error que cometió la izquierda revolucionaria es que, al concebir el comunismo como una sociedad futura, las condiciones que lo hacían posible fueron enmarcadas en una secuencia transicional, haciendo del desarrollo de fuerzas una táctica para la conquista (o el asalto) del poder.
Esta praxis transformadora, de acuerdo con Hardt, se define como un poder dual disyuntivo, por lo tanto, las dos modalidades de poder deben ser radicalmente asimétricas, y de ahí las características democráticas de la política del común. Lo demuestra la experiencia del poder popular en Chile que, aunque contó con la influencia de los partidos de izquierda (orgánicas de cuadros jerarquizadas), el caso de los Comandos Comunales es que fueron organizaciones populares de composición diversa que aspiraban a sustituir el poder capitalista estatal-corporativo centralizado, ejerciendo un gobierno local democrático desde las bases sociales de la comuna.
Y aunque el desarrollo embrionario de estos órganos de poder fue decisivo para desencadenar la reacción golpista, la literatura disponible sobre el protagonismo desempeñado por las organizaciones de poder popular en ese periodo todavía es escasa en nuestro país. Mucha más atención, en cambio, se le ha prestado a los Cordones Industriales, precisamente porque el lugar de la fábrica como núcleo productivo ya ha sido desplazado por la reestructuración capitalista, volviendo obsoleta su importancia.
Pienso que la vigencia del poder popular como Comando Comunal, en cuanto poder local de la comuna, pasa fundamentalmente por el hecho de que nos permite abarcar todas las relaciones de propiedad y no solamente las que identificamos como estrictamente económicas. Por ejemplo, la familia, entidad que tuvo un nulo protagonismo en la experiencia del poder popular, pero que hoy aparece como el núcleo fundamental de la sociedad chilena. La familia es la base cultural del neoliberalismo porque define una lógica de la relación social caracterizada por los vínculos posesivos que fluctúan entre la jerarquía y exclusividad de los afectos y las herencias patrimoniales. En todas ellas, queda de manifiesto que la propiedad limita nuestras posibilidades de relacionarnos.
En definitiva, puesto que la propiedad no es un concepto estrictamente económico, para Hardt una estrategia comunista abarca más aspectos de la actividad humana, como las relaciones de raza y género, lo cual requiere de un proyecto coalicional e interseccional.
Esto último supone también un ajuste de cuentas con cierta izquierda que se pretende heredera de la tradición revolucionaria, pero que sigue reproduciendo lógicas organizativas y visiones identitarias que terminan por hacer de la revolución un horizonte idílico, carente de objetivos políticos concretos. La “construcción de pueblo” o de “movimiento popular” es una tarea permanente, porque el poder popular es el principio que rige a una sociedad comunista. De lo que se trata es de hacer confluir esa tarea estratégica con objetivos inmediatos conducentes al desarrollo de las condiciones políticas para forjar las alianzas de carácter interseccional.
El escenario es culturalmente adverso, pero la situación actual también es resultado de que las políticas que se impulsan para enfrentar al neoliberalismo han estado equivocadas. Ni las estrategias parlamentarias con sus grandes acuerdos legislativos, ni el compromiso abnegado con el trabajo territorial de los que “no votan y se organizan”, han podido revertir el asedio conservador de la derecha y la desactivación de las luchas sociales (sumidas en un estado de letargo), porque el problema es otro: la izquierda está políticamente desarmada desde hace varias décadas, volviéndose cada vez más inofensiva.
Revisemos la historia de la Unidad Popular no para predicar el fracaso ni para intentar repetir esa experiencia, sino que para reinventarla reformulando una política del común y una táctica que restauren el sentido y la vigencia del poder popular, sacudiéndonos del marasmo de la derrota (que fluctúa entre la indignación y la resignación) y volviendo a imaginar estratégicamente la revolución y el comunismo.
Imagen de portada: Lentes de Salvador Allende, Museo Histórico Nacional, Santiago de Chile.