Pese a los signos que anunciaban, pese a las noticias que venían desde China, es como si nos hubiéramos despertado, de la noche a la mañana, en un mundo totalmente diferente. Totalmente diferente, pero exactamente el mismo. Miro las imágenes de las calles desiertas en las grandes capitales y tengo la impresión de volver a ver el inicio de Paris qui dort, el primer filme de René Clair, de 1924. El guardia de la Torre Eiffel se levanta una bella mañana y descubre la ciudad vaciada de habitantes.
La urgencia del estancamiento
Para algunos, entre los cuales me cuento, todo se ha detenido: ya (casi) no salgo, sentado, acostado o levantado en mi hogar, caminando, corriendo en un mismo lugar al compás de los rumores alarmantes o de las confirmaciones devastadoras que me llegan (amigos desaparecidos, la crisis que viene). La inmovilización tiene efectos visibles, al menos a través de los ojos de las máquinas que continúan volando ahí donde los hombres están clavados en el suelo: los satélites muestran el cielo limpio de emisiones contaminantes sobre China, o sobre Milán o París.
Para otros, en cambio, todo se ha acelerado sin medida. Frente a la creciente rapidez de los contagios y a la multiplicación de los casos graves o mortales, el personal sanitario está desbordado, agotado. Amazon está contratando a más no poder tratando de honrar las carteras de pedidos que explotan, mientras que los asalariados de los almacenes estadounidenses de la firma comienzan a irse a huelga para protestar contra la ausencia de protección en su lugar de trabajo. Y se trata de una intensa actividad (humana o maquínica) que exige, por ejemplo, la gestión masiva de datos de geolocalización de nuestros teléfonos móviles para controlar que se respete el confinamiento: nuestra inmovilidad requiere una vasta movilización.
Lo que la crisis (si acaso se trata simplemente de una crisis) desencadenada por la epidemia del coronavirus hace surgir es una coexistencia inaudita entre la hipervelocidad y el estancamiento. La circulación ultrarrápida parece ser la otra cara de la detención total, como dos extremos que se pertenecen uno a otro. Al hablar del “hombre-jet”, del jet-man que pilotea jets, Roland Barthes escribía que este se define por “una cenestesia del in-situ […], como si la extravagancia de su vocación consistiera precisamente en sobrepasar el movimiento, en ir más rápido que la velocidad” (Barthes 1999, 57). Hoy el mundo-jet se ha detenido en el punto mismo de su precipitación, que continúa detrás de escena, en la economía de la sombra. Este congelamiento en la aceleración se ha producido en beneficio de otra paradoja temporal: de la noche a la mañana, dije, nos despertamos con la sorpresa absoluta de que, en el fondo, nada cambió, nada sucedió, pero todo lo que parecía impensable, increíble o imposible se ha vuelto evidente, de una evidencia loca y sin embargo tan banal.
Años, decenios de desmantelamiento neoliberal de las infraestructuras sanitarias, lo sabíamos, no podían más que conducir a una catástrofe anunciada. Años, decenios de recortes presupuestarios que privilegian la investigación a corto plazo sólo podían producir una falta de preparación frente a la pandemia. Y la destrucción inexorable de los hábitats animales ha aumentado durante demasiado tiempo el riesgo de zoonosis, esos pasajes de un virus de una especie a otra (el coronavirus ha pasado del murciélago a los humanos). Por lo tanto, nada nuevo cayó sobre nosotros. Más bien, un proceso que conocíamos bien sin querer reconocerlo de repente cristaliza ante nuestros ojos. Y así nos encontramos atónitos como el guardián de Paris qui dort, Albert, que, en la víspera, descubre desde lo alto un desierto urbano inimaginable.
El acontecimiento tiene precisamente la forma de una polifonía interna, compuesta de temporalidades y estratos de velocidades superpuestas. Tiene el aspecto de la novedad improbable y sorprendente de lo que, en el fondo, ya había sucedido hace mucho tiempo. De repente me desperté en otro mundo, el mismo. Un mundo detenido porque va más rápido que sí mismo.
