A falling star fell from your heart
And landed in my eyes
I screamed aloud, as it tore through them
And now it’s left me blind
Florence and the Machine, Cosmic Love
1. La Política
En Canallas. Dos ensayos sobre la razón el filósofo Jaques Derrida escribe: “No sé hasta qué punto puede contar en esa historia el hecho, en efecto, inquietante de que la Política de Aristóteles haya estado, por una curiosa excepción, ausente de la importación, la acogida, la traducción y la mediación islámica de la filosofía griega, especialmente en Ibn Rusd (Averroes) que sólo incorporaba, en su discurso político islámico, la Ética a Nicómaco o, como Al Farabi, el tema del filósofo-rey procedente de La República de Platón. Este último tema parece haber sido, desde el punto de vista lo que se puede llamar la “filosofía política” islámica, un locus classicus. Me ha parecido entender que, para algunos historiadores e intérpretes del Islam hoy en día, la ausencia de la Política de Aristóteles en el corpus filosófico árabe habría tenido un significado sintomático, si no determinante, lo mismo que el privilegio que esa filosofía teológico-política musulmana le otorga al tema platónico del filósofo-rey o monarca absoluto, privilegio que corre parejo a un juicio severo respecto de la democracia.” (pp. 50-51). A propósito de un asunto que tiene lugar en la Argelia postcolonial en 1992 “(…) cuando el Estado y el partido dominante interrumpieron un proceso electoral democrático.” (p. 49). Considerando dicho asunto como un acontecimiento, Derrida se pregunta por la relación histórica y filosófica entre islam y democracia. El significado “sintomático” de dicho acontecimiento sería aquí la cuestión decisiva: para Derrida, la falta de La Política de Aristóteles en la tradición filosófica árabe habría implicado que dicha filosofía haya sido pensada como una “teología-política musulmana” cuya estructura que se desenvolvería en el golpe de Estado puesto en juego por el “Estado y el partido dominante” argelino.
Por supuesto, cabría matizar fuertemente la apreciación derrideana: ante todo, mostrar el carácter “sintomático” que su misma reflexión tiene respecto del modo en que la tradición orientalista europea ha representado al “islam”, en particular, lo que ha sido la narrativa de la “historia de la filosofía” que, desde Hegel a Gilson, desde Dilthey a Marías e incluso Blumenberg (¡quien concebía a Averroes –ya no corruptor de Aristóteles sino corruptor de Platón!) ha puesto en juego una máquina mitológica muy precisa que ha identificado no solo a los árabes y al islam, sino en particular a la figura de Averroes al error, la mala traducción, la falta de pensamiento: solo los occidentales –dice la fórmula orientalista de la historia de la filosofía- habrían encontrado la traducción “fiel” de Aristóteles y, por tanto, solo ellos se encontrarían más cercanos a la razón, no los “semitas”, de ninguna forma los árabes. Derrida no hace más que reproducir dicha narrativa propia de la máquina mitológica orientalista para, inclusive, terminar de apelar a la “responsabilidad” que tendría el llamado “Occidente” en la promoción de una cierta tradición democrática islámica. Apelación persistentemente imperial, por cierto, en cuanto sigue creyendo en una “responsabilidad” de un “Occidente” para con un vetusto “Oriente” desgarrado, supuestamente, por la falta de “democracia” y “secularización” a causa –dice Derrida- de no haber recibido la Política de Aristóteles, tal como explícitamente lo señala Averroes.
Sin embargo, dejemos el delirio de Derrida de lado y preguntémonos la cuestión inversa: no qué le habría “faltado” a los árabes, sino si acaso cabría considerar dicha “falta” precisamente como una posibilidad que permitiría pensar la política de otra forma, más allá de cierta grilla de inteligibilidad con la que hemos pensado hasta ahora. Hagamos del acontecimiento del pensar una fiesta capaz de suspender las formas y modos naturalizados y experimentemos con ciertas preguntas que cabría comenzar a formular: ¿qué pasa si pensamos la política sin La Política de Aristóteles? ¿Efectivamente caemos en esa “teología política musulmana” como nos sugiere Derrida y, junto a él, todo el orientalismo de la máquina mitológica moderna? ¿Podemos pensar la política a contrapelo de La Política de Aristóteles?
