Pablo Oyarzún es filósofo, traductor, ensayista y académico de la Universidad de Chile. Su prolífica actividad intelectual ha dejado tras de sí numerosos libros, investigaciones y ensayos, entre los que se encuentran El dedo de Diógenes (1996), Arte, visualidad e historia (2000) y Entre Celan y Heidegger (2005). Junto con esto, ha realizado destacadas traducciones al español del pensamiento de diversos autores como Benjamin, Kant, Epicuro, Baudelaire y Swift.
Luca De Vittorio: Me gustaría comenzar mencionando algunas características que se le atribuyen a lo que se llamó la “universidad moderna” o al proyecto moderno de universidad, que hoy está en crisis o, directamente, caduco. Esto con el fin de ofrecer luces sobre lo que sería su reverso negativo: “la universidad contemporánea”.
En primer lugar, el imaginario moderno de la universidad albergaba en su seno una concepción emancipadora del conocimiento ligada a las fuentes de la ilustración y el ideario humanista, conocimiento que tenía su génesis en esa institución por antonomasia. En segundo lugar, la orientación técnico-profesional de la formación universitaria, subordinada a las exigencias que imponía la realización de un proyecto superior, de un ideal organizador que la guiaba y la dotaba de sentido, adquiera este la forma del fortalecimiento del Estado, del progreso de la nación, el desarrollo de la sociedad, etc. Finalmente, el carácter crítico-político que ostentaba esta institución, que consistía en poner en relación a un pueblo con su historia y, a través de debates, foros, reflexiones colectivas y otros ejercicios críticos, ofrecer nuevas coordenadas de acción política para extender los márgenes de lo posible.
Hoy asistimos al quiebre de esa configuración en aquellos tres aspectos: el conocimiento perdió su carácter ético, y terminó adquiriendo el mismo revestimiento metafísico que cualquier otra mercancía. La profesionalización y la tecnificación se pusieron al servicio de proyectos particulares de vida, desanudados de cualquier marco de referencia colectivo que los integre dentro de un proyecto global o común. Y el aspecto crítico-político parece redundar solo dentro del mismo horizonte académico dentro del cual emergen, sin hallar correspondencia con programas de acción colectiva, con sujetos políticos o con otras sensibilidades que desborden al espacio universitario.
¿Cómo percibe este quiebre y qué notas le atribuye?
Pablo Oyarzún: Yo creo que la universidad moderna entró efectivamente en crisis hace bastante tiempo. La descripción que tú estabas haciendo se ajusta a un tipo de universidad moderna, que tiene el carácter de ser republicana, es decir, una universidad ligada a procesos de constitución de una república. Y es un modelo bastante singular por el vínculo que tiene con el Estado, con su constitución y la constitución misma de la nación a través del Estado; en determinados casos puede ser el gran órgano del Estado para ir configurando la nación y constituyendo precisamente un sentido de nacionalidad. Es una descripción muy ajustada a lo que sería, por ejemplo, la Universidad de Chile. Pero ese modelo no es tan enfático en otros casos de América Latina. Hay otros modelos de la universidad moderna, como el humboldtiano, el napoleónico, el americano, que no tienen ese vínculo tan directo con la constitución de identidades nacionales, como Harvard o Yale, que son notables y notorias y que ofrecen también un gran servicio público, contribuyendo a la formación de cuadros estatales, gubernamentales, etc.
No obstante, creo que hay rasgos comunes. Creo que la convicción de que el conocimiento tiene un potencial emancipatorio es algo propio de la universidad. Ese factor que mencionas es un gran tema, que fue propuesto por la Ilustración, y que pone énfasis en las capacidades que el conocimiento tiene por sí, que por sí mismo te permite alcanzar ciertos niveles de conciencia respecto tu propia situación que fundan la autodeterminación y que, por tanto, suministra condiciones para ejercer tus capacidades y posibilidades de acción en la sociedad de manera transformadora. Y esto está unido a la valoración del conocimiento por sí mismo y a su potencial emancipatorio, que no le viene de fuera, sino que le es inmanente: el conocimiento no solo permite orientarse mejor en el mundo, sino que contribuye decisivamente a la autonomía del sujeto. La universidad moderna se construye sobre estas bases, sin perjuicio de todas las limitaciones que el ejercicio de la libertad —la “libertad académica”, de enseñanza y aprendizaje, Lehrfreiheit y Lernfreiheit, como se postuló en la universidad alemana decimonónica— pueda tener, también, dentro de la misma universidad.
