En su columna publicada en el diario La Tercera del día domingo 17 de Octubre, el filósofo Hugo Herrera escribe: “La crisis de octubre es crisis de comprensión. Comprender es entender y articular la realidad; y comprender políticamente, palpar y articular la situación concreta del pueblo en instituciones y discursos en los que el pueblo pueda sentirse acogido. Fue la distancia entre el pueblo y las élites, sus discursos y las instituciones, la que produjo la crisis”1Hugo Herrera Octubre en Chile, dos años después. Diario La Tercera, Domingo 17 de Octubre de 2021, p. 20.. Herrera prosigue en su análisis y sostiene que la “crisis” a la que asistimos tendría un carácter estructuralmente “vertical” pues estaría en juego la incapacidad de las “élites” y sus “instituciones” por “(…) articular las pulsiones y anhelos populares”. Por ello, Herrera compara la crisis del bicentenario a la que asistimos hoy con la del “centenario”, en cuanto ambas se habrían caracterizado por la irrupción de nuevas “clases sociales” que, a diferencia del clásico proletariado de principios del siglo XIX, hoy asumirían la forma de una precarizada clase media. Esta pequeña columna no tiene nada de extraño en lo que ha sido el trabajo de Herrera, pues sigue las reflexiones que él mismo ha desarrollado en varios de sus libros, pero en especial, en Octubre en Chile. Acontecimiento y comprensión política. Hacia un republicanismo popular. Publicado en 2019 por la editorial Katankura de Santiago de Chile2Hugo Herrera Octubre en Chile. Acontecimiento y comprensión política. Hacia un republicanismo popular. Ed. Katankura. Santiago de Chile, 2019..
Quisiera problematizar, sin embargo, un solo aspecto de su razonamiento que, me parece, condiciona todos los demás: Herrera habla desde un determinado lugar de enunciación. El de las élites. Unas élites que quieren volver a interpretar al pueblo, pero no pueden. Que declaran su impotencia hermenéutica y universalizan su situación bajo el término “crisis”. Mi propuesta, por supuesto, es otra: si la “comprensión” debe ser entendida como la hermenéutica de los vencedores, los pueblos que irrumpieron para el 18 de Octubre portaron un tipo de “conocimiento”, profundo, decisivo, pero enteramente fulmíneo que nada tiene que ver con la “comprensión” esgrimida por Herrera y su élite. El 18 de Octubre ha sido un momento en que los pueblos de Chile se han liberado de las epistemes dominantes reivindicando sus propias formas de conocimiento sin necesidad de recurrir a algún intérprete privilegiado (como las élites de las que habla Herrera). La “crisis” sería, en este sentido, una “crisis” elitaria, pero que daría cuenta de la dimensión “afirmativa” por la cual irrumpió la potencia popular.
Nada quiere saber dicha potencia de las élites, nada necesita de ellas, porque lejos de ser “anomia” –como ha escrito el sociologismo- ella devino nada más que imaginación: transfiguración de formas, expresadas en muros, calles, canciones, protestas. La revuelta forja su simbología porque en ella acontece un conocimiento fulmíneo que será siempre extraño a las élites. La diferencia de poder, la jerarquía que, sobre todo se expresa en la “situación concreta” de la República de Chile en que, una y otra vez, se han institucionalizado los “Pactos Oligárquicos” expresados en las diferentes constituciones políticas, deberían mostrar que recurrir a la noción fenomenológica de la “comprensión” no solo no nos libera del lugar de enunciación, sino que lo aceita, lo fortalece.
La primera frase con las que se inicia su columna condiciona todo el análisis posterior: que la crisis sea una crisis de “comprensión”. Por “comprensión” Herrera concibe dos procesos: el entender que remite a una operación teórica y el “articular la realidad” que concierne a un aspecto práctico. Comprender sería, entonces, una forma precisa de lectura política en que la dimensión teórica y prácticas parecen entrelazarse completamente. Nótese que Herrera no usa el término “explicación” porque de hacerlo, ello reconduciría su análisis al sociologismo y el economicismo del cual su hermenéutica intenta escapar. La sociología “explica”, pero la filosofía “comprende”. En este sentido, es la filosofía la que ofrece una mayor amplitud del análisis, pues no se enfoca en la simple “causa” del “hecho social” sino en la interpretación que antecede a toda explicación causal.
Para Herrera, el término “comprensión” implicaría un ejercicio cognitivo con pretensiones de universalidad en la medida que, desde ahí, sería posible leer todos los “anhelos populares”. Para Herrera, que dichos “anhelos” no calcen con la interpretación es la excepción, no la regla, una anomalía del sistema político, una “crisis” si se quiere, que será posible de enmendar restituyendo la función pastoral del filósofo hermeneuta. En este sentido, la “comprensión” pretende totalizar el espacio cognitivo y así, devorar cualquier “afuera” que intentara escapar de ella. Al situar la cuestión de la comprensión como el fundamento para leer la crisis, Herrera se convierte en un teórico de la hegemonía.
Como Fernando Atria desde las izquierdas, Herrera es el teórico de la hegemonía en las derechas. El verdadero y, quizás último, intelectual orgánico que, como en Gramsci, pretende vincular el “arriba” con el “abajo”, la élite con el pueblo, las instituciones con la calle, la forma con la materia. Más aún: sostendremos que Herrera es el último filósofo transicional: pues, a partir del uso del término “comprensión”, él intenta ofrecer un esquema “reconciliatorio” de la lucha de clases. Y esta es precisamente el objetivo estratégico: neutralizar la lucha de clases. En este sentido, ¿no es Herrera un “liberal” en la medida que apunta a la neutralización del conflicto antes que a su visibilización?