Al principio del Libro II de La Política Aristóteles señala: “Puesto que nos hemos propuesto considerar, respecto de la comunidad política, cuál es la mejor de todas para los que están en condiciones de vivir lo más conforme posible a sus deseos, hemos de examinar también las otras formas de gobierno (…)” (1260b, 25). Pasaje clave: el propósito de Aristóteles en este libro, considerando que se presenta como la segunda parte de la Ética Nicomaquea, es dilucidar sobre cuál sería la “mejor de todas” de las comunidades políticas para así “encontrar la forma recta y útil” que, para el estagirita no será otra que la politeia (república), entendida como un régimen mixto que mezcla lo mejor de las diferentes formas de gobierno. En otros términos, La Política no pregunta qué es la política –cuestión que, de algún modo se ha dilucidado en la Etica– sino más bien, cuál vendría a hacer el mejor de sus regímenes. Así, La Política aparece como un libro que indaga en torno a las formas de gestión u administración, al orientar su análisis a las diversas” formas de gobierno” para encontrar la “mejor de todas”, pero no un tratado que problematice la cuestión política e interrogue su “ser”. La Política parece suponer una operación singular, consistente en un doble movimiento: por un lado, obliterar la pregunta por el “ser” de lo político, por otro, privilegiar la pregunta por la mejor de sus “formas”.
A esta luz, Derrida tendría razón, pero precisamente por las razones contrarias: porque La Política de Aristóteles parece conducirnos a una noción restringida y gestional de lo político es que ella puede ser identificada laxamente con la “democracia” y la “secularización”, es decir, con el liberalismo que, en sus clases de 1978, Michel Foucault habría comenzado a identificar con la noción de “gubernamentalidad”. Quizás, haya sido esta singular lectura de la política por parte de la tradición latina la que habría transfigurado la noción aristotélica del hombre como “animal político” por el de “animal social”, tal como consignara Hannah Arendt en La Condición Humana: ¿se trató de una lectura que traiciona la lectura griega o, más bien, una que da cuenta de una singular línea de fuerza en que la pregunta por lo político es obliterada a favor de una indagación acerca de la mejor de sus “formas”? La transfiguración de la antropología política (griega) en una antropología enteramente económica (social) no sería, quizás, una simple traición latina a la fórmula griega, sino la consumación de una cierta lectura que, gracias al cristianismo, habría producido un efecto metonímico sobre La Política para terminar de leer la política occidental solo en base al paradigma de la gestión, olvidando así la pregunta por su “ser”.
Justamente, Averroes, aquél que Derrida y gran parte de la tradición europea considera haber estado equivocado, no haber leído bien o literalmente estar “demente” con sus lecturas en torno a Aristóteles, habría sido quien, forzosamente, realizara la prueba de pensar la política sin La Política, poniendo de relieve la pregunta por su “ser”.
Conocido en la época medieval por ser el gran Comentador de Aristóteles, Averroes (transliteración latina del árabe Ibn Rushd) desarrolla un solo texto donde se propone comentar a Platón y La República cuya conclusión no propone una “teología política musulmana” sino, como sugeriré, una verdadera ética (una forma-de-vida) considerada como una doctrina acerca de la felicidad. Nuestra hipótesis es precisamente que la tradición árabe –inseparablemente unida a la judía, en virtud de las políticas de traducción implicadas allí y desde las cuales el extraño nombre de Averroes llega a las fronteras latinas- porta consigo la cuestión del “gusto” con la que la filosofía reivindicará la cuestión de la felicidad en la tierra a la luz de la vida feliz o “beatitud”. Digamoslo de otro modo: “Oriente” trae consigo el “gusto” por vivir. De él provienen las especias que le dan sabor a las comidas, pero también la filosofía y la ciencia que le otorga gusto a la existencia. La tradición greco-árabe que, a ojos latinos necesariamente era, a su vez, judía, por pasar muchas veces por el arduo y decisivo trabajo de su traducción, no deja de plantear la monstruosa pregunta, alguna vez, ya formulada por el propio Aristóteles: ¿es posible –y bajo qué condiciones- la felicidad en la tierra? Como bien mostró en su momento Pierre Hadot, la filosofía estaba lejos de ser un “saber” abstracto para constituirse en una verdadera forma de vida. De ahí la relevancia, en los estoicos, de los ejercicios espirituales precisamente porque toda la filosofía no era más que un conjunto de ejercicios para el vivir. Bajo el horizonte aristotélico, la tradición greco-árabe pondrá en juego a la filosofía como una sabiduría teórica y práctica orientada a la felicidad. Sin embargo, esta “felicidad en la tierra” –denominada también bajo el término “beatitud”- desafía la idea sugerida por Tomás de Aquino y la tradición cristiana, según la cual, solo se podrá alcanzar la “beatitud” después de la muerte, una vez que la Iglesia pueda purificar las almas guiándolas hacia su salvación.