Pero lo que parece ser un cambio radical es la adaptación de la universidad moderna en proceso de transformación es la adaptación a los modelos y las lógicas empresariales. No es que yo esté en contra de planes estratégicos, indicadores de eficiencia y cosas similares; por el contrario, me parece que son importantes. El problema aparece cuando eso se convierte justamente en el eje central de la universidad, y cuando las universidades tienden a ser gobernadas fundamentalmente por las vicerrectorías económicas; entonces tenemos un problema, ya que hay desarrollos académicos que quedan de alguna manera subordinados a decisiones de carácter tecnocrático. Esto uno lo ve, por ejemplo, en el sistema de apoyo al trabajo universitario, como el sistema de concursabilidad. Esta también es una importación del principio de la competencia. Hay un sometimiento a una condición de competitividad extrema que no considera los tiempos de producción del conocimiento, que son en muchos casos enteramente ajenos a los que, por ejemplo, una empresa productiva o de servicio exige. Son anómalos porque tienen el factor creativo, que no puede ser medido por sus resultados, ya que pueden no dar ningún resultado. Y, sin embargo, el proceso es determinante. Entonces, cuando no tienes una capacidad para analizar o, incluso en algunos casos, cuantificar procesos, y todo lo cifras en rendimientos y resultados, estas afectando el propio proceso cognoscitivo, y eso tiene que ver con la importación de criterios tecnocráticos. Otro ejemplo es el de la docencia y su “formación por competencias”. Esa formación siempre se ha hecho de alguna manera, como cuando tú le enseñas a alguien a pintar (risas) o en el manejo de equipos de laboratorio, etc., y no tienes por qué llamarlo así. Lo que en verdad quiere decir esta expresión es la adaptación al mercado laboral. O sea, estás preparando para el mercado, y para un mercado que tiene ciertas exigencias que no son las mismas que uno podría pensar que la “academia” le exige a un proceso formativo. Entonces tiendes a adaptar a la universidad, a la formación terciaria en general, al mercado laboral. Esto, por cierto, es parte del asunto, pero no se debe convertir en eje y razón de ser de la formación. Y a esto se le añaden otros elementos, como que el mercado laboral cada vez tiene más flujo, que aquello en lo que te formaste puede no ser en lo te termines desempeñando, etc. Y, teóricamente, eso también atiende a los procesos identitarios de las personas, que toman decisiones y opciones distintas, pero que están reguladas por el mercado. Finalmente, escoges un menú; no son propiamente decisiones libres en función de, por ejemplo, aspectos vocacionales.
Personalmente, creo que alguien entra a la universidad por algún tipo de “pasión”, y esto se da en todos los casos: alguna pasión has tenido que experimentar en la pregunta de por qué necesitamos conocer. Esta pregunta a todo el mundo se le presenta, aunque sea de manera vaga, a veces incluso inaudible. Entonces me parece que no solamente se atenúa, sino que se acalla eso con este tipo de organización tecnocrática de la universidad, que uno podría sueltamente llamar “neoliberal”. Pero esta denominación requiere de explicaciones. Por mi parte, estoy convencido de que los sistemas contemporáneos a los que, de un modo u otro, tienden a adaptarse las universidades hoy son sistemas neoliberales de producción del conocimiento. Pero, claro, eso hay que demostrarlo, hay que elaborar el concepto.
LDV: Se ha vuelto una especie de mantra…
PO: Es un mantra, y es una cuestión muy retórica, porque tú sabes que a una audiencia relativamente extensa le gusta oír eso porque cree que ya le resuelve el problema, cuando en realidad eso es lo que constituye el problema; eso es lo que tienes que pensar qué diablos es.
Uno de los motores de esa adaptación es la relevancia que se da a la gestión eficiente. Sin duda, la gestión es importante, los indicadores con que cabe medirla y evaluarla son relevantes, así como lo es también cuantificación. Si dices que todo tiene que ser cualitativo hipotecas parámetros y criterios. Pero la cuantificación no es para estandarizar, que es la finalidad preferente de las fórmulas de indicadores de gestión y resultados académicos, de los porcentajes de participación de proyectos de investigación a nivel nacional, por ejemplo, etc. Lo interesante de la cuantificación es la variación que puede registrar: te permite reconocer dónde están los promedios y cuáles son sus desviaciones, y de estas, cuales son particularmente creativas. En rigor, deberían servir para fomentar y favorecer esas desviaciones, esas anomalías. Las universidades viven de eso.
Lo que pasa realmente en la universidad es que hay una creación de conocimiento que nunca se limita a la universidad, porque tiene que ver con la experiencia, y la experiencia no se gana solamente en la universidad, sino que viene de afuera. Entonces el afuera de la universidad, su exterior, es determinante. Y cuando tu estandarizas también cierras la universidad, afianzas sus muros de tal manera que no se produzca esta suerte de contaminación con el exterior.
