Tuillang Yuing Alfaro, Animarse a la semejanza: una apología a favor de los forasteros

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“Las cosas estaban claras: éste no era un método para instruir al pueblo, era una buena nueva que debía anunciarse a los pobres: ellos podían todo lo que puede un hombre. Bastaba con anunciarlo.”

Rancière, 2006: 34

¿Qué no se ha dicho de la educación embrutecedora? Con insistencia se habla del fracaso del ideario ilustrado que prometía la liberación a partir de la iluminación de las inteligencias y de su quehacer metódico. En su lugar se habría establecido una suerte de domesticación que dio como resultado cuerpos dóciles y vidas conducidas. Por sobre todo, serían los pobres quienes –convertidos en carne de cañón–, habrían pagado el precio de esta arquitectura de la ductilidad: lejos de la movilidad social y de la conquista de los sueños en virtud de su autonomía y sus méritos, lo que habrían recibido como regalo envenenado es una habilitación para mantenerse fijos en el lugar que se les asigna; inmóviles pero atentos siempre a las oportunidades que la gestión de sí mismos les debiese abrir. Y ese lugar no sólo refiere a lo que los tecnólogos de la gestión llaman “estatus socioeconómico”, se trata también de un lugar de expectativas, de un rol que define por anticipado aquello que puede esperarse de una persona, lo que ella puede ver, pensar y decir. Dentro del paisaje que resulta del diseño general de la política, hay espacios de atribución que enlistan tajantemente las promesas y las funciones.

Afortunadamente, siempre hay travesías que se escapan del cálculo. Las tramas que se tejen en torno del encuentro entre los seres humanos parecen siempre liberar zonas para lo incalculable. Aún dentro de los esquemáticos juegos de lo social, se producen porosidades que invitan a nuevas asignaciones. Estamos hablando de aquello que Rancière denomina “reparto de lo sensible”, aquella distribución de lo visible y enunciable que organiza los modos de habitar el paisaje social, aquella manera de recoger lo esperable que en ciertos momentos es impugnada para dar lugar a la política, entendida esta como un momento de conflictividad con lo dado y con la presencia de aquellos que hasta ese momento permanecían invisibilizados.

Pues bien, es Rancière quien precisamente nos recuerda que –al menos desde la óptica de Aristóteles– la política está signada por la palabra:

“Sólo el hombre, entre todos los animales, posee la palabra. La voz es, sin duda, el medio de indicar el dolor y el placer (…) Pero la palabra está presente para manifestar lo útil y lo nocivo y, en consecuencia, lo justo y lo injusto. Esto es lo propio de los hombres con respecto a los otros animales: el hombre es el único que posee el sentimiento del bien y del mal, de lo justo y lo injusto. Ahora bien, es la comunidad de estas cosas la que hace la familia y la ciudad.” Política, I, 1253ª 9-18. (Aristóteles, 1998:45)

Con esto es claro que puede esperarse bastante de la palabra. Que el encuentro de dos seres humanos que se dirigen la palabra no se reduce únicamente a una cuestión de comunicación eficiente sino que guarda una reserva de reconocimiento que es el corazón de la política. En efecto, parece ser la palabra aquello que funda una primera distinción; la posesión del logos es signo de una diferencia respecto de los animales, una diferencia que al menos conserva la humanidad dentro de un límite de reconocimiento y en ese sentido de igualdad:

“La política (…) es la actividad que tiene por principio la igualdad, y el principio de la igualdad se transforma en distribución de las partes de la comunidad en el modo de un aprieto.” (Rancière, 2007: 7)

