Rodrigo Karmy Bolton, La tensión

Una respuesta a Rodrigo Castro Orellana

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Cuando ni la amistad ni el pensamiento se dejan domesticar, surgen momentos intempestivos en que los “diálogos” juegan menos a las formas estereotipadas que a devenir relampagueantes gestos de pensamiento. Es lo que me provocó la última intervención de Rodrigo Castro Orellana, amigo de quien tengo un enorme respeto por su trabajo. El punto que me interesa discutir es, básicamente, cuando él escribe que: “(…) en el Chile actual no existe un proceso de destitución del dispositivo de subjetividad neoliberal.”. En este registro, insiste, que el neoliberalismo –entendido como un conjunto de dispositivos gubernamentales orientados a la producción de subjetividad- se nutre de “revueltas”. Por tanto, las revueltas parecen ser entendidas como una suerte de negatividad que aceitan, antes que interrumpen, al propio devenir neoliberal. Los dispositivos neoliberales funcionarían gracias a la dosificación de “revueltas” que les volverían más fuertes y profundos. Con estas tesis quisiera lidiar en la presente intervención.

De manera alarmante, la tesis de Rodrigo Castro parece ir muy a la par con la de Carlos Peña, según la cual, la transformación radical de las condiciones de existencia vía el proceso de modernización capitalista habría cambiado las “expectativas” de las personas y las instituciones que estaban para satisfacer dichas demandas devienen caducas produciéndose así, un “desajuste” que el sociologismo criollo ha calificado bajo el término negativo de “anomia”. De esta forma, la crisis octubrista expresaría que los chilenos querrían “más” sistema antes que “menos”, una renovación de la teoría de la gobernabilidad que es el único horizonte en el que el columnista de El Mercurio puede pensar. En la jerga foucaulteana de Castro Orellana, ello se traduce en que la “subjetividad neoliberal” no ha sido derogada (de hecho, el título de su última intervención es “el coraje de gobernar”). La tesis Peña aparece aquí como la versión “optimista” de la tesis de Castro. Pero ambos parecen estar de acuerdo en un asunto: el neoliberalismo –como “modernización capitalista” del Chile actual- ha sido imparable y ha producido una subjetividad que, lejos de haber sido derogada en el proceso octubrista, ha sido extrañamente ratificada. Incluso, en dicha tesis se podría entrever que la revuelta no es más que el instante en que dicha subjetividad exige perder las amarras definitivamente con la institucionalidad del Estado deviniendo así, en una suerte de anarcocapitalismo. Sin embargo, en el fondo, ni para Peña ni para Castro existiría: “(…) un proceso de destitución del dispositivo de subjetividad neoliberal”. Curiosa mímesis que se produce entre dos formas de “realismo”, donde el neoliberalismo (se lo entienda como “modernización capitalista a lo Peña o como “gubernamentalidad” como lo sostiene Castro) se mantiene como si depositara sobre sí una fuerza mítica que lo hace perpetuarse más allá, sin discontinuidades, sin remociones, en un continuum histórico sin contrapesos.

Aunque Castro subraya que no ha sido esa su formulación, el texto no deja de repetir que la subjetividad neoliberal no ha sido derogada, tal como lo señala la cita que menciono al principio de este escrito. Y bien, creo que este es el punto que habría que discutir: ¿bajo qué condiciones podríamos afirmar que tal destitución se ha producido? Y en este sentido ¿qué entenderíamos por “destituir” y sobre todo qué por “revuelta”? Son preguntas importantes que no creo que Castro las formule en su texto, sino que parece darlas por supuesto. Y este “dar por supuesto”, me parece, resulta ser precisamente el problema que le llevará a afirmar que, incluso, el neoliberalismo requeriría de las “revueltas”. Por cierto, ello no puede negarse simplemente –es decir, sin atender qué produce una revuelta- sobre todo considerando el carácter axiomático del capitalismo y, en particular, de su forma neoliberal que introduce dispositivos microfísicos orientados a la producción de subjetividad, no solo adaptándose rápidamente a los diversos contextos, sino produciendo esos mismos contextos sobre los que operará. Pero, deslindemos ese “dar por supuesto” y ofrezcamos un análisis de dos términos clave que, me parece, Castro parece “dar por supuesto”: destitución y revuelta.