LDV: De la pregunta por el lugar de la universidad en la sociedad contemporánea procede otra, de casi idéntica relevancia: ¿Cuáles son los criterios que permiten juzgar el cumplimiento de la función de una universidad? ¿qué es lo que nos permite diferenciar a las universidades según su calidad, prestigio y nivel de reconocimiento? Hoy en día, se juzga el cumplimiento de la función universitaria a través de estándares de calidad, que comprenden asuntos relativos a la retención de estudiantes, cantidad de estudiantes titulados, cantidad de publicaciones indexadas por su cuerpo docente, etc. Esta cuestión, como decía, proviene de una anterior, relacionada con el lugar que ocupa hoy la universidad. En este sentido, ¿qué lugar le indican a esta institución semejantes criterios de evaluación? ¿cómo contraponer esa manera de parametrizarla con otra forma de medir su cumplimiento, con otra tarea histórica y, con esto, cómo repensar el lugar que ocupa esta ocupa en la sociedad contemporánea?
PO: Uno podría hablar de ese tema en términos de acreditación. Ese es hoy en día el esquema fundamental, que opera en todas partes. Necesitas estar acreditado para hacer cualquier cosa que sea valorada académicamente, para optar a determinada cantidad de recursos, etc. Entonces es un régimen muy exigente para la universidad en términos de que tienen que estar constantemente presionando e incentivando (¡ambas cosas!) en estas condiciones específicas (por ejemplo, publicaciones WoS, Scopus, etc.) que te exigen cierta forma de comunicación estandarizada. Entonces, tienes un grupo de gente que está trabajando en procesos cognoscitivos que están bajo estas presiones e incentivos simultáneos porque la misma universidad está bajo estas mismas presiones.
Volviendo al tema de la acreditación, hay mucho de factoría en eso. Hay cierto modelamiento de la conducta académica. Uno podría decir que se pierde el incentivo por la contribución al país, a la región, a la comunidad local, que no tiene más retorno que esa misma contribución. Eso queda completamente excluido por este tipo de estandarización. Pero lo que me parece más complejo es que formatea completamente a la universidad, o sea, produce un formato único de universidad, y eso es un problema porque hay proyectos universitarios que tendrían que declararse necesariamente distintos (piensa, por ejemplo, en el desastroso caso de ARCIS, o en la Academia de Humanismo Cristiano). Y cuando logras la estandarización, justamente en las áreas de esas instituciones, queda la pregunta de cómo se entiende la universidad. Surge ahí ese otro problema, que es el de formatear el propio proceso cognoscitivo.
Quiero resaltar el hecho de que uno tiene que pensar el proceso docente como un proceso continuo de generación de conocimiento. Por lo tanto, es deseable que las personas que enseñen, no necesariamente todos, porque hay variedad en esto, también investiguen, que tengan capacidades investigadoras. Y estas no se reducen necesariamente a la obtención de fondos concursables o publicaciones, sino que son de otra naturaleza, que son justamente capacidades investigadoras asociadas a la docencia, que conectan a las y los estudiantes con su experiencia. Y esas capacidades no se valoran. La investigación acreditada o acreditable es la que tiene más valor, y la docencia pasa a un segundo plano. A pesar de ser misión de la universidad, es una función de segundo orden.
La universidad debería ejercer su autonomía para definir líneas de investigación. Y esto, por supuesto, en conversación con el medio social, con los intereses investigativos del cuerpo académico de la universidad y con lo que la universidad pueda anticipar en términos de transformaciones y cambios del medio, capacidad que ha perdido significativamente. La universidad ya no tiene esa capacidad para anticipar problemas que puedan surgir en la sociedad, problemas que están de alguna manera latentes, virtualizados, como el estallido social, la crisis del Wallmapu, la inmigración, etc. Estos problemas eran en cierta medida obvios, de larga data en su latencia, y sin embargo no se previó lo que pasaba allí y lo que podía pasar. Es preciso tener capacidad de anticipación, lo que define, a su vez, líneas prioritarias de investigación. Y aquí es donde la concursabilidad tiene que estar necesariamente limitada. Es preciso saber que no todo es concursable, que no se trata de restringirse al mercado investigativo, sino que tienes que generar conversación con la sociedad, y esto lo puedes hacer de diversos modos. Para eso tienes que generar dentro de la universidad condiciones de audibilidad respecto las demandas sociales y las tendencias de cambio.
En fin, creo que es parte esencial de la crisis de la universidad moderna el que estas se han transformado en agencias de legitimación del conocimiento. La universidad se convierte en una agencia certificadora, que a su vez es certificada. Pero eso implica una renuncia al menos parcial al proceso del conocimiento, proceso que no es necesariamente formal. Tú también tienes procesos informales en la sociedad, como las soluciones que encuentras en la calle, en la plaza, en la población, donde sea. Eso es interesante, porque ahí hay una productividad asombrosa, informal y no legitimada.
