En su novela titulada Ampliación del campo de batalla,Michel Houellebecq establecía un interesante paralelismo entre política económica y justicia sexual: “En un sistema económico realmente liberal, algunos acumulan grandes fortunas y otros se pudren en el desempleo y la miseria. En un sistema sexual realmente liberal, algunos pueden llevar una vida sexual variada y excitante, y otros son condenados a la masturbación y a la soledad”. Según Houellebecq, una vida sin sexo no es una vida digna, el sexo es como el aire que respiramos o los alimentos que comemos, es una necesidad vital. Partiendo de aquí, se deduce que, si la organización política de la sociedad pusiera el derecho a una vida digna en el primer orden de prioridades, todo el mundo tendría acceso al sexo, como pasaba antes. Para remediar la desigualdad sexual, habría que establecer algo así como una especie de derecho universal a un mínimo sexual garantizado (¿piensa Houellebecq, quizás, en un modelo económico basado sobre el matrimonio heterosexual?).
Si este punto de vista resulta interesante es sobre todo porque pone en relación dos esferas de la vida que aparecen casi siempre separadas: la esfera de lo más privado, de lo íntimo y la esfera de lo más público, de lo político. Y es así, saltando de lo público a lo íntimo y de lo privado a lo político, que Houellebecq estructura su particular crítica anti-capitalista: en un sistema basado en el reparto desigual de los recursos, la injusticia recorre todas las dimensiones de la existencia, incluida la dimensión de la sexualidad: unos follan tanto y otros tan poco… Sin embargo, la postura de Houellebecq está lejos de ser una postura revolucionaria. Lo que se esconde detrás de esta supuesta crítica antisistema es una lógica reaccionaria, basada en presupuestos falsos y que abre la puerta a todo tipo de conclusiones, algunas de ellas peligrosas.
A partir de una serie de axiomas cuanto menos dudosos (por ejemplo, que la masturbación no es sexo o que el sexo es algo sin lo que no se puede vivir), la denuncia de la “miseria sexual” se construye sobre una perspectiva exclusivamente masculina y, dicho sea de paso, extremadamente machista: la mujer aparece aquí como un “recurso” injustamente repartido, un “bien” al que todo hombre debería tener derecho. Pero, quizás, lo que resulta más problemático en esta lógica es que Houellebecq nos lleva a confundir dos términos que son en realidad opuestos: el sexo libre y el liberalismo sexual, la libertad sexual (de la mujer) y la economía liberal del mercado del sexo. Si seguimos la lógica de Houellebecq, no sólo la mujer es un “recurso” sino que también es la responsable del aumento de la miseria sexual, porque en el mercado liberal del sexo ninguna entidad “regula” y “reparte” los recursos, es la mujer la que libremente decide no tener sexo con ciertos individuos y elegir masivamente a otros. Al mismo tiempo objeto de deseo y sujeto de responsabilidad, recurso natural y diosa castigadora, la mujer decide, sin piedad, qué hombre irá al infierno de la soledad masturbatoria y qué hombre accederá al cielo orgiástico de la abundancia sexual. La prueba de que esta confusión (entre liberalismo sexual y libertad sexual femenina) es muy peligrosa, la encontramos ya en su libro donde los personajes, impotentes frente a este sistema sexual tan injusto, terminan por entender que la única manera de recuperar el control y salir de la precariedad sexual es el homicidio, o más precisamente el feminicidio: “cuando sientas a esas mujeres temblar sobre la punta de tu cuchillo suplicando por su juventud, entonces y sólo entonces serás realmente el amo”. Desgraciadamente, este desenlace macabro no es sólo el producto de la imaginación febril de Houellebecq. El 23 de mayo de 2018, un hombre Incel (contracción de Involuntary Celibate, “soltero involuntario”), mata a seis personas y deja catorce heridos (mayoritariamente mujeres) en la ciudad de Toronto, antes de suicidarse. En la víspera de la masacre, Alek Minassian declaraba en su último video: “Mañana es el día del castigo final, el día en que me vengaré de la humanidad, de todas ustedes. Yo sólo quería amarlas y que me amaran. Quería una novia, quería sexo, amor, un poco de cariño y de admiración… Si no puedo tenerlas a ustedes, chicas, entonces las tendré que destruir”. Dejaba detrás de sí un manifiesto misógino con parecidos más que razonables con la Ampliación del campo de batalla.