La tradición greco-árabe parece abrir las condiciones para desafiar la metonimia operada por la tradición latina al confundir política con gobierno, prescindiendo de la doctrina de la felicidad en la que se anudaba la ética; la misma que podemos encontrar en la, igualmente sintomática interpretación tomista del De Anima de Aristóteles, en que la gnoseología anudada en la articulación entre potencia intelectiva e imaginación que, a través del hábito, hacía posible la vida feliz en la tierra, termina metonimizada en la forma del gobierno personalista donde la “beatitud” terminará recluida en el “más allá”, gracias a la personalización del intelecto y la tesis tomista de la resurrección del alma individual. En este registro, mi lectura es que, frente a la doctrina de la felicidad que planteaba la ética presente en Averroes, la tradición latina y cristiana la sustituyó por una doctrina de la culpa y del deber o, si se quiere: la ontología de la potencia que se anunciaba en Aristóteles y que, por cierto, atraviesa a la tradición árabe hasta culminar en Spinoza y Marx, termina siendo ensombrecida por la doctrina del “libre albedrío” y su constitutiva doctrina sobre el pecado original que, si bien, a propósito de la cuestión de la “voluntad”, ya se anunciaba en Aristóteles, será desarrollada con fuerza en su recepción latino-cristiana.
Justamente en esto consiste el “modelo ascético” árabe subrayado por Alain De Libera considerado como la amenazante exportación que la tradición greco-árabe trajo al mundo latino en la medida que ella portaba el gusto por vivir en un solo mensaje: a través de la filosofía, la felicidad sí es posible en esta tierra. No por nada, en el siglo XIII el mismo Obispo Etiènne Tempier condenó a los “filósofos” y, en particular, la tesis de que solo a través de la razón los hombres podían alcanzar la felicidad. Si esto así, ¿dónde quedaría la Iglesia sino en su más radical disolución porque su función de conducción pastoral hacia un “más allá” simplemente ya no tendría sentido? En el presente ensayo, proponemos volcarnos sobre La República de Platón bajo el prisma de la Ética a Nicómaco, tal como sugerirá la lectura Averroes, cuyo objetivo consistirá en indagar en torno al “ser” mismo de la política, la cuestión de la vida feliz que, como veremos, necesariamente no será otra cosa que una verdadera erótica del pensamiento.
2. Erótica.
En su libro Averróis a arte de gobernar la filósofa Rosalie De Souza Pereira sostiene una tesis clave: el comentario averroísta a La República de Platón es, sobre todo, un comentario “aristotelizante”. Pero el término “aristotelizante” significa dos cosas: en primer lugar, que Averroes lee La República de Platón desde los problemas abiertos por la Ética a Nicómaco y, en segundo lugar, que, lejos de lo que sugiere Derrida acerca de la posible “teología política musulmana”, al leer a Platón desde la Etica aristotélica, la lectura de Averroes supone una reinterpretación del “filósofo-rey”: “(…) los términos, soberano-filósofo en la concepción de Averroes están invertidos en relación a los términos filósofo-rey de Platón.” (p. 109). Inversión que para Souza Pereira implica que si en Platón es el filósofo el que deviene rey, en Averroes es el rey el que deviene filósofo. En el primer caso, es aquél sabio que contempla la eternidad de las cosas el que se vuelve rey, en el segundo, aquél que proviene desde la contingencia de la vida práctica, quien adquiere el conocimiento filosófico. En otros términos, Averroes vería en la figura platónica del filósofo-rey al “hombre prudente” cuyo énfasis, el propio Averroes puede alterar aceptando la existencia de dos o más soberanos, en el que siempre la contemplación del filósofo estará por sobre la contingencia de la vida política, aunque jamás del todo separados.
Justamente, me interesa la estrecha relación entre vida contemplativa y práctica, entre filosofía y política porque es ahí donde Averroes nos propondrá la ética de una vida feliz. ¿Qué hay entre el pensamiento y la acción, entre la filosofía y la política? Ante todo, una singular operación de imaginación que permitirá anudar el deseo al pensamiento, según nos señalara el propio Aristóteles en el libro VI de la Ética a Nicómaco: “Por eso la elección es o inteligencia deseosa o deseo inteligente, y esta clase de principio es el hombre.” –dice Aristóteles. El punto en que razón y cuerpo, pensamiento y deseo convergen define al devenir de la “elección” con la que se singulariza una determinada acción por parte del hombre prudente que, para alcanzar el objeto deseado (imaginado), ha debido desarrollar un arduo proceso de “deliberación”. La puesta en juego de la “inteligencia deseosa o deseo inteligente” que caracterizará al prudente será crucial para Averroes porque ella cristaliza la erótica del pensamiento propiamente tal. No habrá acción política sin dicha erótica, sin la apuesta por el gusto inmanente a toda vida común.