LDV: Venimos hablando de un profundo cuestionamiento a algo que es una función específica y connatural de la universidad, la generación de conocimiento. Por ejemplo, en los procesos de postulación de fondos concursables, existe una ampliación putativa de criterios científicos a dominios del saber que no se remiten a esa modalidad de conocer. Esto señala, me parece, la existencia de una racionalidad, en el sentido de un conjunto de reglas que estructuran y determinan la dinámica de un campo de acción (en este caso, del campo de investigación), que impone los estándares para validar un conocimiento auténtico y verdadero, con todas las notas que este tiene bajo el modelo cientificista (aplicabilidad, verificabilidad, utilidad, etc.).
¿Cómo entiende usted las formas en las que hoy se produce, circula y se distribuye el conocimiento? ¿Dónde nace, a quién va dirigido, y por qué canales?
PO: Sobre las distintas especificidades epistémicas, tienes por un lado las disciplinas STEM (Science, Technology, Engineering & Mathemathics), tienes luego a las ciencias biológicas, biomédicas y bioquímicas, que pertenecen a la órbita de las ciencias llamadas “duras”, pero tienen una diferencia fundamental, que es el trato con la vida. Luego tienes a las ciencias sociales, que no están exactamente en el mismo lugar que las humanidades, a pesar de que no existen sin la relación con el mundo social. Entonces tienes 4 regímenes epistémicos, sin mencionar las artes, que hacen las cosas aun más complejas, regímenes que tienden a ser homologados u homogenizados bajo los criterios de evaluación, certificación y, tratándose de la captación de recursos para la investigación, concursabilidad. Hay ahí dos elementos: sí, hay una homogenización que resulta enojosa, por así decirlo, para disciplinas cuya función u operación no es identificable u homologable al modo de operación de una disciplina científico-técnica. Pero, por otro lado, está esa frecuente actitud defensiva, que impugna los criterios de evaluación reivindicando una especificad irreductible, y eso no me lo compro. Todas las disciplinas tienen rasgos especiales.
Entonces, en rigor, yo creo que una parte del alegato respecto de la división entre ciencias y humanidades es que está mal encaminado, porque no entiende que tanto las humanidades como las ciencias, aparte de las relaciones que pueden establecer entre ellas, están sometidas a los mismos condicionamientos, que son los que impone esta productividad “neoliberal”. Incluso las ciencias están más estrictamente sometidas todavía, porque nosotros de alguna manera nos podemos sacar el pillo (risas). Por ejemplo, en filosofía puedes comprometer algo y no cumplirlo porque el curso de la investigación te llevó hacia otro lado, quizá hasta muy distante, justificarlo con algún grado de persuasión y aportar “productos” quizá en abundancia; lo he hecho muchas veces. Es muy difícil que eso pueda pasar en ciencias. No obstante, en nuestro campo, esa invención es lo más creativo.
Por otro lado, esa igualdad de condicionamientos restrictivos obliga a los especialistas en humanidades a hiperespecializarse, a encerrarse en la universidad, a conversar solamente con los pares, cosa que me parece bien, pero limitadamente, porque si conversas solo con tus pares se te olvida cual era tu objeto! (risas). Este no son los pares, está afuera. Y tienes que conversar con tu objeto, porque tiene la gracia de que también conversa. Por eso también me interesa, por ejemplo, el patrimonio, porque ahí también las cosas te conversan, pero lo más interesante de la cosa es lo que silencia. Ese silencio te reclama, te obliga a salir de ti y de tu reducto asegurado. Entonces tienes que mirar hacia allá, estar allá a la vez, no puedes encapsularte todo el tiempo. Puedo obtener proyectos, puedo producir artículos hiperespecializados y publicar en revistas indexadas, pero no estoy conversando de veras; estoy en mi reducto, y en el fondo estoy hablando conmigo mismo, porque los pocos interlocutores que esa producción recóndita pueda tener piensan, a fin de cuentas, lo mismo que yo.
Y eso es lo que implican estos condicionamientos, y también llevan apareada otra cuestión compleja, que es lo que te mencionaba respecto a una pregunta que me parece fundamental: por qué hemos necesitado conocer. Es una pregunta se plantea a nivel personal, individual. O sea, es obvio que si no conoces te vas a la cresta (risas), como el animal ingenioso de Nietzsche que inventó el conocimiento y que, si no emplea las míseras armas con que viene equipado, es decir, si no disimula según lo que le permite aquella invención, no dura ni un momento en la tierra. Es cierto. Pero eso quiere decir que el conocimiento tiene esa raigambre. Quizá por eso dice Aristóteles que los seres humanos no solo desean, sino que tienen hambre de conocer. Este deseo está directamente ligado a las condiciones de la existencia. Pero si esto es así, entonces está ligado al deseo en su fuerza elemental, que es un poco lo que toda la historia de la filosofía ha reconocido y al mismo tiempo no ha querido conocer: el vínculo entre conocimiento y deseo, porque ese vínculo siempre excede al propio conocimiento. Y eso es lo que yo llamaba hace un instante “pasión”; esto es lo que tiene de incuantificable el conocimiento. El momento improductivo es lo más creativo del conocimiento, cuando no hay ninguna pista de nada, cuando solo hay urgencia de saber, porque ese es el momento de la invención en el viejo sentido de la palabra, de invenire, que algo te salió al paso, algo vino hacia ti, algo que no era anticipable. El conocimiento trabaja con eso y eso mismo lo trabaja; las estandarizaciones que lo vuelven todo más o menos homogéneo reducen eso, lo acallan, hasta opacarlo y finalmente atrofiarlo del todo.