Los Incel como Alek Minassian o los personajes de Houellebecq establecen una correlación falsa entre capitalismo y libertad sexual femenina. En realidad, ocurre exactamente lo contrario: la liberalización del mercado es inversamente proporcional a la libertad sexual femenina, es decir que la mujer es menos libre sexualmente y, por lo tanto, más hundida en la “miseria sexual” cuanto más capitalizado y más desregulado se encuentra el mercado. Así que, en lo que sí tienen razón es en señalar que un sistema sexual realmente liberal produce una inmensa pobreza sexual, pero sobre todo para ellas.
En 2004, en un artículo titulado “Sexual Economics: Sex as Female Ressource for Social Exchange in Heterosexual Interactions” (Economía del sexo: el sexo como moneda de cambio para las mujeres en las interacciones heterosexuales) R. Baumeister y K. Vohs exponen las bases de un verdadero liberalismo sexual, tanto más liberal que su teoría se presenta como una “teoría natural” basada en las leyes de la biología (el reparto desigual de la testosterona entre hombres y mujeres) y de la economía (la famosa ley de la oferta y la demanda). En este singular mercado “natural” que son las interacciones heterosexuales, los hombres compran sexo a las mujeres a cambio de recursos monetarios y no monetarios. Este intercambio comercial lo vemos todos los días, por ejemplo, en la típica escena en la que chico “invita” a chica para luego acostarse con ella. Como el sexo se convierte en un medio de subsistencia, las mujeres utilizan estrategias para reducir la oferta, por ejemplo, censurando las relaciones no reproductivas o reprimiendo la sexualidad de las demás vendedoras para encarecer así el precio de salida del único recurso del que disponen, su propio cuerpo.
La tesis naturalista que subyace a esta economía sexual, que da por sentado que los hombres demandan sexo porque tienen una libido más alta que las mujeres (por la testosterona) y que ante esta demanda “natural” las mujeres proponen una oferta, se desmorona cuando la sometemos a los trabajos recientes en biología y antropología. Estos trabajos muestran que los hombres no necesitan más el sexo que las mujeres, que su libido no es naturalmente más alta, y que, quizás, la explicación de esta “sed de sexo” masculina se encuentre en el hecho de que el espacio social está plagado de imágenes de cuerpos femeninos erotizados. A lo largo de una sola jornada, mirando el smartphone, paseando entre anuncios publicitarios o visitando un museo, el hombre heterosexual asumirá una carga erótica inmensa en razón de todas las imágenes de cuerpos sexualizados que circulan en el espacio social. En cambio, para la mujer heterosexual, el espacio social es casi un desierto erótico. Al llegar a casa, el hombre habrá acumulado abundante material libidinal y la mujer, escaso y a veces nulo.
Pero dejando a un lado esta tesis de fondo, lo cierto es que, en la economía capitalista, el sexo es uno de los recursos que la mujer utiliza para sobrevivir, y esto interesa principalmente al género masculino que puede ejercer así un poder financiero sobre la mujer y tener acceso gratuito a un gran conjunto de servicios (sexo, cuidados, limpieza, etc.). Y es que, paradójicamente, en este mercado liberal en el que los hombres compran sexo a la mujer, el sexo tiende a ser gratuito: aunque se intercambie por recursos (a veces monetarios), este intercambio se basa y fomenta una relación de dependencia. En realidad, los recursos que el hombre ofrece a la mujer para acceder al sexo sólo están destinados al “mantenimiento” del medio de producción sexual: se trata de una inversión que el hombre hace para garantizarse un acceso continuo a la penetración. A esta misma conclusión llegaba Virginie Despentes en su libro La teoría King-Kong. En este texto militante y francamente recomendable, el matrimonio heterosexual aparece como una invención masculina para tener sexo gratuito de por vida. ¿La estigmatización de la prostitución? Sólo es una de las tácticas que utilizan los hombres para evitar remunerar el trabajo sexual de las mujeres.

