El confinamiento preventivo global tras la declaración de la pandemia del COVID-19 ha sido también un confinamiento forzoso en nuestros dispositivos digitales: la educación on-line, la telemática gubernamental, el enrolamiento en el tele-trabajo, las abultadas ganancias de las principales compañías del capitalismo high tech (pese a la crisis económica mundial) y la virtualización de buena parte de la vida cotidiana y las relaciones sociales en plataformas como Zoom, Facebook e Instagram, son solo algunas de las dimensiones más evidentes de ello. Sin embargo, resulta un poco ingenuo asombrarse con todo esto, como si la inmersión de los cuerpos en las pantallas y los sistemas de información hubiese sido repentina. Al contrario, antes que un acontecimiento inesperado, la acelerada digitalización de nuestras sociedades durante la pandemia es más bien la consumación de una tendencia de transformaciones que a nivel cultural, político, tecnológico y económico, venía fraguándose desde hace varias décadas atrás. Por esa razón, todo diagnóstico sobre nuestro atribulado presente no puede ignorar una mirada retrospectiva de aquello en lo que creemos habernos convertido, aunque para ello debamos escarbar bajo nuestros propios routers. Esto último es precisamente lo que nos propone la lectura atenta de Las palabras en las cosas. Saber, poder y subjetivación entre algoritmos y biomoléculas (Cactus, 2019), el libro de Pablo “Manolo” Rodríguez.
En sus páginas se entrelazan de manera detallada y vivaz algunos de los principales aspectos de nuestro panorama actual, como la sofisticación de las tecnologías de vigilancia y el rastreo informático, la gestión algorítmica de la sociabilidad y los afectos mediante las redes sociales, las nuevas formas de subjetivación digital, el refinamiento de los dispositivos de poder gubernamental, los avances de la biotecnología médica y la expansión de las redes financieras globales que marcan hoy la renovada fisonomía del modo de acumulación capitalista. Todo estos procesos, no obstante, se enmarcan aquí dentro de los profundos cambios epistémicos que desde hace poco más de medio siglo se han expresado en diversas regiones del saber, incluso dispares, como la cibernética, la teoría de sistemas, la genética y las neurociencias, la informática y las teorías de la comunicación, la sociología y la psicología, entre otras. De ese modo, el libro de Rodríguez consigue articular un amplio conjunto de nuevos fenómenos, prácticas y procesos sociales, aparentemente dispersos, con una profunda arqueología del saber y una genealogía del poder que encuentra en el concepto de “información” una clave de lectura general para un época donde las premisas humanistas de la modernidad se han desvanecido, y donde el lenguaje ha dejado de ser propiedad exclusiva de los sujetos, diseminándose entre máquinas, objetos técnicos y organismos vivos. Si las palabras ahora están en las cosas, el a priori histórico de nuestra época necesariamente ha de encontrarse en la filigrana de una nueva episteme poshumana. De la mano con un riguroso uso de las herramientas analíticas otorgadas por Michel Foucault, Gilles Deleuze y Gilbert Simondon, la obra de Pablo “Manolo” Rodríguez nos invita entonces a delinear este complejo escenario que, de un modo u otro, parece reconstituirnos a comienzos del siglo XXI.
Las formaciones discursivas del saber en la episteme poshumana se componen a partir de cuatro nociones elementales; “organización”, “sistema”, “comunicación” y la ya antes mencionada, “información”, que serán transversales a las disciplinas emergentes durante la segunda mitad del siglo XX, como la cibernética, la inteligencia artificial, las neurociencias, la biología molecular y la genética. Cada una de dichas nociones elementales y sus aplicaciones en diferentes regiones del conocimiento son analizadas detenidamente en los capítulos centrales del libro de Rodríguez, donde desfilan autores heterogéneos como Alan Turing, Norbert Wiener, Claude Shannon, John Von Neumann, Ludwig Von Bertalanffy, Jacques Monod, François Jacob, Fritz Machlup, Niklas Luhmann, Gregory Bateson, entre muchos otros y otras. En este contexto, la información, la organización, la comunicación y el sistema, se presentan como regularidades del saber que conforman nuevos discursos y horizontes de visibilidad, es decir, que determinan las condiciones de posibilidad de la configuración epistémica naciente, y se complementan además con el descubrimiento de otros términos cardinales como “programa”, “código” y “teleonomía”, reforzando así un inédito campo de enunciados y prácticas en el conocimiento científico actual sobre los seres vivos y artificiales. Son estos últimos, en su talante de renovados objetos del saber, los que resultan entrelazados de diversas formas y darán lugar a un amplio campo de intervenciones tecno-científicas que termina por borrar, de cierto modo, las fronteras entre máquinas y organismos, concebidos ahora como seres informacionales. Parafraseando a Foucault, Las palabras en las cosas sugerirá entonces que si la episteme moderna dibujaba transitoriamente el “rostro del Hombre” en la arena, la nueva configuración epistémica parece inscribir su figura nodal en el silicio, aquel mineral fundamental para el desarrollo de los microchips y la consecuente informatización de la sociedad.