Ese es un lado. Por otro, creo que hoy en día, si quieres hacer algo socialmente relevante no lo logras si no despliegas un trabajo que conecte las disciplinas y las áreas y que las confronte “en terreno”, para decirlo así. Porque los problemas que plantea la sociedad contemporánea son de tal complejidad y magnitud, que no es posible resolverlos modelándolos en el laboratorio, cualquiera que este sea. El modelamiento tiene límites en este sentido, y no podrá ir más allá de ajustes, similitudes, simulacros; llevado a la realidad se va a encontrar con aquello que ya no es un simulacro (risas).
LDV: ¿Este trabajo estaría entonces motivado por ese ideal de conocimiento de que todas las verdades se tocan?
PO: Creo que va más allá de eso. Es una exigencia absoluta para la universidad, que hace necesario que revise todos los procesos de estandarización, que operan en todos los niveles y en todas las dimensiones de la actividad académica, a fin de poder abrirse a problemas que no son modelables, y donde participa siempre, inevitablemente, ese factor anómalo que es el factor “humano”. Y es anómalo porque no es ontológicamente estable; lo humano es siempre un exceso respecto a sí mismo. Y en ese exceso destellan las verdades.
LDV: Me interesaría concretar aún más este problema de la universidad al asunto de la producción de discursos críticos que emanan del espacio académico. Pensando este problema, se me vino a la mente la crítica que Benjamin le realiza al poeta Kastner en un texto titulado Melancolía de izquierdas. Benjamin le impugna que su poesía era un producto destinado a las capas medias acomodadas, desconectada de la realidad del movimiento obrero. Sostenía que su función política era crear “clichés” más que partidos, su función literaria era crear modas más que escuelas, y su función económica era crear agentes, y no productores. En último término, su significado era el agotamiento de las fuentes revolucionarias y su transformación en objetos de distracción y consumo, sin acción política. En palabras de Jodi Dean, discursos de esta clase “transmiten el aparato burgués en vez de transformarlo, integrando temas revolucionarios en el aparato burgués de producción y difusión, sin cuestionar en ningún momento la existencia de la clase burguesa”.
¿Cree usted que esta situación es aplicable también a la producción de discursos críticos que emergen de la universidad y que, al no tener correlación con los procesos sociales y la vida política, acaban girando sobre sí mismos? ¿Cuál es su diagnóstico al respecto?
PO: Me llamó la atención la expresión clique, que viene del francés, pero que también se usa en el alemán, en inglés, y que denota grupos pequeños cerrados, que comparten intereses y que pueden ser de carácter elitista, porque eso también se da en la universidad con el discurso crítico. Ahí se genera una especie de complicidad entre varias personas que comparten una misma lengua crítica. Creo que esto pasa mucho por la lengua, por la posibilidad de encerrarse en categorías críticas que no tienen mayor conexión con lo que uno llamaría, en términos bastante vagos, es cierto, la “base social”. Pero es verdad que hay una desconexión en los discursos que siguen una espiral ascendente, y que olvidan bajar al lugar de donde han emergido o cuya conflictividad o complejidad los ha motivado, y olvidan la pasión que les dio origen, que es, a fin de cuentas, un asunto central. La materialidad del problema, la lengua y la pasión van aquí de la mano.
Al final, tiene que ver con discursos que se solazan en su propia complejidad, y yo no puedo creer en discursos de esa naturaleza. Pero tampoco puedo creer en discursos que pretenden hablar la “lengua del pueblo”, porque eso no existe. Lo que sí existen son giros y expresiones y sobre todo tonos y ritmos y gestos y estilos que encontramos cotidianamente, y que encontramos de manera que no implican homogeneidad o identidad, sino que una cierta audibilidad, una inteligencia, un entendimiento respecto del decir, del dialecto del caso. Creo que eso no le puede faltar al discurso crítico.