Tanto la deliberación como la elección, fraguan la erótica del pensar, como un proceso que asume formas de la potencia (deliberación) y del acto (elección). ¿Habría erótica en Aristóteles? Si, el extraño umbral abierto por el proceso de la “deliberación” y la “elección” pone en juego una erótica del pensamiento que será rescatado por Averroes en su lectura de La República de Platón. Una erótica será constitutiva de la ética que Averroes abre en su singular comentario a Platón puesto que ella será el “ser” de la política. El “ser” es la inmanencia entre deseo e inteligencia, ahí donde cada pensamiento se vuelca sobre su propia potencia de pensar, sobre su mismo deseo justamente.
Lejos de la lectura latina, la cuestión “política” deviene aquí un asunto inmediatamente ético si por tal nos referimos al gusto como el lugar del “ser” en el que se jugará siempre la singularidad de una vida. Es en ella donde se desenvuelve el “pensar volitivo” en el que dese e inteligencia se anudan en una misma textura, en una misma gestualidad: “Pues el objeto de esta ciencia práctica –señala Averroes en su Exposición a la República de Platón– es el pensar volitivo, cuyo control está al alcance de nuestras fuerzas y en tanto el fundamento de tal pensar es querido y preferido (…)” (p. 4). El “fundamento del pensar” es abiertamente deseado, como si el objeto de la filosofía (el ser de las cosas) no pudiera sino ser “querido y preferido” y, por tanto, pusiera en juego al deseo en la medida que ésta no será un “saber” simplemente, sino el lugar in-fantil que reclama que solo sabe que nada sabe.
Sabemos que la traducción de este texto realizada en el siglo XV en hebreo implicó la prescindencia de la versión árabe y que, tal como acusa, cada vez, la narrativa de la historia de la filosofía moderna, la historia de la traducción puede hacer sospechar que algunas cuestiones clave se han perdido. Sin embargo, toda traducción trabaja a pérdida, precisamente porque toda traducción porta consigo un intraducible que, paradojalmente, hace posible toda traducción como la de una historia del pensamiento en la que se difumina toda referencia a algún sujeto: el original árabe está perdido, pero se conserva el texto de su traducción hebrea de Samuel Yehudá de Marsella en 1320 que, en 1491 fue traducida al latín por Elia de Medigo a petición del propio Pico della Mirandola que trabajaba con él, hasta que en 1539 pasó por las manos de Jacob Mantino de Tortosa para terminar editada por los Giunta de Venecia. No obstante, el devenir de su traducción, incluso la edición castellana traducida por Miguel Cruz Hernández desde la versión hebrea y editada por Erwin Rosenthal (sobre la cual se basó la edición inglesa de Ralph Lerner), conserva la expresión “pensar volitivo” que, según Averroes, define a un pensar que es “querido y preferido” manteniendo de manera muy prístina la expresión aristotélica del libro VI de la Ética. El conjunto de traducciones que se hicieron a esta obra está lejos de velar su intensidad para expresarla de manera decisiva.
Si aceptamos la tesis de Henri Meschonnic, según la cual, nunca se traduce una lengua, sino siempre un ritmo y que, por este motivo, lo relevante es cómo se traduce la “organización del movimiento de la palabra” antes que la palabra reducida al régimen del signo, entonces digamos que el conjunto de traducciones sobrevenidas supo, hasta cierto punto, traducir el acontecimiento erótico abierto por el aristotelismo expresado por Averroes en el que tiene lugar la singular conjunción entre deseo y pensamiento, entre vida y lógos. Así, la historia de la traducción nos ofrece una expresión desde la cual podemos trazar la genealogía de una pregunta que se ha resistido a desaparecer y sobre la que, quizás, las mazmorras de nuestra compleja –y triste- tradición filosófica giran desesperadamente: ¿bajo qué condiciones podríamos aceptar que sería posible la felicidad en la tierra? Pienso que esta es una de las preguntas más decisivas sobre las que trabaja la falsafa en general y Averroes en particular. Pregunta que sigue interpelando a nuestro presente, porque no parte de la idea de que la felicidad esté dada de antemano, pero tampoco de que sería imposible alcanzarla. Habitados por su posibilidad, podemos afanarnos en conseguirla, en tocarla, pero solo al precio de que en ella se desenvuelva el gusto por vivir en el que deseo y pensamiento, vida y lógos parecen encontrarse en la conjunción gracias a la imaginación. No habrá ética sin ese gusto, sin el deseo que excede los límites de la simple apetencia y que, por tanto, no remite al campo de las “necesidades” sino al modo en que habitamos el mundo.