Teniendo estas cuestiones a la base, quisiéramos compartir una experiencia que creemos sirve para al menos re-barajar las cartas. Esta experiencia se desarrolla entre octubre y diciembre de 2016 y tiene lugar en la localidad de Loncura, en la costera comuna de Quintero, Chile. Se trata de una de las comunas más empobrecidas del litoral central a causa de la contaminación que resulta de una industrialización excesiva, propia de un modelo de desarrollo que la ha convertido en zona de sacrificio y condenado además a un aislamiento cultural considerable. Un lugar castigado y escondido bajo la alfombra del capitalismo tardío y la economía global: si hay un listado de lugares denostados por el pujante mercado chileno, Quintero debe estar entre ellos sin lugar a dudas. Ahora bien, personalmente, tengo más de 15 años dando clases en un liceo secundario de esta misma localidad y es esta situación la que me ofrece un punto de partida para una reflexión sobre los sustentos políticos que abraza la cuestión migratoria, o más precisamente, aquello que se ha dado en llamar la “nueva migración” chilena.

Es en este contexto que uno de mis compañeros de trabajo me comentó de la inquietud de algunos vecinos por la llegada de alrededor de un centenar de inmigrantes haitianos que se habían instalado de manera muy precaria en algunos puntos del pueblo, entre ellos en un deshuesadero de buses abandonados. La mayoría de estos vecinos jamás había visto una persona de raza negra, y comentaban sobre la llegada de unos “africanos” –entre los cuales algunos parecían hablar francés– y que en su mayoría estaba trabajando en empleos rudimentarios asociados a la agricultura y a productos derivados. Poco y nada se sabía de ellos, solamente algunos pocos vecinos habían roto el hielo y se habían acercado por cuestiones muy cotidianas. Pero esta cotidianidad había dado lugar a una cuestión colectiva: era la comunidad, los vecinos de Loncura quienes ahora sentían que había otros frente a ellos. No se trataba de un recién llegado, ni siquiera de una familia; era un grupo, otro grupo, eran unos forasteros reconocibles, con características similares, con aspecto común pero radicalmente diferentes. Y por sobre todo no hablaban español: no hablaban la lengua de la comunidad. Si nos refugiamos en la clásica leyenda del sentido originario de la palabra “bárbaro”, estos haitianos representaban fielmente esa categoría: eran los bárbaros con respecto a esta polis: nada de lo que decían podía ser comprendido, pero sí tal vez reconocido como una palabra. Pero estaban aquí, en las mismas calles y bajo el mismo cielo, por tanto la iniciativa primera de los vecinos fue intentar que hablasen nuestra lengua. Es así como los vecinos se contactaron con algunos profesores de la comuna para gestionar unas clases de español y así, idealmente, poder comunicarse con ellos.

Paralelamente, en ese momento la opinión pública nacional se veía remecida por los dichos del –en ese entonces– candidato de la derecha Sebastián Piñera, quien vinculaba la migración a la delincuencia y declaraba su voluntad de poner freno a las políticas migratorias del país, asociándolas además a problemas sociales como la prostitución y la droga. En un gesto de publicidad electoral que evidentemente imitaba la intransigencia autoritaria y vociferante de Trump, Piñera exploraba la posibilidad de cautivar al electorado popular sensible al nacionalismo burdo y al fascismo de sobremesa: “Chile es primero para los de aquí y después para los extranjeros”. Toda esa retórica no hace sino reproducir las posturas más conservadoras que, curiosamente, el liberalismo ha generado en torno a la cuestión migratoria en el contexto de una economía global. Entre muchas otras paradojas, se asiste a tal desbalance de bienestar entre los países receptores y las sociedades de procedencia que bien puede señalarse que la migración es un efecto homeostático del libre mercado global.