La conexión del discurso crítico puede estar a través del activismo, que es un elemento importante. Pero también hay otras posturas que son más reticentes, y no porque no quieran saber de ese asunto, sino porque entienden que su tarea es distinta. Pero, dentro de esos, creo que existe algo como un alambique crítico, que termina destilando licores que solo muy pocos pueden catar. Estoy pensando un poco en filosofía, pero también se da en otras disciplinas afines. Cuando tu incorporas una lengua crítica, la lengua de un autor, por ejemplo, como una jerga, eso constituye un problema, porque no cabe hablar en una jerga crítica que sean muy pocos los que la entiendan. Tienes que abrir brechas en los discursos y entre ellos; en cierto modo, la capacidad crítica de un discurso depende más de la brecha que de lo que dice. Esto tiene que ver con que logras, en un momento, conectarte con algo que es distinto a lo que estás diciendo, con otras lenguas. Creo que esto es fundamental. O sea, aparte de los otros elementos propios del discurso crítico, como la elaboración de una argumentación que busca poner al descubierto vulnerabilidades y discriminaciones, intereses, propósitos de sectores sociales retardatario, etc. Esa disposición a sospechar y a poner de manifiesto cuestiones que quieren pasar encubiertas como modos hegemónicos de control y poder en la sociedad, todo eso es parte del discurso crítico. Pero eso no puede quedar reservado para unos pocos, para el privilegio de la lucidez. A veces la ceguera ve mucho más que la lucidez. Entonces uno también tiene que estar abierto a entender algo que tiene más que ver con el peso de la experiencia que con la brillantez del discurso.
Esos tres asuntos, entonces, me parecen esenciales: la pasión, la experiencia y las lenguas.
LDV: ¿Es posible la generación de un pensamiento crítico que se mueva en los intersticios del mercado y del Estado, que escape tanto del capital como de la burocracia?
PO: Yo creo que, en términos generales, no. En términos particulares, específicos, siempre existe la posibilidad de la captura. Tú puedes abrir lagunas en la totalización mercantil de la sociedad en determinados momentos y a través de determinadas operaciones. Pero, por una parte, esa totalización es muy dúctil, muy elástica. Y, por otro lado, es muy resistente a todo tipo de rupturas, de irrupciones. Entonces, ya sea por elasticidad, que absorbe los golpes que recibe, o por resiliencia y resistencia, que logra recomponerse después de haberlos recibido, lo que hace que la tarea del pensamiento crítico sea muy compleja.
Por lo tanto, creo que lo esencial de esta tarea consiste en que no puede descansar; no hay tregua. Porque es muy difícil producir un concepto crítico que no pueda ser reconvertido por esa totalización mercantil de la sociedad. Aunque creo que los hay, discursos y conceptos que tienen ese vigor, porque han logrado abrir un espacio que no es mercantilizable, que no es negociable, pero es muy difícil. Por eso te digo que la cosa es sin tregua y sin cuartel.
LDV: Y sobre estos discursos o conceptos críticos que se resisten a ser reconvertidos por la lógica de la mercancía ¿su fuerza radica en que su contenido mismo pone en cuestión los principios sobre los cuales descansan las posibilidades de la propia mercantilización?
PO: Tal vez el contenido sea lo más fácil de incorporar, de reconvertir. Pero el gesto, la forma, el estilo, el tono en que eso es propuesto: eso es lo que puede ser justamente lo más difícil de mercantilizar. En el arte, creo que hay obras bastante, como Lonquén 10 años de Gonzalo Díaz, son obras que no tienen necesidad de ser interpretadas, a pesar de que uno lo hace, pero no es imperativo, porque el silencio dice mucho más que la interpretación. Las brechas a veces son eso.
LDV: Volviendo al asunto de la universidad, en el último tiempo ha incrementado significativamente el volumen y la magnitud de publicaciones en diversas áreas. En relación con esto, se me presenta la imagen de La biblioteca de Babel de Borges, ya que en esta se ofrece la descripción de un receptáculo infinito en donde todas las combinaciones posibles entre signos de todas las lenguas fueron cristalizadas, todas las proposiciones articuladas y las conexiones de las palabras entre sí fueron establecidas. Es un escenario, en último término, en donde el dicho sobrepasa definitivamente al decir. El punto de contacto que habría entre este relato y la copiosa producción teórica que existe hoy en la academia sería que, a pesar de la abundancia de información, no hay espacio para que acontezca el pensamiento. La potencia intempestiva, disruptiva e impetuosa de este último queda completamente suprimida al no haber espacio para la novedad, para el quiebre del circuito simbólico que hoy organiza el saber académico.
¿De qué manera piensa usted la excesiva e inaudita proliferación del conocimiento que emana de la universidad?
PO: Borges también ofrece la figura de Pierre Menard, que es como la contraparte de la biblioteca de Babel, porque está siempre produciendo algo totalmente nuevo a partir de la mera repetición. Esa paradoja en Borges es muy interesante.