Ceñido a la Ética de Aristóteles, Averroes distingue la ciencia práctica de la que se ocupa aquí de la ciencia teórica. Pero la “ciencia práctica” no tendrá por objeto los regímenes de gobierno, sino el problema de la “acción”: “(…) ahora el fin de esta ciencia práctica es exclusivamente la acción (…)” Pasaje clave: no se trata sino de la “acción”, de dilucidar qué es aquello que llamamos “acción” que se despliega como “ser” de la ciencia práctica. Así, el “saber ético” constituirá el punto de partida de este singular comentario que, a su vez se dividirá en dos partes: una parte “general” en la que se indaga en torno a la relación entre los hábitos y conductas de los seres humanos –nos dice Averroes- y otra parte concreta y “particular” en la que se reflexionará sobre cómo se organizan las costumbres, es decir, sus específicos regímenes de gobierno, tal como serían pensados en La Política de Aristóteles: “La primera parte de este arte se contiene en el libro de Aristóteles llamado Etica Nicomaquea, así también como en esta obra de Platón La República, que intentamos exponer, ya que el tratado de Aristóteles sobre la Política no ha llegado a nuestras manos.” (p. 5). Se advierte, entonces, que La República de Platón no opera en Averroes como un simple sustituto de La Política de Aristóteles, sino como un libro en el que se indaga en torno al “saber ético” sin la división tradicional entre ética y política. En este sentido, La República de Platón converge con la Etica Nicomaquea al ofrecer como objeto de la ciencia práctica la cuestión de la “acción”, antes que la de los regímenes de gobierno. A esta luz, según el tratamiento que hace Averroes, La República parece condensar las dos partes de este arte práctico que en Aristóteles se separan en dos libros: la parte teórica de la ciencia práctica remitida a la Etica y la parte práctica de la misma, remitida a la Política.
En nuestra lectura, el problema de la tradición latino cristiana es que habría leído la primera desde la segunda, generando una metonimia que redujo su comprensión de la política a la exclusiva cuestión del gobierno, excluyendo el anudamiento erótico sobre el cual se funda el “ser” de la política. “Ser” que no sería más que el gusto de la existencia, la vida feliz que, según el propio Averroes nos dice en su Gran Comentario al De Anima, se singulariza en la vida feliz del filósofo gracias a la fuerza de la imaginación.
Heredero de Al Farabi en este punto, Averroes justamente evita la metonimia que obliteró el “ser” de lo político a la ciencia política por excelencia, al no subsumir ninguna de las partes de esta “ciencia práctica” entre sí manteniendo así su respectiva especificidad. Al enfocar la parte teórica de la ciencia práctica a la ética (el “ser” de la política), Averroes conserva la dimensión erótica –y necesariamente imaginal- de toda acción. A este respecto, considérese los libros que Averroes mismo comenta y que se condensa en el libro I de su Exposición a la República de Platón en el que refiere a los libros 2,3,4 y 5, así como en el libro II (referido al gobernante filósofo y el problema de la felicidad) a los libros 6 y 7. En el tercer libro comenta el libro 8 y 9, pero combina su reflexión con la última parte de la Ciudad virtuosa de Al Farabi: al dejar la sección en torno a los regímenes se gobierno hacia el libro III, Averroes –al igual que lo hubiera hecho Al Farabi en La Ciudad virtuosa– deja el aspecto teórico de la “ciencia práctica” a resguardo y, con ello, la cuestión del “ser” de lo político en el que se juega el gusto del vivir y su erótica.
3. Inteligencia deseosa.
¿Por qué consideramos que la expresión “pensar volitivo” en rigor, remite a la dimensión erótica que estaría presente en Aristóteles y que Averroes intenta rescatar considerándola la pieza clave del armatoste ético? Ante todo, porque como nos ha subrayado Jean Baptiste Brenet, la teoría del intelecto de Averroes se basa en una teoría del deseo que encuentra en el pasaje del Libro VI de la Etica a Nicómaco su paradigma, pero que el filósofo cordobés desarrolla en su gnoseología cristalizada en sus tres comentarios en torno al De Anima: “Jamás hay pensamiento que no sea mediante el deseo (…)” (p. 61). Justamente es esto lo que está en juego: a decir de Emanuele Coccia, para Averroes lo humano no es concebido como un “dato” antropológico sino como un advenimiento que se produce gracias a la separación y articulación a la vez, de intelecto y deseo, pensamiento y cuerpo. En este sentido, Averroes interpreta la frase de la Etica cuando Aristóteles dice: “y esta clase de principio es el hombre” en la forma que el término “hombre” no es más que la conjunción de intelecto y deseo, pensamiento y cuerpo, si se quiere, puesta en juego de la imaginación como potencia material de toda inteligibilización.