Digamos que la “destitución” no marca una negatividad como frecuentemente se la concibe, sino la afirmación de una vida común (una potencia) irreductible a los mecanismos de producción de subjetividad propios del neoliberalismo, que los vuelve inoperantes y sin sentido. Mirar la potencia destituyente desde la perspectiva de la negatividad significa inscribirla en el marco sacrificial de la maquinaria capitalista. Por tanto, significa que ella siempre redunda funcional a dicha máquina, en la medida que asimila la “crisis” en cuanto despliegue revolucionario del propio capital. Despliegue que, por cierto, fue advertido por Marx y Engels en “El Manifiesto Comunista” (La burguesía es la primera clase revolucionaria…) y en Chile fue denodadamente trabajado por el célebre “Chile actual. Anatomía de un Mito” de Tomás Moulián. En este último, Moulián sostiene que la introducción del neoliberalismo –aquello que Peña llama “modernización”- con la dictadura fue efecto de una “Revolución”. Si nos ceñimos a la tesis de Marx y Engels y a la de Moulián (también el historiador Manuel Gárate ha caracterizado ese período bajo la noción de “revolución”), vemos que la revolución resulta ser constitutiva del devenir del capital. Y en este sentido, Castro tendría razón, salvo que Castro mismo, no dice “revolución” sino “revuelta”, esta última no puede pasar por la primera.  

Si admitimos que no habría nada más moderno que una Revolución, podríamos, a su vez, admitir, que la implosión de lo moderno desnuda una miríada de revueltas que testifican acerca de su fin. La revolución es el devenir mismo de lo moderno y, quizás, por eso, no solo su temporalidad mira siempre hacia el “futuro” sino, además, al menos desde finales de la Segunda Guerra Mundial, la cibernética ha podido surgir como su nueva vanguardia. Una vanguardia, una ética sacrificial y una filosofía de la historia que apunta teleológicamente hacia el futuro, definen, pues, la textura discursiva de la Revolución. En estos términos, la Revolución requiere de la negatividad como su motor que impulsa el proceso hacia su desarrollo pleno. El capitalismo deviene así la Revolución, cuya negatividad está dada por el conjunto de “crisis” o (shocks, como diría Naomi Klein) que, en contra de las esperanzas de algunos, consolida su propio y circular movimiento. Porque esta es la clave del asunto: el capitalismo no es tanto un “orden” (quieto, estático, inmóvil) como un “proceso” que replantea una y otra vez al “orden” vía “crisis”, “estados de excepción” y, por supuesto, el desbande permanente de la siempre bien ponderada policía.

Si la última fase del capitalismo (e incluso en su devenir cibernética) es el neoliberalismo, habrá que recordar que éste se impuso revolucionariamente –diría Moulián. Como un proceso capitalista que requirió de una refundación total de la miríada de dispositivos que otrora funcionaban en el Estado desarrollista, ahora se articularon para hacer del “proletario un microempresario” (Pinochet dixit) capaces de expandir las zonas del capital no solo a nivel “expansivo” sino sobre todo “intensivo” transformando de esta forma la subjetividad y el diagrama de clases del Chile de fines de los años 70. En eso ha consistido la Revolución neoliberal. Una Revolución que requiere de su negatividad, y que no deja de estar en curso re-inventándose una y otra vez, intensificando sus tecnologías, dispositivos y articulaciones de seguridad y medicalización. Los momentos de shock (Klein) que se dosifican dependiendo el grado de reformas, despoja la legitimidad de la Ley por la facticidad de un estado de excepción permanente, y termina por transfigurar toda palabra en información. Los momentos de shock no son del todo necesarios. Basta una democracia vaciada de ciudadanía –como la mayoría de las democracias hoy- para que un “paquete de medidas” se instalen como dispositivos microfísicos capaces de producir subjetividad. La derecha y las izquierdas ya no parecen ser relevantes, cada una toma intensidades variables de este singular “régimen de verdad” (no un “modelo”) profundizando así su producción subjetiva. En Chile todo ello se hizo en dos tiempos; el de la violencia dictatorial y el del consenso transicional. Y, por supuesto, el neoliberalismo vive de las “crisis” (no solo “económicas” porque el neoliberalismo no es una “economía”, ya lo sabemos, sino un “dispositivo de gobierno”), vive de los momentos de excepción, se alimenta de ellos una y otra vez porque el neoliberalismo no es más que movilización total de una guerra intensificada, emergencia, cada día, de lo “nuevo” como emergencia que, como tal, profundiza las formas de control y despojo.