La productividad, en términos de publicaciones, participación en congresos, patentamiento, etc., está forzada por el mismo formato contemporáneo de producción del conocimiento. No te sostienes en la universidad si no estás produciendo todo el tiempo, lo que lleva muchas veces a clonar tu producción. Terminas dándote vueltas sobre ti mismo, escribiendo cosas que si son leídas o citadas es simplemente para mantener la máquina funcionando. Eso difícilmente puede ser catalogado como generación de conocimiento, porque esta implica, si uno se la toma en serio, el momento de la invención. En la gran mayoría de las producciones académicas creo que ese momento no existe.
Pienso en una época donde hubo una enorme reflexividad y capacidad inventiva, que es el momento en que la historia natural se transforma en biología. Es interesante por las preguntas que se plantean: se acaban los reinos naturales de Aristóteles, aparecen nuevos fenómenos que no sabes donde pertenecen, etc. Y todo eso es fascinante, porque tienes que estar abierto a que se te presenten lo que no puedes clasificar, lo que no es categorizable. Y esto es lo que te obliga a inventar.
Y lo que hoy es hegemónico es un modo de producción del conocimiento, un modo de producción que llamaría tardocapitalista o neoliberal. Respecto de la generación de conocimiento en términos de hallazgo, de surgimiento de nuevas criaturas conceptuales, es fuertemente restrictivo.
LDV: Esta apertura a los nuevos fenómenos que usted menciona también implica realizar un trabajo reflexivo sobre la propia planilla conceptual prestablecida a través de la cual se comprenden esos mismos fenómenos. Estas son dos perspectivas estrechamente relacionadas: abrirse a nuevos fenómenos y cuestionar el propio marco categorial de referencia.
PO: Totalmente. Debes tener un cierto anclaje disciplinario, porque es justamente ese anclaje el que termina siendo, si no desmontado, por lo menos puesto en riesgo, por la aparición de fenómenos que no puedes resolverlos dentro de la grilla de conceptos y categorías que manejas. Ese contraste es muy vital. Para mí, esa apertura es diletantismo (risas). Hay muchas cosas que a uno le interesan, que te abren el mundo, y no por mera curiosidad. Apareció algo que te abrió el mundo y que simplemente no estabas viendo ni podías prever, y vale la pena pensar en esa parte del mundo, en ese aspecto o modo del mundo, y lo piensas desde ese anclaje que tienes. Y este puede perfectamente entrar en crisis al pensarlo. Ambos asuntos están fuertemente ligados.
Pero lo importante es la disposición a dejarse afectar por cosas que hasta ese momento no estaban previstas por tu arsenal conceptual. Ahí pasa algo que yo entiendo por “ocurrencia”. Para que se te ocurra algo, también algo te tiene que ocurrir. Yo diría que nuestras sociedades están construidas sobre el ansia de seguridad. Las sociedades tardocapitalistas funcionan con seguridad como lo autos con bencina. Pero resulta que la vida misma es insegura. Entonces, te aseguras contra algo que es absolutamente incierto.
Yo creo que el conocimiento tiene que ver, por una parte, con la inseguridad, y muy radicalmente, porque finalmente tiene una relación directa con la existencia. Porque es por la existencia que tuviste la necesidad de conocer. Y, por otro lado, también ese momento improductivo, que llamabas la intempestividad del pensamiento. Ese momento de suspenso es el momento clave, porque el pensamiento suspende su propia instrumentación, y eso es sumamente importante porque quiere decir que algo real está ocurriendo. Justamente el riesgo de lo real (y lo real es el riesgo, sin más) está ahí, y esto es lo más fascinante de pensar.
Entonces tienes estos dos asuntos que para mí son centrales: inseguridad, que tiene que ver con fenómenos que no están previstos, que no están alojados en tu sistema conceptual vigente, y el momento improductivo, que es el momento meramente reflexivo, ya que lo que está pasando es algo que ni siquiera le puedes plantear una pregunta, porque se anticipa al momento de la interrogación. Y esto no lo digo al nivel de los grandes hallazgos conceptuales o los descubrimientos científicos, sino que pasa a nivel de las vidas cotidianas.
LDV: Me gustaría finalizar invitándolo a una breve reflexión sobre la situación local de Chile. Se podría decir que la crisis moderna de la universidad acá comenzó con la fragmentación de las universidades públicas en 1981, y culminó con la Ley orgánica constitucional de 1990 que les otorga a las universidades privadas autonomía económica y administrativa.
¿Cuáles son las consecuencias más perniciosas que usted percibe en esta transformación?
PO: Entre las consecuencias más perniciosas se encuentra la aguda privatización que han sufrido las universidades públicas, que uno percibe y vive en su propia universidad, donde hay una proliferación de pymes (risas). Porque si tú llevas a la universidad al autofinanciamiento, produces varias secuelas, porque tienes que captar recursos por diferentes vías (posgrados, servicios, etc.) y cada una de esas opera como una pyme. Este es un efecto fundamental, y las universidades públicas más “solventes” no están ajenas a esta cuestión.