La crisis de lo humano estalla cuando asumimos que la información atraviesa tanto los dispositivos digitales como las moléculas de ADN, cuando el cálculo deja de ser una simple forma de representación humana del universo y se convierte en la propiedad característica de los sistemas computacionales, y cuando los antiguos ejes epistémicos de las ciencias humanas (la vida, el trabajo y el lenguaje, según Foucault) se convierten, de distinto modo, en procesos informacionales. Esta desantropomorfización extrema de la nueva episteme tendrá entonces un claro núcleo en la noción de máquina, aunque ya no entendida simplemente como artefacto o mecanismo opuesto a lo humano, sino como un concepto idóneo para abarcar cualquier entidad con capacidad de agencia, ya sea animal, humana o técnica, pues la máquina se referirá ahora a toda “unidad en la que se manifiesta la existencia de un código, un programa o una teleonomía y cuya delimitación depende de los niveles que presente en términos de comunicación, información, sistema y organización” (p. 317). Todas estas transformaciones darían lugar a la emergencia de unas ciencias poshumanas que Pablo “Manolo” Rodríguez remite a una episteme “posmoderna”, término que desde su uso por parte de J.F. Lyotard no ha estado exento de polémicas y constantes confusiones. Sin embargo, en Las palabras en las cosas la denominación de la episteme naciente como “posmoderna” apunta sencillamente a remarcar su borradura de la vieja episteme moderna, pues mientras esta última hace aparecer el lenguaje en el seno de lo humano, la otra lo hace aparecer más bien en el núcleo de lo maquínico. Asimismo, en medio de este desplazamiento, es el propio lenguaje el que experimenta una mutación radical, desde lo alfabético a lo numérico. De ese modo, cualquier “ontología del presente” debería hacer frente a la “ontología de la información” delineada por la naciente configuración epistémica.
Para esto último, por cierto, es necesario acoplar la mirada arqueológica con la estrategia genealógica que hace patente las relaciones de poder dispuestas en este nuevo entramado del saber. La arqueología deviene entonces genealogía y, con ello, los asuntos epistémicos se convierten en problemas políticos. Rodríguez lleva a cabo esta tarea en los últimos tres capítulos de su libro, dedicados respectivamente a un minucioso análisis de la emergencia de las actuales “sociedades de control”, a un estudio de las transformaciones que generan una “biopolítica molecular” y a la propuesta de una confluencia de ambas dimensiones en “lo dividual”, entendido como la matriz de los modos de subjetivación contemporáneos. La primera de estas operaciones supone retomar el ya clásico abordaje de las sociedades de control realizado por Deleuze en su famosa “Postdata”, donde las ideas de Foucault sobre las tecnologías de gobierno son prolongadas a un escenario futuro que, en realidad, ya se ha vuelto nuestro presente. No obstante, Las palabras en las cosas, aclara que las sociedades de control son sociedades que conjugan los dispositivos securitarios con la episteme posmoderna. Por ello, entre sus principales características está la expansión de la vigilancia más allá de las instituciones disciplinario-estatales, gracias a la digitalización de la vida social en la interacción constate con plataformas y pantallas, la proliferación de cámaras en el espacio público, los teléfonos móviles, los sistemas de almacenamiento y el procesamiento de Big Data. Así, los habitantes de la sociedad de control se convierten en “cuerpos-señales”, y las relaciones entre los cuerpos se informatizan, de tal modo que el propio mundo parece doblarse en datos. De ahí que Rodríguez subraye la importancia de la “gubernamentalidad algorítmica” mediante la construcción de perfiles de usuario (noción propuesta por Antoinette Rouvroy y Thomas Berns) y del concepto simondoniano de “modulación”, que nos permiten entender el establecimiento continuo de rangos de acción posibles para individuos atravesados por las tecnologías digitales. De la mano con lo anterior, otros rasgos fundamentales de nuestras sociedades de control serían la transformación de los afectos y emociones de los cuerpos en insumos básicos para un modo de explotación denominado aquí como “scientific managment comunicacional”, y la rápida multiplicación de formas de expropiación de información, que dan cuenta de un nuevo proceso de acumulación capitalista en curso. Todo esto, sin duda, transfigura las estrategias de poder predominantes en el siglo XX así como también las formas de lucha y resistencia que emergen hoy.