Epidemia o endemia
La crisis (si acaso es simplemente una) del coronavirus precipitó la lentitud, una que nos ha sucedido durante mucho tiempo y por sorpresa. Estos tiempos simultáneos pero asincrónicos son los de la medialidad del acontecimiento de hoy, su manera de venir y de suceder a través de los medios y de los mass media que lo sostienen. Lo que la pandemia actual está revelando son esos diferenciales de velocidad que trabajan en la venida o sobrevenida del acontecimiento, que lo ahondan y lo distienden desde adentro.
A nivel microscópico, según los pocos estudios realizados hasta ahora, la duración del virus varía considerablemente según el elemento en el que evoluciona: desde unas pocas horas en el aire (en forma de aerosol) hasta varios días en el acero o el plástico. A escala planetaria, uno no puede dejar de estar igualmente impresionado por el complejo escalonamiento temporal del contagio: lejos de la inmediatez que cierto imaginario de la interconexión globalizada permitiría, lo que vemos es una virulencia que explota en los Estados Unidos dos meses después que en China, incluso cuando China, donde los restaurantes se están llenando nuevamente y el tráfico se reanuda rápidamente en las carreteras, se está preparando para una segunda ola viral. Aquí, el virus está llegando a la fuerza; allí vuelve en un bucle.
Pero, sobre todo, si es cierto que lo que cayó sobre nosotros de repente ya había sucedido hace mucho tiempo, ¿cómo pensar en la contemporaneidad de este acontecimiento que rompe como una ola mientras se enrolla sobre sí mismo? Quiero decir: ¿cómo entender sus regímenes temporales, por supuesto (sus evoluciones, sus picos y sus recesiones, sus reflujos), pero también y sobre todo su forma de ser o no ser contemporáneo de las mutaciones de nuestras sociedades?
En la última sesión de su curso impartido en el Collège de France en 1976 (Defender la sociedad), Michel Foucault introdujo una distinción entre las epidemias y “lo que podríamos llamar las endemias” (2000, 221). Esta distinción, que interviene en el trayecto de un argumento cuyas escansiones y estratificaciones temporales son complejas, marca un punto de ruptura que parece claro. De hecho, Foucault se está preparando para situar y articular entre sí “dos tecnologías de poder que se introducen con cierto desfasaje cronológico y que están superpuestas”: por un lado “una tecnología disciplinaria”, para lo cual “el cuerpo está individualizado”; por otro lado, “una tecnología aseguradora o reguladora” relacionada con “los procesos biológicos o biosociológicos de las masas humanas”, es decir, lo que propone llamar “una biopolítica de la especie humana” (2000, 225 y 220). La temporalidad –que gobierna el pasaje de las sociedades antiguas basadas en la soberanía a los mecanismos disciplinarios y luego a los de seguridad– está, por lo tanto, diferida (hay “cierto desfasaje”) y sedimentada (las dos tecnologías están “superpuestas”).
Ahora bien, para Foucault, a este cambio complejo de paradigma le corresponde una mutación nosológica que parece más marcada y más claramente puntuada (220-221):
“En esta biopolítica […] Se trata también del problema de la morbilidad, ya no sencillamente, como había sucedido hasta entonces, en el plano de las famosas epidemias cuya amenaza había atormentado a tal punto a los poderes políticos desde el fondo de la Edad Media (esas famosas epidemias que eran dramas temporarios de la muerte multiplicada, la muerte que era inminente para todos). En ese momento, a fines del siglo XVIII, no se trata de esas epidemias sino de algo distinto: en líneas generales, lo que podríamos llamar las endemias […].