La “conjunción” en la que la psicología se anuda a la cosmología, el intelecto al mundo, tiene lugar gracias a la imaginación cuya remisión al deseo es, en este sentido, clave: la imagen deviene objeto de deseo y, gracias al continuo gnoseológico que se recorre entre la imagen y el pensamiento, un ser humano singular puede decir “pienso”: el objeto de deseo es siempre la imagen desde la cual ésta adviene al pensamiento (la intentio medieval no sería sino una forma desprendida de su remisión puramente material). Así, entre el deseo y el intelecto habita una imagen a partir de la cual se volverá posible el acto mismo del pensar y, consecuentemente, el proceso ético y político de “deliberar” y de “elegir” que constituirán, cada uno a su modo, la singularización del pensamiento –su “conjunción”- ofrecida gracias a la fuerza de la imaginación.
A esta luz, se trata de un intelecto que intelige su propio deseo de inteligir, tal y como en su gnoseología un intelecto en acto puede inteligir su propio intelecto en potencia, cuestión que, por cierto, se logra ferozmente en el estadio último de la vida contemplativa propia del filósofo que es precisamente quien en la Exposición de la República de Platón, será quien podrá dirigir los destinos de la política: “El grupo de ciudadanos en los cuales la sabiduría es la más pequeña de las clases, o sea, la de los filósofos (…) Es evidente que esta sabiduría debe tenerla firmemente el que rija la sociedad y la gobierne.” Solo la filosofía como la sabiduría en la que se juega el “deseo inteligente” y la “inteligencia deseosa” es la que ha de regir la ciudad si acaso esta última pretende ser “virtuosa”. Como se ve, el acento averroísta no está en el problema del régimen de gobierno, sino en el “ser” inmanente a todo régimen: la erótica en la que se expresa una vida feliz.
“Feliz” no porque consume la acción en sí misma, sino porque ella consiste en el instante en que el acto de pensar piensa su propia potencia de pensar o, si se quiere, porque en ella tiene lugar la autoafección de un pensamiento que abraza su propia posibilidad de pensar y, por tanto, donde el “amante” y el “amado” coinciden (es la metáfora que usa Averroes en el Gran Comentario). Así, la Exposición a la República de Platón se revela como un verdadero tratado de la felicidad donde justamente ley y vida, pensamiento y deseo, acto y potencia, parecen calzar el uno en otro. Esto significa que si la ética es el terreno de la vida feliz es precisamente porque, según Giorgio Agamben, en ella se vuelve posible la “beatitud terrenal” referida por Dante Alighieri, precisamente en referencia estrecha a la noción del intelecto posible de Averroes y que pondrá en tela de juicio al dominio de la Iglesia y sus teólogos.
¿Es posible la felicidad en la tierra? Para Averroes y la tradición filosófica que cataliza sí. Para la teología cristiana, remitida a los nombres de Agustín de Hipona y Tomas de Aquino, no: Averroes marca el paso por el que un pensamiento podrá aspirar él mismo, sin mediación alguna de la Iglesia, a la felicidad en la tierra. Felicidad que se articula en virtud de una “conjunción” que el Commentator le llama aquí “ética”, la cual tendrá dos dimensiones: la filosófica y la profética; aquella que se conduce por la razón y la que lo hace por la imaginación. Como se sabe, ambas son virtuosas porque, así como la filosofía ofrece al gobernante devenir prudente, la profecía ofrece al pueblo hacer de la sharía una forma de vida (una vida feliz): “Por esto piensan los hombres que estas Leyes religiosas siguen la antigua sabiduría.” (p. 81). Antigua sabiduría –la filosofía- cuya verdad coincide con la revelación profética cristalizada en la sharía, en la medida que ambas redundan en la puesta en curso de una ética en la que la vida coincide con su potencia.
