Hoy no es sólo uno de mis hábitos sino que además forma parte de mis gustos -malicioso quizá- no escribir nada que no lleve a la desesperación a toda esa gente que «tiene prisa»
Friedrich Nietzsche, Aurora, 1886.
La campaña de mentiras contra la Convención Constitucional es un repertorio perverso empleado por las fuerzas conservadoras para referirse a lo que allí dentro ocurre, contando a veces con el respaldo vergonzoso de algunos medios de comunicación. Se le acusa de radicalidad a un pleno y a unas comisiones que están subordinadas al quórum de 2/3 para alcanzar acuerdos mínimos, y que han demostrado más bien moderación que maximalismo, en parte, porque los colectivos de izquierda (en sus variados matices programáticos) están inhibidos por su propio reglamento.
Nada de eso importa. Es la campaña del rechazo para el plebiscito de salida que nunca se detuvo a lo largo de todo este tiempo. Quienes la protagonizan tienen una ventaja, a diferencia del resto de las y los convencionales comprometidos con el nuevo texto constitucional: no han debido esforzarse demasiado en el diseño de normas y en la negociación para alcanzar acuerdos. Al estar de antemano atrincherados en la opción del rechazo, han hecho uso del órgano constituyente como una plataforma para agitar mentiras.
Mirado en perspectiva genealógica, todas estas miserias son posibles porque, en la modernidad, la política ya no responde a ninguna clase de principio ético. En el realismo (capitalista) que tiene como único propósito conservar el poder y aumentar las ganancias, prima la instrumentación de la palabra y entonces el habla pública es fagocitada por la comunicación estratégica1Una lógica que en Chile se inaugura con la campaña del “No”, como es posible apreciar en el film de Pablo Larraín., la cual fue promovida por ideólogos de esta corriente como José Joaquín Brunner o Eugenio Tironi, que conceptualizan a la “comunicación política” en términos funcionalistas, los cuales se corresponden con el lenguaje empresarial.
La pulsión irreflexiva por ganarle al adversario nos lleva a validar conductas injustas y crueles (como lo advertía Pier Paolo Pasolini), o a pasar por encima del cuerpo de los otros para llegar primero. Este fenómeno se intensifica con la emergencia de la sociedad del espectáculo (Guy Debord), que transforma la política en una guerra de eslóganes vacíos, sin proyectos de sociedad, sin marcos éticos que defender, de la misma manera en que compiten dos productos en un spot publicitario.
En ese contexto, el influyente poder tiránico de las empresas periodísticas (ni qué decir de las encuestas), que justifican sus intervenciones en la libertad de expresión, deviene equivalente al de las relaciones públicas, dándose como propósito gestionar reacciones emocionales en las audiencias. Al convertirse en un “cuarto poder”, el periodismo termina renunciando a la verdad, aquella por la que Sócrates, en la génesis de nuestra civilización, fue condenado a tomar la cicuta. Pero esa verdad socrática, de la que carecen los actores políticos contemporáneos, es siempre un gesto subversivo que exige coraje de quien la enuncia, pues incluso puede costarnos la vida.
Los griegos le llamaban parrhesía (sinceridad hacia los otros) a una cierta forma del decir veraz que, en sus manifestaciones filosóficas y cínicas, resultaba inaceptable para el poder constituido. No son las vulgaridades de la cultura de masas (doxa) ni el diálogo limitado de los consensos liberales. No es la opinología de matinal de quienes dicen lo primero que se les viene a la cabeza, ni tampoco es una verdad deductiva en el sentido cartesiano. Se trata, en cambio, de un discurso político en el que queda al desnudo aquello que permanece velado por los eufemismos de la comunicación estratégica, transgresión de la norma que inaugura otros posibles.
El compromiso con la verdad como forma de vivir conlleva no actuar por conveniencia -como a menudo se comporta el operador político profesional-, haciendo que la parrhesía esté conectada fuertemente con la ética más que con el arte retórico, este último orientado a producir efectos -hedonismos e hipnosis por doquier- que desencadenan la adoración de líderes mediáticos, coincidiendo con uno de los rasgos principales de la comunicación estratégica. Aunque en el periodo socrático, esta forma del decir veraz estuvo situada en las plazas públicas, con los ciudadanos de a pie, acompañando la reflexión filosófica, la muerte del maestro ateniense será decisiva, porque la parrhesía terminará mostrándose incompatible con la democracia.
Son importantes los antecedentes de aquel acontecimiento -que aquí puedo recorrer de manera muy acotada- para explicar nuestra actualidad. El conflicto entre parrhesía y retórica se enmarca en el rechazo platónico hacia los sofistas (Gorgias), a quienes se acusa de promover un discurso engañoso que no se compromete con la verdad (entendida en parte como logos, esto en un contexto metafísico). Desde la crisis de la función parresiástica a finales del siglo V (a.c), ella se mudará hacia a un terreno que la despoja de su otrora carácter público y democrático.
Porque ¿cómo distinguir entre aduladores y ciudadanos valerosos que actúan con rectitud? En el Libro VII de La República es posible apreciar el desplazamiento de la parrhesía al ámbito privado, particularmente el de la Corte. Así, la parrhesía quedará ligada a la buena educación (paideia, mathesis) para evitar que insensatos -producto de la universalización democrática de la isegoría2Libertad de palabra.– sean quienes tomen la palabra y gobiernen la ciudad. Por este giro, que dispone al filósofo a actuar como consejero político del rey, Platón pagará un alto precio, ya que, tras provocar la cólera de Dionisio, el tirano de Siracusa, será expulsado de la ciudad y posteriormente vendido como esclavo.