En este sentido, el neoliberalismo vive de la negatividad inmanente a la Revolución, no de la suspensión radical que entraña la revuelta. Así, me permito deslindar la primera hipótesis que he desarrollado en otros lugares: la revuelta implica una “suspensión del tiempo histórico” –según la hermosa definición de Furio Jesi y difiere en este sentido de la Revolución. Definición que pone el acento en la cuestión del tiempo y, por tanto, en el devenir de la vida. Una “suspensión” no implica un estado de excepción, tal como lo concibe Schmitt, sino que remite al “verdadero estado de excepción” indicado por Benjamin en sus célebres “Tesis”, a las que se ciñe Jesi. Se trata, de la suspensión de la suspensión, pero que de ninguna forma termina con el orden prevalente, sino más bien, lo vacía, lo hace implosionar, exhibe lo que Agamben denominaría el “trono vacío” conduciéndolo a su inoperancia, grado cero de su efectividad. La relación entre los estados de excepción y la “suspensión del tiempo histórico” son los efectos simétricos a la distinción entre revolución y revuelta.  

Un asunto que Castro destaca no resulta menor: en la sociedad neoliberal no hay “afuera”. En efecto, como ha sido problematizado desde Kojève a Negri las fronteras estatal-nacionales que establecían una clara diferencia entre el interior y el exterior, han sido barridas por la misma potencia del capital. Pero que no haya “afuera”, en el sentido cartográfico (nomístico, si se quiere), no significa que no haya un “afuera” en sentido topológico (el lugar que resta a todo lugar preconstituido). Que la afirmación “no hay afuera” deba ser entendida en sentido cartográfico, significa que existen otras derivas como los de la revuelta que resultan ser completamente “topológicos” y no “cartográficos”1Utilizo los términos “cartografía” y “topología” no en sentido deleuziano, sino de un modo mucho más sencillo, tal como lo desarrollé con mayor amplitud en “Intifada. Una topología de la imaginación popular” (Metales Pesados, Santiago de Chile, 2020). “Cartografía” remite al orden de la representación y del nómos de la tierra; “topología” al lugar que resta de dicho orden, que no cabe en él, pero que, sin embargo, a pesar de su invisibilidad, no deja de atravesarle.  Desde este punto de vista, para la cartografía toda revuelta deviene topológica porque jamás se la “ve venir” –como usualmente se dice en la jerga oligárquica chilena. Desde la cartografía nunca se puede ver la topología, pues esta última es su resto irreductible, que nunca puede caber en ella.. Estos últimos remiten siempre al nómos de la tierra y su marco de representación, los primeros, en cambio, serían “topológicos” en cuanto abren un lugar sin lugar, un sitio sin espacio que yace dentro del mismo campo cartográfico que ha clausurado su “afuera”. Se trata, entonces, de un afuera interior que irrumpe desde “dentro” desde un lugar que, sin embargo, no tiene lugar, y que pone en juego otros modos de habitar.