Por eso, en la ciudad virtuosa no cabe la coacción ni del derecho ni de la medicina: “Nada hay más indicativo de la mala conducta de los ciudadanos y la ruindad de sus ideas que el hecho que tengan necesidad de jueces y médicos, señal cierta de que carecen de cualquier clase de virtud y solo las cumplen por la fuerza; conforme más necesiten los miembros de dichas ciencias y más honores les rinden, más lejos estarán de la justicia. De aquí que entre las cualidades de dicha sociedad modelo se cuente el no tener necesidad de dichas dos ciencias, ni juez o médico alguno (…)” (p. 31). Un párrafo decisivo que subraya el devenir de la ética en contra el derecho y la medicina. Esas dos ciencias, en realidad, funcionan como dispositivos de contención, mecanismos de “fuerza” que pueden controlar a la multitud, pero sin jamás poder sustituir a la ética común a la que apela Averroes. En otros términos: antes de gobernar vía derecho o medicina, se necesita el erotismo de una vida común en la que filosofía y profecía coincidan.
Haciendo eco de las palabras esgrimidas en el Régimen del solitario de Ibn Bayya, pero proyectadas al terreno de la vida colectiva, Averroes desafía el arsenal gubernamental de aquellas ciudades que han desatendido el “ser” ético de la vida feliz para disponer las vidas de los ciudadanos subsumiéndolas al derecho y la medicina. Justamente, ambos dispositivos habrán de encontrar otra función –totalmente subrogada- en aquella ciudad en que predomine la ética, tanto vía la especulación racional que provee la filosofía como la imaginación alegórica que ofrece la profecía. Frente a la coacción ejercida por el derecho y la medicina que, como tal, impiden la felicidad, a través de Platón, Averroes ofrece un marco que vuelve posible pensar en la “beatitud terrenal” devolviéndole a la filosofía –y por tanto, a la ciudad- su eros. “Ciudad” que necesariamente quedará en un porvenir –podríamos decir, sería la ciudad porvenir– que habita en los límites de toda ciudad, donde ésta ejerce su límite, su guerra, su soberanía contra el gusto y la vida feliz. El filósofo aparece en ella como aquél que le enrostra su incapacidad de felicidad, su corrupción en los meandros de la obediencia, tal como ocurrirá bajo el dominio teológico. Quizás, cabría insistir en que la ciudad de los filósofos –cuando en ellas está en juego el gusto- anudan una ciudad dentro de la ciudad, un lugar que no tiene lugar en el espacio civil, porque le excede y se distancia irremisiblemente de él. El comunismo filosófico –aquél que anunciara Platón- no sería un régimen como una ética, no sería una soberanía como un gusto.
4. Mutakallimun.
La máquina orientada a la destrucción de la erótica del pensamiento aparece en la Exposición a la República de Platón bajo la figura de la teología: los mutakallimun o teólogos asharíes contra los que efectivamente Averroes disputa para reformar el califato de Córdoba. El gusto abierto por la filosofía va a contrapelo de la teología. Esta última impone un sistema de culpa y deber, antes que una doctrina de la felicidad. La crítica que dirige a los mutakallimun se plantea en dos aspectos que serán clave para la crítica posterior que realizara Spinoza: en primer lugar, a la tesis asharí de que un Dios ocasionalista es causa del “bien y el mal” porque esto hace que dichos términos no dependan de la naturaleza como en Aristóteles, sino del mandato, es decir, de la decisión del Dios de voluntad. El Dios de la “necesidad” (científico, racional) que impregna de gusto la existencia, será desafiado por el Dios de la voluntad y la ética de la potencia que se pregunta qué puede y que abraza al gusto del vivir gracias a su erótica del pensamiento, resiste a una ética de la voluntad que se pregunta qué quiere, tal como terminará privilegiándose desde la teología.
Si se acepta la tesis asharí de que la doctrina del bien y el mal no es por naturaleza, sino que obedece solo a la voluntad divina, entonces, no habría posibilidad de inteligir el fundamento racional por el que actúan los seres humanos; en otros términos, no habría posibilidad de una ética. En segundo lugar, como una consecuencia de lo anterior, ello implica un problema para las historias necesarias de contar a la juventud: “Dichas cosas graban el temor y el miedo en los corazones de los jóvenes (…)” –dice Averroes. Siguiendo a Platón, Averroes enfatizará la importancia que tienen el contar historias de virtud para el bien de la ciudad. Los teólogos cuentan malas historias justamente porque “graban temor y miedo en los jóvenes” y, por tanto, ofrecen historias que no sirven para la vida práctica sino solo para profundizar la fitna o guerra civil intramusulmana. Con “temor y miedo”, nada pueden los jóvenes –esta es la cuestión crucial. Su potencia se ve cercenada. Las buenas historias realzan las virtudes como el coraje, la prudencia y otras sirven para dicha vida porque les restituye su potencia. Las malas, remiten a todo aquel campo que Spinoza denominaba “pasiones tristes” o Nietzsche calificará de “resentimiento” (justamente atribuido al sacerdote), imposibilitarán a los seres humanos a actuar éticamente o, al menos, anudarán la ética a la soberanía de la voluntad. Así, la crítica a la teología es clave porque es contra ella que se dirige esta singular Exposición de La República de Platón, al punto que muchos historiadores han señalado que habría sido este texto el que motivó su exilio en Lucena en el año 1196.