En este contexto, los Estados han asumido un discurso de doble cara destinado a ser el vigilante y protector de los privilegios y el desarrollo de sectores privados. Es sabido que las corporaciones y el empresariado más despiadado gustan de administrar las dosis de inmigración en función de la suculenta precariedad laboral. Para estas economías sin matices, siempre viene bien que los Estados pongan a su servicio una cantidad de trabajadores sin condiciones. Sobre todo si están en condiciones de ilegalidad y por tanto desprovistos de derechos, los inmigrantes son un caldo de cultivo para una empleabilidad de bajo costo de alta rotación y rentabilidad. La llamada “agenda oculta” de los Estados ante la inmigración, especula y escarcea con este factor. Pero al mismo tiempo, los Estados hacen de la inmigración un elemento para la inflación y la manipulación de la agenda electoral.  Según este discurso, se señala a las sociedades de procedencia como una amenaza (Thayer, 2016). Los países de los forasteros son imaginados como averno caótico, corroído en miseria y sobrepoblado por potenciales inmigrantes que acarrean en sus cuerpos y en sus modos de vida todos los males de sus tierras: desde enfermedades hasta terrorismo, pasando por la prostitución, el narcotráfico, y por sobre todo, la miseria. De este modo, al contrario de las migraciones masivas de europeos de los siglos XIX y XX, los actuales desplazamientos están teñidos por una tonalidad asociada al exceso y el descontrol. Nada hay de la bienvenida dada a los colonos trabajadores que harían crecer a las naciones en expansión. Nada hay de una mirada de futuro. Y sin embargo, si de datos se trata, en general las sociedades receptoras asisten hoy a un momento de bienestar económico y de concentración de riqueza casi sin comparación: los beneficios y comodidades de los países desarrollados han alcanzado un nivel de estabilidad y consistencia único (Thayer, 2016). Es curioso entonces que estas mismas sociedades sean las que se vean atormentadas por relatos asociados a la escasez y la falta de recursos fruto de la llegada de migrantes.  Ante el desafío de acoger a otros, la opulencia parece percibirse a sí misma como agotada y sin ningún coeficiente de mañana.

Las consignas de Piñera no ameritan análisis, son burdas y panfletarias, no eran más que un tarareo desafinado de esta perspectiva economicista de la migración en su versión electoral. Pero no obstante, su simpleza  y vulgaridad podía seducir precisamente a esas comunidades extrañadas y sorprendidas por la llegada de personas proveniente de lugares desconocidos y culturas extrañas. La gente de Loncura podía ser víctima fácil de estos artilugios electorales: nunca habían visto a un negro, menos a una familia o grupo de negros. Eran haitianos, pero eso no importaba, en su desconocimiento inexperto eran vistos como “africanos”, bárbaros perfectos vinculados a una serie de imaginarios que iban desde la selva hasta el canibalismo, pasando por los animales salvajes, las tribus y la magia negra. Caricaturas toscas, pero muy presentes. Y ahora ellos estaban ahí, eran parte del paisaje cotidiano de las calles empobrecidas y contaminadas de Loncura.

Un punto a destacar en esta experiencia es la precariedad económica y cultural de los locales: Quienes recibían a los inmigrantes no poseían elementos para conocer a quienes llegaban, pero sin embargo, querían conocerles, saber algo más allá de la evidente diferencia de los forasteros. No obstante, no contaban con grandes recursos ni bagaje cultural para dimensionar esa diferencia frente a la cual se encontraban para convivir. Por eso, no debe extrañar que acudieran a un colegio –institución emblemática del conocimiento–, para establecer una red primaria de comunicación. Ahora bien, ¿qué esperaban los vecinos de Loncura de los profesores del colegio Alonso de Quintero? Principalmente ayuda en las clases de español. Se esperaba que los docentes tuvieran las herramientas para “enseñar” español, para educar a estos forasteros recién llegados y reducir en parte esta diferencia, haciéndoles más cercanos… más quinteranos si se quiere. Toda una suerte de expectativas se depositaba entonces en los profesionales de la educación: se esperaba que ellos tuviesen las fórmulas para atravesar los cerrojos de la palabra extraña, que ellos pudiesen disponer de las herramientas del especialista para entregar con experticia y técnica aquella lengua que para los otros era imposible de hacer propia: el lenguaje debía ser enseñado a las mentes oscurecidas de los recién llegados.