Respecto de la revuelta en Iraq acontecida en paralelo a la chilena durante el mes de  octubre de 2019, la socióloga iraquí Zahra Ali ha subrayado la creación de un “espacio imaginario” por parte de la revuelta. Su análisis coincide con el mío desarrollado en mi “Intifada. Una topología de la imaginación popular” (2020) donde, a partir del fenómeno de la revuelta, distinguí dos tipos de “espacios”. Pueden ser las plazas (la Plaza Tahrir en Bagdad, la Plaza Dignidad en Santiago de Chile) u otros lugares. Siempre se trata de un lugar que no tenía lugar en la escena cartográfica que dispone de lugares vía cálculos espacio-temporales: geométricos, económicos, bélicos y al que le resulta invisible ese lugar sin lugar que irrumpe intempestivamente desde su propio interior. Su sorpresa es precisamente el síntoma que desde dentro del dentro sobreviene un afuera, al modo de una grieta, una fisura que atraviesa al orden cartográfico En este sentido, la afirmación de Castro, según la cual, el neoliberalismo no tiene “afuera” resulta perfectamente compatible con la existencia de formas de resistencia liminares que proliferan topológicamente antes que cartográficamente. A esta luz, una revuelta es el lugar (topológico) que no tiene lugar (cartográfico), un sitio que no aparece jamás en los mapas, en el orden de la representación; desesperación de pueblos que se arrojan a una habitabilidad devastada por la cartografía imperial; devastación que el optimismo neoliberal le llamó por mucho tiempo “globalización”.

Por eso, la “suspensión del tiempo histórico” de la revuelta horada al régimen de verdad neoliberal y abre un “afuera” topológico al interior de las formas de subjetivación cartográficas y que, por esto, tensiona internamente a la misma subjetividad neoliberal: “no era depresión, era capitalismo” deviene una de las epifanías decisivas del octubrismo. En ella, la “subjetividad neoliberal” es “politizada” en el escenario de una vida común en que ya no deviene “culpable” del sufrimiento, sino que aparece como efecto del conjunto de prácticas y discursos prevalentes del régimen neoliberal: ¿qué serían los “dispositivos” sino nada más que ese conjunto de prácticas singulares que alguna vez fueron naturalizadas y dieron lugar a determinados modos de subjetivación? No era “depresión” –es decir, ese trastorno perteneciente al saber psiquiátrico que patologiza el sufrimiento social, sino “capitalismo”, un modo de vida que separa las vidas de sus potencias y las atomiza al punto de convertirla en la única “responsable” (culpable) de su neurosis. Precisamente por eso, porque son nada más que un conjunto de prácticas, los dispositivos pueden implosionar y devenir inoperantes, si es que se los trastoca tal como ocurre en una revuelta.

Sin duda, Castro aceptaría esta posibilidad. Sin embargo, parece no aceptar que haya sido justamente en el contexto chileno donde ello pudo ser posible. Se trata de la aparición de una “tensión” topológica al interior de la subjetividad neoliberal. Digo “tensión” (lo he dicho en otras columnas y libros) y no “destrucción” o menos “superación” como querría el léxico clásicamente revolucionario. “Tensión” entre una subjetivación neoliberal que se encuentra con su propio límite, con su posible bifurcación entre una subjetividad neoliberal y otra sublevada.

Ambas no son incompatibles, por supuesto, tal como lo muestran los votos dirigidos a Franco Parisi en la primera vuelta de la elección presidencial chilena: la subjetividad neoliberal puede admitir grados de sublevación para ganar una posición cartográfica. Pero esto es solo una posibilidad. La otra, que ha sido masiva en la convergencia de movimientos feministas, pueblos originarios y estudiantes de todo nivel, es aquella en la que la subjetividad topológica y sublevada horada a la neoliberal y la destituye habitando de otro modo el mundo y creando otras prácticas y modos de organización (asambleas populares, cabildos, ollas comunes, entre otras formas). La condición para que hayan irrumpido, los nuevos diagramas como las potencias feministas, pueblos originarios, estudiantes y trabajadores en general, ha sido precisamente la destitución. Fue precisamente en dicha epoché donde se ha discutido todo, en esas formas topológicas, invisibles para las instituciones cartográficas, donde se abrió un proceso radical de pensamiento que puso en cuestión a las prácticas y discursos prevalentes. Un “espacio imaginario” –para usar la terminología de Ali- fue abierto por la revuelta, una “suspensión del tiempo histórico” en el léxico de Jesi, trastornó enteramente el continuum mítico de la razón neoliberal y con ello, sus modos de subjetivación.