Quizás, sea importante complementar esta crítica con la que Averroes hará en su Retórica sobre los sofistas, dado que, tal como él mismo desarrolla en el Fasl Al Maqal o en el Tahafut al Tahafut, los teólogos son para Averroes los nuevos sofistas a los que la filosofía debe enfrentarse, justamente aquellos que no procuran de la felicidad en la tierra, que inculcan el borramiento del gusto, si se quiere. En efecto, para Averroes, el sofista –que será asimilado a la figura del teólogo en el islam- es un problema no porque tenga el hábito de ofrecer argumentos, sino que al hacerlo: “(…) pretenda el honor y bienes externos, para hacer creer que es un sabio.” De igual modo, en el Tahafut al Tahafut (véase, simplemente la “Primera exposición”) Averroes no dejará de reprocharle a su contendor Al Gazhali, que sus argumentos no son “demostrativos” sino “dialécticos” y, por tanto, que se sostienen en premisas no universales sino contingentes: pretenden universalidad, cuando no son más que saberes provincianos.
La otrora crítica farabiana contra los teólogos de su tiempo, a saber, que estos transforman las opiniones en dogmas, pretendiendo que el fundamento de su saber resida en la universalidad profética cuando, en rigor, descansan en las costumbres, encuentra en Averroes su consumación. Cuestión clave si atendemos a lo que dice Averroes en el Fasl Al Maqal, donde caracteriza a los teólogos en su pretensión de verdad, erigiéndose en los verdaderos intérpretes de la profecía, cuando en rigor, no serán más que intérpretes fallidos, movidos por un provincianismo ciego que privarán a los hombres del gusto por la vida pues los conducirán al cultivo del “miedo y el temor”. Como tal, los sofistas del islam –los teólogos- ofrecen malas historias y, por tanto, impiden la acción ética porque destruyen la relación erótica, amorosa de la vida para con su potencia, tal como ocurrirá con la figura de la prudencia.
Al erigirse en “sabios”, los teólogos pretenden disputar la palabra profética con la filosofía, expulsando a esta última de la ciudad. Justamente, para Averroes, se trata de abrazar conjuntamente filosofía con profecía porque ambas apuntan a la verdad que será siempre una y la misma. A diferencia de los teólogos que conducen a los pueblos a la guerra civil y sus bajas pasiones, es la filosofía la que porta consigo el verdadero sentido de la profecía y, con ello, el del gusto por vivir. No haber renunciado a la profecía y volverse “hermana de leche” con ella, sitúan al nombre de Averroes al interior de una línea filosófica vilipendiada, ocultada, aplastada muchas veces que, sin embargo, ofrece a la vida humana la posibilidad de la felicidad sobre la tierra. Haber olvidado esta vía es lo que habría hecho el comentario de Derrida, un comentario propiamente teológico.
REFERENCIAS
Jaques Derrida. Canallas. Dos ensayos sobre la razón. Ed. Trotta, Madrid, 2005.
Aristóteles. La Política. Ed. Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1998.
Aristóteles. La Ética a Nicómaco. Ed. Centro de Estudios Constitucionales. Madrid, 1998.
Michel Foucault. Seguridad, territorio, población. Curso en el Collège de France (1978) Ed. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2006.
Hannah Arendt. La Condición Humana. Ed. Paidós, Barcelona, 2012.
Ibn Bayya. El Régimen del solitario. Ed. Trotta, Madrid, 1997.
Averroes. Exposición de la República de Platón. Ed. Tecnos, Madrid, 2011.
Rosalie de Souza Pereira. Averróis a arte de governar. Ed. Perspectiva, Sao Paulo, 2012.
Jean Baptiste Brenet. L´immagine abolita, desiderata. En: Giorgio Agamben, Jean Baptiste Brenet. Intelletto d´amore. Ed. Quodlibet, Macerata, 2018.
Alain de Libera. Pensar la Edad Media. Ed, Anthropos, Barcelona, 2006.
Henri Meschonnic. La poética como crítica del sentido. Ed. Mármol Izquierdo, Buenos Aires, 2007.
Giorgio Agamben. El reino y el jardín. Ed. Sexto piso. Ciudad de México, 2020.
Imagen de portada: Vikram Kushwah, Children in a Tree 02