Una de las grandes listezas del sistema sexual liberal ha consistido en identificar “sexo gratuito” y “sexo libre”, una identificación que nos lleva inexorablemente a la conclusión de que la prostitución debe ser abolida en lugar de ser regulada. El argumento es que, suprimiendo el sexo remunerado, se garantiza el derecho de la mujer a disfrutar de su libertad sexual. Nada más lejos de la realidad, ya que, en el fondo, sucede todo lo contrario: el sexo gratuito es la garantía de una sexualidad femenina sometida. Para evitar esta confusión entre libertad y gratuidad, conviene invocar los trabajos del sociólogo marxista y doctor en economía Bernard Friot, en cuyas investigaciones el concepto de trabajo libre ocupa un lugar central. Para Friot, la única manera de garantizar un trabajo libre, es decir un trabajo no alienante, es desvincularlo del mercado de trabajo. Un trabajo libre es un trabajo emancipado del mercado. Esto se consigue a través de una renta vital universal: un sueldo para cada cual en función del oficio de la persona y no de su empleo, una remuneración que depende de la “cualificación personal”, del “savoir faire” y no del mercado de trabajo. Según esta misma lógica, el sexo libre se definiría como una actividad emancipada del mercado capitalista del sexo, lo cual no excluye una profesionalización del sexo, un savoir faire que debe ser reconocido y remunerado, pero sí indica que en un sistema donde todas las necesidades vitales están aseguradas, se folla por gusto, por vocación, por amor al arte y no para sobrevivir.
Algunos pueden argüir que, en nuestras sociedades liberales, muchas mujeres pueden acceder, a través del trabajo salarial, a una independencia económica que les permite ser sexualmente más libres. Cierto y, sin embargo, el sexo sigue siendo un medio de subsistencia para la mayoría, no sólo porque los oficios feminizados son peor remunerados o porque a un igual oficio el sueldo es inferior, sino también porque cuando los servicios sociales se deterioran, se suprimen, o simplemente no existen, son las mujeres las que efectúan, gratuitamente, estos trabajos. No pudiendo asumir el costo de hospitales, guarderías, residencias o geriátricos privados, muchas mujeres abandonan el trabajo remunerado o lo compaginan para ocuparse de estas necesidades. A partir de ahí, la mujer se vuelve dependiente de un hombre al que retribuye con lo único que le queda, el sexo. Para más inri, cuando en una sociedad capitalista las mujeres acceden al trabajo remunerado, el mercado sexual se ajusta para regular el valor del sexo femenino a la baja a medida que la independencia económica aumenta. Una mujer joven que, normalmente, no tiene aún independencia ni estabilidad financiera (porque no ha tenido tiempo de desarrollar su carrera profesional), tendrá más valor dentro del mercado capitalista del sexo que una mujer experimentada y económicamente no dependiente: esto no se debe, una vez más, ni a la biología ni a las famosas “leyes naturales”, ya que si la juventud comportara una ventaja reproductiva y, por lo tanto, un mayor valor sexual “naturalmente”, esto se aplicaría tanto a hombres como a mujeres. “A mí me gustan mayores”, decía la canción, quizás sea más una cuestión de necesidad que de gusto: cuando la única manera de subsistir es vender sexo, interesa que el comprador esté en el mejor momento de su carrera profesional (normalmente, entre los 40 y los 50 años).