La “tensión” inmanente a las formas de subjetivación, entre campos topológicos y cartográficos, fue abierta por el 18 de Octubre, “tensión” que no ha sido sino el efecto de una destitución. Entre los dispositivos de subjetivación más decisivos que han sido destituidos, está, ni más ni menos, la Constitución de 1980. Por que ¿qué es una Constitución? Nunca un simple texto o un mero pacto, sino la materialidad de un discurso que pone en juego prácticas concretas que parecen devenir sagradas e inmodificables. Y son esas prácticas las que han sido problematizadas porque, como ha sido visto, el proceso en curso desde hace décadas tuvo que “constitucionalizarse” desde el momento que muchas iniciativas de transformación que eran cruciales para muchos movimientos sociales terminaban rechazadas por los propios mecanismos constitucionales que imponía el texto de 1980, siendo su dispositivo último el famoso Tribunal Constitucional. Con este juego quedó expuesto a la luz del día que, más allá de los teóricos o u organizaciones que la cuestionaban, la Constitución de 1980 era un dispositivo de dominio de clase que favorecía solo a la oligarquía militar y financiera que se tomó por asalto el país en 1973. Pero, a su vez, dicha Constitución no fue otra cosa que un conjunto de dispositivos de subjetivación. Y ¿qué imagen era la que mejor exponía ese juego, qué personaje ponía al desnudo que dicha Constitución era la institucionalización de una forma de dominación? Un presidente inepto –asesino y corrupto, ante todo- último representante de la agotada episteme transicional: Piñera.

Castro advierte, sin embargo, algo que habrá que tener en consideración: el neoliberalismo no se reduce a dicha Constitución porque una cosa sería la oligarquía militar y financiera que se tomó al Estado chileno por asalto en 1973 e impuso dicha Constitución con sus múltiples dispositivos de subjetivación y otra el “régimen de verdad” neoliberal que puede reinventarse axiomáticamente y sobrevivir a él: si bien este último fue introducido por el golpe de Estado de 1973 no por ello, este no podría sobrevivir más allá de la vetusta oligarquía que lo impuso.

De hecho, es posible que tal facticidad se imponga y las nuevas fuerzas sean docilizadas en una nueva axiomatización neoliberal, capitalizando su movimiento en una simple renovación de la oligarquía de 1973-1988 sin trastocar un ápice del régimen. En efecto, el jingle “la alegría ya viene” anuncia –tal como lo suscribe la película NO de manera elocuente- la facticidad neoliberal con la democracia circunscrita a los límites de la Constitución de 1980 (reformada como sabemos en 1988 y 2005). El cuerpo físico de Pinochet no sobrevivió al impulso revolucionario del neoliberalismo. ¿Por qué su cuerpo institucional debería hacerlo a esta nueva asonada de axiomatización? ¿Acaso no estamos viviendo exactamente ese momento cuando una Convención ha emprendido la tarea de ofrecer otro cuerpo institucional que ya no será –esperamos- el de Pinochet, es decir, el de Portales que Pinochet portaba fantasmáticamente?

Sin embargo, ¿hasta donde la analogía que hace Castro entre 1988 y 2021 calza? Interesante sería precisamente atender ahí donde ello no calza, donde la repetición de las formas experimenta una bifurcación. Esa bifurcación, esa diferencia, me parece, pasa por la vigencia de la fuerza excéntrica abierta por el octubrismo que, en parte, se aloja en la Convención, pero que la altera y rebasa permanentemente. Asimismo, el reciente triunfo de la coalición de izquierdas Apruebo-Dignidad en la segunda vuelta presidencial gracias a la movilización popular (y no gracias al famoso “centro” político y su eventual moderación) también expresa, en parte, la prevalencia de dicha fuerza. Porque ¿qué significa ganar en este momento? Una lectura posible es que ganar signifique conservar y desplegar esa fuerza.