En esta inquietud por sistematizar los contenidos de las clases, se había acudido a una profesora de francés. Los vecinos ya se habían dado cuenta de que algunos haitianos hablaban francés y esperaban que un francófono pudiese servir de interlocutor inicial. Es así como yo junto a otros profesores intentamos responder a esta inquietud, a sabiendas de que no teníamos experiencia en nada semejante y que por tanto estaba todo por hacer. En nuestra calidad de profesores –y en mi caso, con cierto ropaje de académico– se suponía que íbamos a saber cómo enseñar el español de modo eficiente y que contábamos con algunas herramientas para poder entregar los elementos tácticos de nuestra lengua.

Para mí, y para algunos colegas que comenzaron a organizar estos cursos, participar era imprescindible. Por la coyuntura nacional creímos necesario confirmar y marcar una tendencia: al inmigrante había  que escucharle, conocerle, ayudarle, no rechazarlo ni ignorarlo. Teníamos el temor de que una postura ambigua fuese capturada por el discurso mediático circundante, por ese mensaje con fines electorales que hacía del inmigrante una excusa para subir en las encuestas. En efecto,  los mensajes que se estaban enviando a  la opinión pública parecían instalar el descontrol y la demasía como prisma de análisis. Y la cuestión racial no era una cuestión menor. Si bien la inmigración era una cuestión que había tomado proporciones de importancia en Chile desde hace al menos 15 años, esta era la primera vez que ello ocurría en zonas alejadas de los centros urbanos y además, era la primera vez que esto saltaba a la vista: el paisaje dermopolítico había cambiado. Aun cuando los haitianos no fuesen un grupo tan abundante, eran los suficientemente visibles para que cualquier vecino advirtiera la recurrencia de su presencia y su evidente novedad.  Ante esta novedad, creímos importante tomar rápidamente una posición y actuar en la dirección que creíamos sensata.

Pese a que mi francés es precario, me permitió comenzar las clases de español a un grupo que oscilaba entre 30 y 40 personas. Estas clases tenían lugar en el segundo piso del restaurant de una familia que empleaba y daba hospedaje a algunos de estos haitianos. Las condiciones en que habitaban eran rudimentarias, pero la voluntad y la sensibilidad de la dueña del restaurant para percibir lo que estaba en juego, fue un punto decisivo y que debe destacarse: muchas veces manifestó ganosamente sus expectativas de que las chicas que le servían de ayudantes mejorasen su español. Además de esa suerte de comodidad, ella no ganaba nada con esta ayuda, pero en el gesto dadivoso de entregar un lugar de acogida, sabía que se jugaba una tarea relevante.

Creo que lo más importante es nunca estuvimos solos. En cada clase los vecinos también estaban presentes, curiosos y con ganas de participar, con ganas de hablar con los haitianos, animándose a la semejanza, a romper la barrera. Ellos veían cómo se hacían las clases; que consistían básicamente en que se les hablaba en español y se les escribía algunas cosas en la pizarra. Los haitianos, por su parte, respondían en el español que iban aprendiendo,  en el que  ya conocían y  que hablaban dentro de sus posibilidades. Lo fundamental era romper con la asimetría entre aquella diferencia que para Rancière ha signado la política y a la que hacíamos mención por medio de Aristóteles: la diferencia entre la phone y el logos, entre una lengua ruidosa que está fuera de las fronteras de la polis y una voz legitimada como ciudadana. Y así, se trataba ante todo de que los forasteros tuvieran la oportunidad de tomar la palabra: preguntar, decir y equivocarse en español. Si algo quedaba oscuro, acudíamos al francés, lengua que, por cierto, ellos manejaban mucho mejor que nosotros. Tomar la palabra era el gesto relevante; mostrar que había algo que decir y que la comunidad podía comprenderlo. Ello era el indicio manifiesto de que estaban allí, de que ya eran parte de nosotros y que nosotros ya no podíamos seguir siendo los mismos ante su presencia. Las cosas habían cambiado.