La reformulación de la biopolítica en medio de este panorama general resulta igualmente decisiva. Si bien ya desde el siglo XVIII el poder de gestión sobre la vida, con la medicalización de cuerpos y poblaciones enteras como rasgo central, se imbrica con el despliegue de los dispositivos securitarios, a comienzos de nuestro siglo se organiza una economía política de la salud muy diferente, no solamente por los indiscutibles avances bio-tecnológicos de las últimas décadas, sino también por la instalación del a-priori histórico pos-humano. En ese sentido, la noción de “biopolítica molecular”, sugerida por trabajos como los de Nikolas Rose y Paul Rabinow, es adoptada aquí para referirse específicamente a las transformaciones epistémicas que conducen a una redefinición de la vida. Esto supone una separación tecno-científica entre cuerpo y vida, que se traduce al mismo tiempo en su desacralización, puesto que la propia vida se redefine mientras atraviesa un acelerado proceso de biologización y tecnificación. Podría afirmarse incluso que la batalla inmunológica contra el COVID-19, y contra la inminente amenaza de muchos otros virus pronosticada para el futuro próximo de nuestras sociedades, no hará más que agudizar esta escisión. Paralelamente, los renovados dispositivos bio-médicos se empalman con un rentable y expandido mercado de la salud, que mediante el negocio farmacéutico, las terapias génicas o incluso la masificación de las cirugías estéticas, convierten el “interior” de los cuerpos (genes, moléculas, neuronas, etc.) en un material exteriorizado y gestionado económicamente. El corolario de esta imbricación entre sociedades de control y “biopolítica molecular” parece dar cuenta entonces de una mutación radical del “sí mismo” en diversas “bio-selfies”, cuestión que lleva a Rodríguez a sostener, no sin una amarga ironía, que “tomarse una pastilla es como sacarse la foto con el smartphone” (p. 415). Si ahora la propias unidades de lo viviente son reinterpretadas como información optimizable en laboratorios y altamente rentable en el mercado, la lógica subyacente de la “biopolítica” y sus modos de normalización ya no es más la del evolucionismo, como lo fue hace poco más de un siglo atrás, sino que más bien reside en el “informacionalismo” y su influencia en el surgimiento de un insólito tipo de “bio-capital”. Aquí despuntarán también las luchas políticas del siglo que recién comenzamos.
Luego de todo este amplio recorrido, el último capítulo de Las palabras en las cosas propone entender los modos de subjetivación que se juegan entre las sociedades de control y la biopolítica molecular, a partir de la noción deleuziana de lo “dividual”. En principio, este concepto alude a las mediaciones informacionales que descomponen a los individuos en datos y a las interrelaciones que pueden establecerse entre ellos. Pero Rodríguez no duda en afirmar que lo dividual tiene que ser pensado también más allá de lo digital, en su materialidad corporal, y por lo mismo, desde un prisma que considere tanto sus modos de actualización como sus potencias virtuales. Esto quiere decir que lo dividual compete tanto a la gubernamentalidad algorítmica como a la potencia de los cuerpos y de las relaciones que los constituyen, lo que supone no descuidar tampoco las “bio-tecnologías del Yo” antes descritas. Siguiendo a nuestro autor, habría que agregar, por cierto, que la cuestión de lo dividual se vuelve aún más compleja en Deleuze, una vez que este último entiende a la información en correspondencia con lo “singular”, y por lo tanto, si bien se relaciona con lo personal y lo individual, no se reduce a ninguno de estos aspectos, ni tampoco a la simple diferencia entre lo individual y lo colectivo. Lo dividual subyacería más bien a la gestión informacional de singularidades, donde se juegan tanto los modos de sujeción promovidos desde las redes sociales y el procesamiento algorítmico de huellas digitales, como también las posibilidades políticas de trazar líneas de fugas y nuevos modos de subjetivación comunicacionales. En cualquier caso, esto supone cierta imposibilidad de continuar pensando a los individuos a partir de su simple identificación como sujetos. En ese sentido, Las palabras en las cosas nos invita más bien a pensar lo dividual como el modo de subjetivación específico de la episteme posmoderna, que consiste al mismo tiempo en un modo de subjetivación poshumano, pues está íntimamente entrelazado con máquinas digitales e interacciones bio-moleculares. Quizás ahora podamos percibir con mayor claridad que el rostro de nuestra época se había comenzado a dibujar en silicio antes del gran confinamiento digital, aunque dicha figura parezca menos soluble que cualquier trazo en la arena.