En esta economía sexual que busca la maximización del beneficio masculino (el sexo gratuito – o la plusvalía sexual), lo cierto es que el sexo es pésimo. Basta con echar un vistazo a las numerosas encuestas y estadísticas realizadas en el marco de la sexología social para constatar que el aburrimiento sexual y la frustración, la falta de deseo y de imaginación en la cama, son fenómenos de lo más que expandidos. Y es que, inevitablemente, cuando se practica por pura supervivencia, el sexo es insufrible. Pero, de la misma manera, cuando deja de ser una cuestión de vida o muerte, cuando deja de ser una simple mercancía, cuando el sexo se emancipa del mercado liberalizado de la sexualidad, las relaciones se vuelven infinitamente más satisfactorias, creativas y gratificantes. Ahora bien, una “economía sexual” donde el sexo es libre y, en consecuencia, mejor, una economía donde se eleva significativamente la tasa media de orgasmo a través de prácticas sexuales emancipadas del mercado, definidas por el placer y el savoir faire y no por un valor de cambio mercantil, correspondería más a un programa económico socialista-comunista que a uno liberal-capitalista. Así lo muestra la investigadora y profesora en la Universidad de Pensilvania, Kristen R. Ghodsee, en su libro Por qué las mujeres disfrutan más del sexo bajo el socialismo. Ghodsee compara la tasa de “Orgasmo nacional bruto” de las mujeres que vivían en la Alemania del Este con la de aquellas que vivían en la Alemania del Oeste antes de la caída del muro. Según las diferentes encuestas, “las jóvenes del Este decían apreciar el sexo más que sus homólogas del Oeste y reportaban una mayor tasa de orgasmo”. Para explicar las causas de estas altas tasas de orgasmo en los países de la URSS no hay que fijarse ni en la biología ni en las presuntas leyes naturales, sino en la organización del sistema económico y social: el igual acceso al empleo y a los puestos de responsabilidad de mujeres y hombres en el sistema comunista, la igual remuneración, así como todo el tejido estatal de protección social (gratuidad de guarderías, colegios, hospitales) o el derecho de divorcio entre otras ventajas y avances sociales, tenían como resultado que el sexo femenino dejaba de ser una mercancía y se convertía en una actividad puramente vocacional. Cierto, los hombres ya no podían ejercer un poder financiero para acceder al sexo, lo cual jugaba en detrimento de algunos hombres, pero en un sistema económico realmente liberal, la “miseria sexual”, que es sobre todo femenina, afecta irremediablemente a los hombres que no disponen de los medios de producción necesarios para obtener una plusvalía sexual. En el modelo socialista, en cambio, el acceso al sexo no se decide en función de un capital financiero desigual y de los privilegios sociales que se desprenden de él, lo cual contribuye a disminuir la situación de pobreza sexual de la mayoría. Y es que lo que se esconde detrás de las imágenes de abundancia y derroche sexual que el capitalismo produce en permanencia, son, en realidad, unas tasas de orgasmo dramáticamente bajas.
Resulta entonces que nuestro sistema actual no sólo produce pobreza y muerte a lo largo y ancho del globo, no sólo pone en peligro la existencia misma de la vida humana, sino que además es sexualmente insatisfactorio. Urge pensar otro sistema político más justo y donde el sexo sea mejor, pero para ello es necesario concebir un modelo económico radicalmente diferente y que a nivel geopolítico tenga en cuenta otras unidades de medida distintas al PIB (el Producto Interior Bruto), que es el sanctum santorum en nuestro modelo actual. En un programa económico feminista y anticapitalista, la unidad de medida para determinar el nivel de riqueza de un país no es el PIB, pero sí podría ser el ONB: el Orgasmo Nacional Bruto.
Referencias
Baumesteir, Roy F. & Vohs, Kathleen D. «Sexual Economics: Sex as Female Resource for Social Exchange in Heterosexual Interactions», Personality and Social Psychology Review 8 (4): 339–363, 2004.
Despentes, Virginie. La Teoría King Kong, Melusina, 2007.
Friot, Bernard. Émanciper le travail – Entretiens avec Patrick Zech, Éditions La Dispute, 2014.
Ghodsee, Kristen. Por qué las mujeres disfrutan más del sexo bajo el socialismo, Capitán Swing, 2019
Houellebecq, Michel. Ampliación del campo de batalla, Anagrama, 2002
Imágenes: Agostino Carracci, Lascivie (1590-1595)