Por la misma razón, cada clase era una ocasión para conocerse. Los vecinos llegaban con cosas para comer y pronto comenzaron a conversar con ellos, a preguntar por su situación, por su visa, por sus contratos de trabajo, por qué cosas necesitaban y cómo estaban viviendo. Ello derivó en sistemas de ayuda, en colaboraciones, en redes de organización para integrarles en el sistema de salud y en muchos otros ejercicios de fomento del buen vivir, de fomento de ciudadanía y sobre todo, de reconocimiento de su modo particular de ser ciudadanos. En ese momento ya había una posición política que se podía celebrar. ¿Qué tenían los forasteros para decir?: todo lo que puede decir un ser humano al que se le ha reconocido como semejante, con su consistencia y peso específico propio, con sus capacidades infinitas de abrirse a los demás a partir de la palabra y de la escucha. El encuentro había tenido lugar.  

No obstante, siempre merodeaba el riesgo de convertir a los forasteros en sujetos de asistencia. Para evitar esto, hubo que fijar la atención sobre estos personajes y su valor, no detenerse únicamente en sus carencias. Los recién llegados no eran meros sujetos de caridad: si tenían necesidades y habían sufrido el desarraigo era porque tenían una historia que los había llevado a viajar, a evitar a la pobreza, a buscar otros horizontes. Eran dueños y soberanos absolutos, al menos, de historias personales y de una tradición que era desconocida para nosotros y que era importante destacar. En ese sentido, cabe destacar lo que dice buena parte de la literatura experta: aquel que migra no necesariamente se piensa a sí mismo como huyendo de la miseria. En cada viaje hay también muchas veces la persecución de un proyecto –con toda la fuerza y energía que eso significa. Y con todas las expectativas y ganas de quien se anima a construir futuro en la lejanía. Así que ellos tenían al menos la riqueza de las historias personales: muchos habían dejado a sus familias, sus afectos, sus trabajos de toda una vida. Y muchos de ellos tenían por lo demás un oficio: profesores, ingenieros, campesinos, jornaleros  e incluso científicos. Todos hablaban al menos otro idioma. Si había pobreza, en ningún caso, era pobreza cultural. Frente al común de las personas de Quintero, eran ricos. Tenían mucho que entregar y decir. Lo que había que poner en forma era esa palabra y el modo en que esa riqueza se conectaba con la realidad en que hoy estaban viviendo y sus modos de reconocimiento.

Los forasteros eran también parte de la historia de un país. La historia de Haití no es cualquier historia. Se sabe que es la primera emancipación latinoamericana. El primer pueblo negro que se libera en el mundo y que declara la igualdad de todos como punto de partida. Se trataba de una tradición heroica que desde Boukman en el Bosque Caiman y hasta Toussaint l’ Ouverture, conquistaba con su fuerza y razón aquella mayoría de edad que la Ilustración había trasformado en bandera pero que negaba sordamente a muchos. Si hay una nación de una política radicalmente moderna, bien podría ser Haití. La emancipación haitiana había, en ese sentido, dado inicio a una nueva era: la nuestra. Aquella en que se proclaman y vociferan los principios de igualdad y derechos universales e inalienables a todos sin excepción. La independencia de Haití sella el destino de un Occidente que se pretende humanitariamente universal. En esa azotada isla caribeña la historia trenzó los clamores de África, América y Europa, y obligó a tomar noticia de que no bastaba con la revolución o la República si esta se sostenía por la exclusión y el sometimiento de otros. Haití es, así, el nombre para una lucha que aún no termina y que es la de todos y para todos.

En ese sentido, y tal vez en un gesto exagerado, quisimos mostrar junto a los vecinos, que la historia de los recién llegados era admirable en comparación al, a veces arrogante modelo chileno, orgulloso de su exitismo económico dócil a la predica neoliberal y al bienestar basado en el consumo.