Quizás, solo en este sentido, sea admisible atender la posibilidad que, con todas mis reservas, el proceso chileno pueda derivar en una Revolución propiamente política, es decir, de transformación de sus estructuras institucionales. Pero así también, puede petrificarse nuevamente y terminar por privilegiar una gobernabilidad apoyada en una Nueva Constitución –ahora si- democrática que, sin embargo, no tensione los pivotes de la axiomatización neoliberal. ¿Hemos iniciado la verdadera “transición”, aquella que tendrá que desmontar los dispositivos neoliberales con los que se ha regido el país, partiendo por su Constitución? ¿Dejar atrás, por fin, el cuerpo institucional de Pinochet y su sombra portaliana? O, a la inversa, ¿abandonaremos a Pinochet, pero mantendremos a Portales? ¿O Pinochet y Portales sucumbirán a la nueva deriva axiomática del neoliberalismo que vendrá “verde”, “identitario” y “democrático” gestionando así la renovación del progresismo y aceitando el devenir vanguardia de la cibernética neoliberal?

Si estamos planteando estas preguntas es precisamente porque se abrió esa fuerza. Y, entonces, podemos volver a interrogar la tesis de Castro: “en el Chile actual no existe un proceso de destitución del dispositivo de subjetividad neoliberal”. ¿No existe? Digamos que la tesis es, a la vez, errada y cierta: errada porque no ahonda el análisis en la dimensión topológica de la revuelta y la potencia destituyente que efectivamente ella trajo consigo, pero cierta, porque la subjetividad neoliberal sigue vigente, reordenando el mapa cartográfico e intentando neutralizar, docilizar o cooptar, la dimensión topológica de la subjetividad sublevada. Insisto, se trata de una tensión, una división interna a los propios sujetos porque han sido ellos quienes hemos sido atravesados por la revuelta, como un Real que nos cruza y que nadie podía verdaderamente obviar. La revuelta no ha sido más que el asalto de la lucha de clases en el instante en que la historia (y el exitista país) había creído conjurarla. Tanto operó la destitución que ya nadie piensa que Chile representa un “oasis” en la turbulenta escena del mundo. Justamente, ese “oasis” fue la última versión del simulacro sobre el cual se tejió la episteme transicional por 30 años y que sucumbió cuando las multitudes se abrazaron a la voz de Víctor Jara en todas las plazas del país.

La revuelta de octubre fue la interrupción feroz del conjunto de mecanismos de subjetivación neoliberal que abrió a los pueblos de Chile a la radicalidad del pensamiento por el cual pudieron pensar su presente; un momento genealógico si se quiere en lo que éste tiene de intempestivo. ¿Significa que el neoliberalismo seguirá? Significa, al menos, que una forma del mismo ha sido impugnada y que la revuelta octubrista abrió una nueva época de luchas que seguirán desajustando el continuum de su Revolución. Por supuesto, ello expresa el nuevo momento stasiológico (el momento de la stásis entre vida y formas, entre topología y cartografía) al que asistimos a nivel mundial, pues, como bien subraya Castro en otro texto, Chile no es ni el centro ni el más excepcional del mundo, sino una pieza mínima al interior de un escenario mundial que, justamente, se ha visto asolado por una proliferación de revueltas.

Si en todas partes presenciamos el ominoso panorama de ciudadanos reducidos cada vez más a “meras vidas” (homo sacer –en Agamben; negros –en Mbembe) es porque la securitización y biomedicalización de las sociedades por efecto de años de neoliberalismo ha llevado a las “democracias” a exhibir su reverso tanático. En Chile ese reverso se cristalizó en la forma del “abuso” institucionalizado condicionado por el dispositivo constitucional que ha sido ferozmente destituido un proceso, seguramente iniciado en 2006, desplegado en 2011 (estudiantes), afirmado en 2018 (feminismo) y consumado en la revuelta de octubre de 2019 y sus procesos desatados.   

Diciembre 2021


Imagen de portada: AFP, Calle Gay-Lussac al día siguiente del 11 de mayo de 1968, tras enfrentamientos entre estudiantes y policías en el Barrio Latino de París.

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