La “comprensión” aludida por Herrera, no puede “comprenderse” a sí misma como un dispositivo políticamente neutro. Herrera mismo lo reconocería. Sería “liberal” hacer pasar un asunto político como un mero aspecto técnico. Pero, justamente: al intentar “neutralizar” el conflicto ¿no deviene él mismo preso del liberalismo que siempre identifica en sus correligionarios de sector?
Ahora bien, entremos en el asunto clave: ¿puede el pueblo “comprender”? La pregunta no puede ser baladí por cuanto Herrera insiste, una y otra vez, en que dicha comprensión solo puede ser elaborada “desde arriba”. Advierto una premisa schmittiana desarrollada en Teología Política, según la cual, el soberano –el Estado– es quien le “da forma a la vida de un pueblo”. Schmitt presupone –como lo hace en Catolicismo y forma política– una suerte de hilemorfismo aristotélico en el que el principio activo de la forma tiende a calzar con el principio pasivo de la materia. El Estado sería el principio activo, el pueblo el pasivo. Por eso, del pueblo solo puede esperarse “pasividad” y, por tanto, requiere que las élites inoculen en él el principio formal para así ser capaces de “articular las pulsiones y anhelos populares”. Si bien Herrera lee a Schmitt con la figura aristotélica del legislador y su “prudencia”, el punto sigue siendo la “estructura vertical” de su análisis que no solo presupone una idea jerárquica del conocimiento, en la medida que éste solo estaría forjado desde las élites, sino una cierta eternidad (naturalización) de las mismas y de sus instituciones. ¿No podría haber una sociedad sin élites, una sociedad con instituciones, pero sin élites?
Para Herrera esta pregunta mienta ridícula porque una sociedad así no sería capaz de forjar ninguna forma política que pudiera hablar en nombre de los “anhelos populares”: carecería del principio activo de la forma que pudiera imprimirse en el pueblo. ¿Y dicha operación no compromete una violencia que impone una “forma” sobre una “materia” supuestamente pasiva? ¿Y si la materia no fuera “pasiva”? Como si los “anhelos populares” nunca pudieran devenir un tipo de conocimiento, que no una “comprensión”. Insisto: la mistificación de la “comprensión” es justamente su pretensión de universalidad. Su apuesta reconciliatoria y, por tanto, neutralizante. Los “anhelos populares” pueden muy bien caber en ella, pero en cuanto experimentan una neutralización importante que los vuelva compatibles con “instituciones y discursos” a los que el pueblo pareciera tender a identificarse en cuanto las élites –no el pueblo– serán capaces de restituir su capacidad de interpretar, su fuerza hegemónica.
Pero la potencia octubrista parece ser otra cosa: una sustracción que no cabe en ninguna “comprensión”; un “afuerino” como diría Raúl Ruiz o una forma “alienígena” como dijera nuestra primera dama. ¿Qué designa el acontecimiento popular sino un lugar sin lugar en la cartografía representacional de la República, pero, sobre todo, de un lugar “afuerino” o “alienígena” que deviene irreductible a las formas representacionales del Estado? La radicalidad de un pueblo que resiste a “ser interpretado” por las élites, pero que, sin embargo, trae consigo una forma singular de conocimiento ofreciendo a la sociedad chilena un verdadero pensamiento.
Herrera mismo lo reconocería: el pensamiento –como el pueblo– es un acontecimiento. Pero a diferencia de él, no porta consigo ninguna exigencia de comprensión. Como tal, interrumpe la continuidad de las formas. Los pueblos de Chile irrumpieron con la radicalidad de un pensamiento que desnaturaliza las formas del orden prevalente, que las interroga intempestivamente y nos permite replantearnos nuestra situación en el mundo. No requirió el “arriba” para pensar, no necesitó de las élites para expresar sus “anhelos populares”, no requirió de una “interpretación” sino que expresó directamente sus formas en los muros, calles, cánticos, prácticas y múltiples protestas.
Su simbología es epifánica pues transfigura las formas afirmando la intensidad de la imaginación. El tumulto de la multitud es pensamiento, es decir, imagen libre y común. Al ser común no puede ser apropiada por ninguna fuerza que pretenda su “comprensión”. Sobre todo, porque la simbología de la revuelta no impugna, pues, a una forma de “comprensión” específica (la “economicista” que Herrera critica) sino a la “comprensibilidad” misma como capacidad. Si toda “comprensión” deviene episteme totalizante, esa “parte de los que no tienen parte” jamás puede caber en ella. En su violencia, en su preeminencia de la forma, la comprensibilidad se revela teoría de la hegemonía. Ante ello, la revuelta octubrista no ofrece hegemonía sino stasiología, una analítica de las formas-de-vida en común y sus múltiples modos de expresión3Rodrigo Karmy Stasiología. En: Revista Disenso, Dossier.. No se trata de monumentalizar al acontecimiento popular como hace Herrera, sino de mostrar su devenir menor, cuando el momentum del gesto en el que tiene lugar la “suspensión del tiempo histórico”, acontece la patria verdaderamente alienígena de los pueblos, su estar fuera de sí, difracción permanente con el territorio al que las élites supuestamente le instan a pertenecer.
18 de Octubre 2021
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