Cuando hace algunos años atrás se discutía intensamente sobre el auge del populismo como revulsivo a las crisis democráticas, se decía con frecuencia que el populismo carecía de una visión sobre la institucionalidad. Esto implicaba la necesidad de mantener viva la aclamación constituyente. El primer Podemos consiguió definir este vector con una acertada figura bélica: “máquina de guerra electoral” le llamó Errejón. Pero hasta las máquinas se atrancan o se varan. Y una vez que esto acontece la pregunta sobre el “día después” vuelve a situar la pregunta por la mediación institucional. A esto Podemos siempre le temió, lo cual explica su lento declive: la fatigosa cooperación con el PSOE, la fractura interna del Partido en su segundo congreso, el cierre de filas entre líder y la base militante, y el humillante final de Iglesias tras las elecciones madrileñas de 2021. Una vez en el gobierno de coalición Podemos ha puesto de manifiesto su dimensión vicaria, menos preocupada en producir transformaciones irreversibles, que en modular sus hábitos carismáticos con altisonantes ademanes mediáticos. La paradoja de la teoría hegemonía siempre se mueve en esa bipolaridad constitutiva: por un lado, anhela la transformación del estado; por otro, deviene en un claro agente del estancamiento.
Pero la fuerza del inmanentismo populista no se da, al menos en primera instancia, como ilegalidad. Siempre permeable a un autoaprendizaje, sabe caminar por el “borde de la ilegalidad, con traspiés, pero sin caídas en ella”, por decirlo con palabras del pensador Jorge Dotti1Jorge Dotti. “Incursos teológico-político”, en Las vetas del texto (Los Cuarenta, 2009), 297.. Así ha ocurrido tras la más reciente Ley Orgánica de Garantía de la Libertad Sexual que pretendiendo absorber el abuso sexual a la agresión sexual ha terminado por degenerar en una expansión de fallos retroactivos que relaja penas a delincuentes sexuales y fomenta el punitivismo en detrimento de las garantías del nullum crimen sine lege. Desde hace mucho los sociólogos hablan de una futilidad racional en la que las intenciones de primer orden terminan por producir aquello que intentaban evitar. En este aspecto, la penumbra legalista del populismo ha sucumbido a su negación: mientras más intenta promover su intención moral, más estropea las garantías y la proporcionalidad propia del estado de derecho. Que la fuerza de la negación sea el corazón viviente de cierto populismo legalista no es un secreto a voces. Al fin y al cabo, la cadena equivalencial de la teoría populista se organiza mediante una lógica de sustitución. Y como el dinero, cada significación cobra sentido mediante la estratificación de los valores. Desde luego, la agregación de los valores es incapaz de suministrar un control positivo, ya que negar desaloja toda estabilidad normativa. En este sentido, el populismo no es anti-institucional en un sentido ideológico; es anti-institucional porque solo concibe su existencia mediante la producción de excepción.
Pero el habitus antiestatal presupone una manera específica de navegar el estado. De otra forma arriesgaría quedarse al margen de sus aparatos. Llegados a este punto el problema de las técnicas se vuelve central. Ante el backlash de la Ley Órganica, la reacción de Irene Montero, la cabeza del Ministerio de Igualdad y artífice de la legislación muestra una de sus herramientas: “el problema es la interpretación de la nueva norma por falta de perspectiva de los magistrados”. Como queda expuesto con claridad, la tarea del juez ya no se reduce a la aplicación del derecho, sino que debe interpretar la norma en línea con “el avance del feminismo”. De espalda a sus propias intenciones, Montero termina por subalternizar las conquistas del feminismo a la voluntad judicial siempre en posesión de una respuesta moralmente correcta. Como ha notado Andrés Rosler, los jueces se transforman en artistas que aspiran a verse reflejados en la práctica jurídica. Así, la intención de empoderar al “movimiento feminista” se diluye en el mar de la interpretación que hace de los jueces guardianes de la moral y príncipes de la legislación. Y sabemos que en la práctica judicial los métodos de la interpretación se vuelven un verdadero poder técnico para administrar y motorizar el contenido de las leyes a conveniencia.
Que una norma sea siempre derrotable libera una verdadera guerra de interpretaciones. En su indeterminación radical, la técnica interpretativa introduce a todo tipo de poderes indirectos y promueve gradualmente barrocas doctrinas o principios constitucionales. Ajeno a todo concepto político de diferenciación, la legalidad interpretativa solo consigue gestionar las facciones para su propia supervivencia. En este sentido, la jurisprudencia interpretativista no es tanto un producto de la era del estado moderno – que en realidad surge para neutralizar el poder de interpretación y “la guerra de las palabras” – sino un efecto instrumental de un nuevo estado cuya complejidad administrativa facilita nuevas estrategias de optimización que no necesitan de mediaciones autónomas sino de determinaciones organizadas por la técnica.
Ahora podemos ver cómo la descripción de la evolución estatal en Eurocomunismo y estado (1977) de Santiago Carrillo termina siendo profética en nuestro presente. Allí Carrillo escribía: «Dadas las dimensiones y las características de actuales del aparato del estado [la colonización del estado por el despotismo de la técnica], se puede y debe concretar cada más una crisis en el interior de ese aparato…así, estas nuevas corrientes en la sociedad tienen nuevas posibilidades de penetración en el aparato estatal y de conquista de sectores importantes de este [el estado funcional]»2Santiago Carrillo. Eurocomunismo y estado (Omegalfa, 2019), 24.. La estrategia del viejo revolucionario se materializa en que todo interpretativismo jurídico cuyas posibilidades siempre están al alcance de todos, aunque aprobadas a partir de un pueblo impolítico y discursivo. Para la facticidad del estado administrativo, todo formalismo termina abdicando en subrogados de legalismos tecnificados. Por eso no basta con decir que Montero y los artífices de la Ley Orgánica desatendieran la dimensión técnica del Código Penal. Al contrario, ellos han procedido acorde al estado que le corresponde a su presente, y desde su interior han explotado sus mecanismos hasta las últimas consecuencias. En este contexto, la interpretación se vuelve la vía bascular para suturar la funcionalidad administrativa, el imperio de la legalidad, y la validación mediante la fuerza de la “opinión pública”. Este nudo gordiano termina por penalizar las razones para actuar y activar la astucia de las justificaciones. Una legalidad desprovista de legitimidad y mediación da vuelta de página a la autonomía de lo político. La legalidad tecnificada anuncia una nueva fase de la guerra civil en la que los poderes indirectos ya ni constituyen una amenaza, y alcanzan a hablar en nombre del “bien” o del “cuidado”. Eso sí, siempre y cuando sean interpretados.
Imagen de portada: Pablo Zamorano @Locopek