Enfermedades más o menos difíciles de extirpar y que no se consideran, como las epidemias, en concepto de causas de muerte más frecuente sino como factores permanentes así se las trata— de sustracción de fuerzas, disminución del tiempo de trabajo, reducción de las energías, costos económicos, tanto por lo que deja de producirse como por los cuidados que pueden requerir. En suma, la enfermedad como fenómeno de población: ya no como la muerte que se abate brutalmente sobre la vida —la epidemia— sino como la muerte permanente, que se desliza en la vida, la carcome constantemente, la disminuye y la debilita.”
Por lo tanto, habría una copertenencia, una coimplicación entre las formas de enfermedad y las tecnologías de poder, dice Foucault en resumen. Y la pregunta que parece estar en boca de todos hoy, incluso en formas silenciosas o desconocidas, es sin duda esta: ¿de qué es contemporáneo el coronavirus? O, mejor dicho, ¿de qué es su metonimia o sinécdoque, es decir, a qué régimen o a qué tecnología de poder se une con las espinas que forman su corona? ¿Cuál es el organismo u organización del poder – soberano, disciplinado o biopolítico – que lo acogería y que formaría un sistema con él?
Para dar a esta pregunta su alcance completo, también debe considerarse, por un lado, que entre los “dominios” o “campos de aplicación” “que aparecieron entre fines del siglo XVIII” con el nacimiento de la biopolítica, existe lo que Foucault denomina “consideración de las relaciones entre […] los seres humanos como especie, como seres vivientes, y su medio”, es decir, la ecología en la medida en que también es contemporánea del biopoder (la palabra “ecología” apareció en 1866 en la obra del biólogo alemán Ernst Haeckel, Generelle Morphologie der Organismen). En resumen, la ecología, dice Foucault, es el problema de un « medio de existencia […] [en tanto] medio que no es natural y [que] tiene efectos de contragolpe sobre la población”, incluso si o precisamente porque “ha sido creado por ella”, uno de los ejemplos que da es precisamente el de “los problemas, por ejemplo […] de las epidemias ligadas a la presencia de terrenos pantanosos durante toda la primera mitad del siglo XIX” (222).
Luego debemos considerar, por otro lado, la extensión de los análisis foucaultianos que Deleuze propuso en 1990 en su “Post-scriptum sobre las sociedades de control”, donde sugiere “buscar correspondencias entre tipos de sociedad y tipos de máquinas” (1995, 282). Lo que denomina “sociedades de control” –una generalización de las disciplinas y del biopoder fuera de los muros institucionales e incluso en los microporos del tejido social– para él es la era del “virus” por excelencia (Deleuze habla de “virus informático”, ciertamente, pero lo que afirma en otro lugar sugiere que “los medios técnicos” y los “grupos de síntomas”, es decir, la “sintaxis de la información”, también se copertenecen) (1995, 274 y 211).
Entonces, ¿qué pasa con el coronavirus? ¿De qué sociedad sería el huésped? ¿Y a qué paradigma nosológico-político pertenecería? Mientras que los epidemiólogos esperan que el Covid-19 se convierta en un nueva enfermedad estacional, podemos preguntarnos si, siguiendo los términos de la distinción foucaultiana, estamos lidiando con una epidemia o con una endemia. A menos que sea más bien el resurgimiento de un temporalidad epidémica –uno de esos “dramas temporarios de la muerte multiplicada” de los que habla Foucault– en el corazón mismo de la “homeostasis” de las endemias reguladas por la biopolítica (2000, 221).
Lo que habría que pensar a partir de esto es una contaminación que ya no puede ser contenida o comprendida en la distinción entre lo epidémico y lo endémico: una contaminación, en resumen, que contamina estas categorías mismas, una con la otra. Lo que podríamos presenciar es una panendemia que no sería contemporánea de las sociedades pasadas de soberanía, por supuesto, ni de las sociedades disciplinarias y sus desarrollos biopolíticos, ni siquiera con los “controles” deleuzianos que los prolongan.