Otro punto a destacar es que frente a todo criterio de eficiencia y rentabilidad,  en estos encuentros con los forasteros se trataba de una iniciativa basada principalmente en el desinterés. No hubo dinero a recuperar, solo gasto. Tampoco había comodidad. Esta iniciativa era, al contrario, una puesta entre paréntesis la comodidad. En efecto, todo era fruto de la voluntad y disposición de algunos vecinos de Quintero y Loncura que quisieron acercarse a los recién llegados. No hubo hasta bien entrada la experiencia ninguna organización respaldando, sino solo personas cualquieras enfrentadas a la urgencia de acercarse a otros sin cálculo alguno y sin pensar si es viable o si están las condiciones para ello. Solo  movía el ánimo de saberse semejantes. La igualdad como punto de partida para hacer comunidad.

Quisiera finalmente agregar que esta experiencia dio lugar a una suspensión de ciertas inercias, o si se quiere, a ciertos repartos de lo sensible. Poco a poco los vecinos se fueron dando cuenta de que no había que ser un experto para poder enseñar la lengua que se habla y que cualquiera de ellos podía poner en acto un encuentro que sólo requería dirigir la palabra al otro. No era necesario ser profesor ni poseer experticia didáctica o pedagógica para encontrarse con los haitianos y que ellos aprendieran español. No había requisitos. De hecho, muchos de nosotros no habíamos hecho  nunca clases de español pero lo hicimos igualmente: intentándolo. Y a veces no nos resultó o salió muy mal. Pero lo volvimos a intentar una y otra vez,  hasta que hemos logrado algo muy simple: que nos entiendan y nosotros a ellos. Ese juego de reconocerse semejantes constituía la potencia política de este acontecimiento y era la corroboración de un principio tan simple como revolucionario: somos lo suficientemente iguales como para poder estar juntos.

En eso consiste la radicalidad política de esta aventura política-pedagógica: el encuentro de gente que, sin ponerse por encima de otros, lograba, paulatinamente, que los forasteros no solo aprendieran y hablaran cada vez mejor el español, sino que fueran parte de una comunidad nueva en la que su propia historia era acogida y valorada. Se trata, filosófica y políticamente, de la suspensión del orden del discurso que divide a unos de otros, a los que saben de los que no saben, a los nativos de los forasteros y de poner la igualdad de las inteligencias como motor de arranque. Freire lo dice de la siguiente manera: nadie educa a nadie ni nadie se educa solo, los seres humanos se educan entre sí (Freire, 2002). Y en este caso se trata de algo más que de un acto educativo e incluso que un gesto de integración, esta experiencia, creemos, indica el simple gesto de reconocer la palabra del otro y de dirigirla como un modo de echar a andar un mundo en común. Tal vez la relación con la inmigración tiene que ver en ese sentido con la emancipación: confiar en los otros que vienen llegando, animarse a saberse semejantes y dirigir una palabra que ratifique y confirme algo que ya sabemos: que vivimos en el mismo mundo.

Referencias

Aristóteles. Política. Madrid, Gredos, 1998.

Freire, Paulo. Pedagogía del Oprimido. México, Siglo XXI editores, 2002.

Rancière, Jacques. El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual. Buenos Aires, Tierra del Sur, 2006.

Rancière, Jacques. El desacuerdo. Argentina, Nueva Visión, 2007.

Thayer, L. E. (2016). “Migración, Estado y seguridad: Tensiones no resueltas y paradojas persistentes”. Polis (Santiago), 15(44): 109-129.


Publicado en “El espacio público de la migración”. Ricardo Espinoza Lolas y Jordi Ribas (Coords.). Barcelona: Terra Ignota, 2019, pp.151-163.

Imagen:

Francisco Pavez Cataldo, Baile Chino, Chile