Pero la cuestión genérica es que todos estamos de algún modo formateados como subjetividades neoliberales, nadie puede declararse ajeno a eso, nadie puede declararse virginal en ese sentido. Nuestras prácticas cotidianas están atravesadas por eso inevitablemente. Esas prácticas también están presentes en la universidad, y en determinados momentos en los mismos estudiantes, que en determinadas movilizaciones han reclamado como clientes, porque no se les rinde el servicio que se les prometió, y esa es una relación que tienes con una empresa del retail. Felizmente no es la mayoría de los casos, pero pasa también.
Existe ese gran efecto pernicioso que tiene que ver con los recursos económicos, y eso determina todo el resto, todo lo demás queda comprometido por la necesidad de captar recursos externos y administrarlos eficiente y restrictivamente. Y esto tiene que ver directamente con la atrofia del espacio público en Chile. Cuando piensas en movilizaciones sociales, de estudiantes, de mujeres, en el estallido social, todo eso tiene que ver con tentativas de recuperación del espacio público, un espacio que está altamente privatizado.
Por eso mismo, una tarea para las instituciones que se declaran a sí mismas públicas, y que tienen un deber con eso, que son instituciones del Estado y tienen que reclamar a su vez su propia autonomía respecto al Estado, una tarea, por una parte, es ser suficientemente plurales en su interior, y por otra, ser también suficientemente precisas en cuanto al modo de contribución a lo público que tengan. Eso quiere decir que hay cosas que una institución pública no puede admitir en su interior, y el pluralismo tiene un límite en ese sentido, que es cuando tienes grupos en la propia universidad que pueden llegar a desvirtuar su propia condición y autonomía. Si uno cree que la universidad todavía sigue siendo relevante en términos sociales, uno tiende a pensar que no se puede transar la propia autonomía universitaria. Todo tipo de finalidad ideológicamente restrictiva transa esa autonomía, de la que, no obstante, es inseparable, me parece, que la universidad ¡se mantenga abierta a las demandas, experiencias y expectativas del espacio público. No puedes afirmar en toda su envergadura la autonomía de la universidad sin saber lo que pasa afuera, si no eres lo suficientemente receptivo respecto de lo que está pasando en el exterior.
Es una tarea muy difícil, especialmente cuando se trata de convertirla en gestión, que es un problema serio de las universidades, porque la gestión, dada la condición actual en la que se encuentran las universidades, y especialmente las estatales, es de tal naturaleza que tiende a mantener el estatus quo.
LDV: Y esas tendencias a mantener el estatus quo son las mismas que clausuran a la universidad respecto de lo que pasa afuera.
PO: Exactamente. Puedes mantener algunas puertas abiertas, incluso con gran éxito, pero te puedes conformar con eso y dejas de ver lo que está pasando. Creo que una de las tareas de la universidad pública es ser anticipatoria, no puede ser solo reactiva. Y desde el retorno de la democracia, la universidad pública en general en Chile ha sido principalmente reactiva.
LDV: Ahora bien, esa capacidad anticipatoria puede chocar frontalmente con ciertas comprensiones de la naturaleza de esos acontecimientos, que se afirman como de imprevisibles, porque irrumpen y suspenden la propia temporalidad que hasta ese entonces coordinaba las lecturas de la sociedad.
PO: Claro, pero no es que anticipes exactamente lo que está en vías de pasar, sino que tengas una mirada respecto a la sociedad que no es una mirada estandarizada, formateada por el estatus quo, por la inercia de sus propias actividades. Y lo interesante en ese sentido es cuando hay determinadas interrogantes o atisbos que realizan una suerte de toma de pulso, que no pueden predecir lo que va a pasar, pero sí sentir cómo está la sociedad, para donde va, cuáles son los escenarios que se perfilan. No es profecía, sino atención a ciertos hechos significativos, muchas veces con apariencia de ser insignificantes. Lo que llamaría un sentido de inminencia.
A eso llamo capacidad anticipatoria, que no es predictiva porque efectivamente los hechos son impredecibles en su magnitud y singularidad, en las características que van cobrando, porque son un devenir. El estallido no es algo que pasó el 18 de octubre, es algo que venía y que siguió pasando, y que fue cambiando su rostro de maneras muy diversas. Su fisonomía es muy compleja, y no tienes cómo predecir algo de esa naturaleza. Por eso, nosotros y la universidad estamos obligados a abrir la mollera para comprender, para entender qué diablos está pasando: para pensar. Y los diablos, benditos sean, siempre están en lo que está pasando. Necesitamos que también estén en lo que estemos pensando.
Imagen de portada: Pablo Zamorano @Locopek