La epidemia amplificada como pandémica podría terminar por volverse endémica; pero lo inverso también es cierto: el mal endémico que corroe al sistema de salud capitalista ha estallado en una crisis pandémica. Es el tema de un monitoreo estadístico permanente, por supuesto, pero parece frustrar los preparativos de los seguros y los controles reglamentarios. En resumen, lo que surge con esta formación nosológica a la vez inédita y familiar, es quizás el diferencial de tiempo entre estos paradigmas a los que pertenece en ciertos aspectos, mientras los desborda por todas partes.
¿Una crisis de la crisis?
El acontecimiento denominado coronavirus excede entonces los paradigmas nosológico-políticos en los cuales uno quisiera inscribirlo. Estaríamos inclinado a decir que los pone en crisis, si no desbordase incluso la categoría misma de crisis. En su Manifiesto comunista, al hablar del “retorno periódico” de las “crisis comerciales” que sacuden a la sociedad capitalista, Marx y Engels las describían como una “epidemia social” (gesellschaftliche Epidemie). La regularidad de estas crisis terminó consagrando la expresión “crisis endémica”, que por ejemplo podemos encontrar en Jürgen Habermas. La palabra crisis, que pasa del griego al latín, tenía entre otros sentidos el de fase decisiva de una enfermedad o de edad crítica, climatérica: Séneca, en una de sus Epístolas morales a Lucilio, dice que él está en la misma “crisis de edad” (crisin) que su esclavo Pharius, porque ambos comienzan a perder sus dientes (Carta 83,4).
Pero la noción misma de crisis sigue siendo parte de lo que pone en crisis: al determinar la amenaza como crisis, “la amaestramos, la domesticamos, la neutralizamos”, señalaba Jacques Derrida, consultado en 1983 por la Quinzaine littéraire sobre lo que podría significar “la idea de que el mundo actual está en crisis”. La crisis, especialmente cuando es endémica, ya es el horizonte venidero de una salida de la crisis. Y por esa razón Derrida podía agregar: “A su vez en crisis, el concepto de crisis sería un último síntoma, el esfuerzo convulsivo para salvar un ‘mundo’ que ya no habitamos”.
En las últimas semanas se han hecho promesas que habrían sido impensables hace algunos meses, por ejemplo, para resucitar un sistema de salud pública moribundo. Queda por saber si se mantendrán dichas promesas (los signos no son alentadores). También con regularidad se hacen compromisos más o menos tácitos, por ejemplo sobre la naturaleza temporal y excepcional de las medidas de vigilancia masiva implementadas o en curso de experimentación (drones que miden la temperatura de los transeúntes, reconocimiento facial a pesar de las máscaras, aplicaciones de seguimiento de los tiempos de contacto por Bluetooth …). Aquí también, todo ya está listo y todo queda por venir.
Queda por ver si el coronavirus terminará siendo sólo una crisis más, quizás un poco más memorable que otras. Y, sobre todo, queda por decidir. Una decisión que también debe tomarse ahora (que ya parece haber sido tomada, y que ya parece haberse comprometido: ya nada será como antes, escuchamos que se repite en todas partes) pero que tendrá que tomarse una y otra vez más tarde. Lo que habrá sido el coronavirus, será necesario recordarlo en todos sus diferenciales de tiempo. Habrá que mantener viva la experiencia de las heterocronías que habrán tejido la textura medial de este acontecimiento. Definitivamente, habrá tomado muchos tiempos para sucedernos.
Barthes, Roland. 1999. Mitologías. México: Siglo XXI.
Deleuze, Gilles. 1995. Conversaciones. 1972-1990. Valencia: Pre-Textos.
Derrida, Jacques. 1983. “Économies de la crise”, Quinzaine littéraire, n° 399.
Foucault, Michel. 2000. Defender la sociedad. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
Habermas, Jürgen. 1999. Problemas de legitimación en el capitalismo tardío. Madrid: Cátedra.
Séneca. 1989. Epístolas morales a Lucilio, II. Madrid: Gredos.
Traducción del original en francés autorizada por Peter Szendy
Imagen:
Fotograma, A Torinói Ló (The Turin Horse), Béla Tarr, 2011.