A nuestro juicio, no se trata de restringir el uso de la palabra (isegoría) para proteger su estatuto de veridicción. El asunto es que ayer y hoy la parrhesía, en su carácter crítico, nunca proviene de eso que llamamos “política”, instituciones que han sido secuestradas por oradores a sueldo (heraldos) que se ufanan de una sabiduría de la que carecen completamente, algo que Sócrates les enrostró cada vez que pudo. En ese derrotero hay toda una tradición milenaria que volver a recorrer, precisamente, la tradición de los oprimidos que cuando levantan la voz, cuando se alzan en la protesta, en la huelga revolucionaria, en la digna contestación ante las afrentas tiránicas, se arriesgan a ser perseguidos y aplastados por la bota sangrienta del poder, horizonte en el que aparece la figura de lo que el pueblo Mapuche denomina “Weichan”, y que a la izquierda progresista tanto pudor le provoca.
Nuestro pobre compromiso con la verdad (en cuanto parrhesía) obedece a que nuestra relación con el presente está mediada por la inmediatez de la información3La información se pretende una condición ideal del lenguaje, amparándose para ello en la incontrarrestable “evidencia” moderna, evidencia que es siempre fruto de las ficciones dominantes que nos rigen., un régimen que presuntamente le sustrae a la palabra sus componentes subjetivos y la pone a salvo de los juicios parciales. No obstante, y siguiendo a Gilles Deleuze, podría señalar, de manera quizá un tanto categórica, que la información no sirve para nada. Quiero decir, no sirve para pensar, salvo que ella se relacione con un acto de resistencia.
Las noticias falsas son, al igual que el resto de las noticias, informaciones. El esfuerzo que realizamos por desmantelar esos montajes es un tanto infructuoso porque la noticia falsa busca activar sesgos de confirmación. La mentira del desmesurado charlatán puede quedar al descubierto, pero lo que ella ha generado parece irreversible. Esto nos lleva a la pregunta por la ética, es decir, por los miedos y los deseos que movilizan las preferencias de una sociedad.
Por estos días, nos han dicho que nuestros ahorros previsionales serán expropiados. No es cierto que la Convención Constitucional haya aprobado una norma de ese tipo, sin embargo, la ficción de que los ahorros previsionales nos pertenecen conserva su eficacia.Diría entonces que el problema de fondo es que el (neo) liberalismo sigue influyendo en el sentido común de la sociedad actual, de modo que el “individuo” (ese individuo propietario cuyas posesiones serían el resultado de su laborioso esfuerzo personal) aún se concibe como una entidad anterior a la organización política y a las relaciones de poder.
En efecto, de la mano de las empresas de comunicación estratégica y del marketing digital se le puede ganar la “batalla comunicacional” a las fuerzas conservadoras, y que finalmente la opción “apruebo” se imponga, otra vez, al “rechazo”, pero la política no es solo una cuestión de campañas y de elecciones, como peligrosamente lo sigue creyendo gran parte de la izquierda. Es en este punto donde me parece importante volver a la cuestión de la parrhesía y de la verdad en política.
Deleuze vincula los actos de resistencia al arte, y no a la información. En esa conjunción es el cuerpo el que aparece como superficie enunciadora de la verdad, algo de lo cual los cínicos habían dado un escandaloso testimonio. No olvidemos que ese ha sido también el espíritu de la revuelta de octubre, espíritu que poco a poco se ha ido disipando luego de padecer los castigos inflacionarios y los prolongados confinamientos producto de la pandemia que impactaron de lleno en el deseo y su potencia.
Porque los cuerpos estimulados por el deseo se conectan con la imaginación política. Cuando la palabra es un acto de resistencia y su uso deviene comprometido antes que instrumental, la comunicación es inseparable de la parrhesía. Aquí se trama una ruptura paradigmática de lo político. Entendido como representación y gubernamentalidad, lo político se reduce a una técnica de dirección de las conductas y a una economía del poder, hoy bajo la forma del management empresarial. Salir de ese lugar -de ese léxico- exige volver a las plazas públicas como el escenario por antonomasia de una política que va más allá de la hegemonía y del gobierno.
Empero, me parece que la Convención Constitucional ha quedado atrapada en ese paradigma y en su lenguaje juristocrático, lo cual explica que una parte del país la perciba como una institución cada vez más alejada e incapaz de interpretar sus anhelos, ya que en los hechos funciona como una tercera cámara legislativa. Por eso decimos que solo hay coraje en el acto de resistir, nunca en el acto de gobernar.
Volver a resistir desde la Convención Constitucional es asumir que no podemos perder el tiempo en visitar matinales para desmentir calumnias de las fuerzas conservadoras, porque ello ha generado el efecto contrario: su amplificación como escándalo, que es la base del negocio de las empresas periodísticas. No es razonable porque cuando un adversario pierde la vergüenza y la sensatez, ya nada le incomoda y a todo está dispuesto con tal de salirse con la suya.
Entendemos aquí la “batalla comunicacional” como la disputa por restituirle a la comunicación un nexo ético con el mundo en que la política se vuelve parrhesía. El nuevo texto constitucional, para agenciar actos de resistencia, tiene que ser pensado como obra de arte, como poética, como ejercicio del habla comprometido con los cambios sociales, económicos y moleculares4La izquierda militante ha relegado la dimensión del deseo al reducto de lo privado. Un ejemplo de esto es su postura frente a la salud mental, a la que intenta responder mediante la promoción de un mayor acceso individual a la psiquiatría que se expresa en proyectos de ley, pero sin ahondar en las causas sociales de estos padecimientos.. Se trata ciertamente de un proceso que excede los acotados márgenes de lo legislativo, porque implica la creación de un lazo común.
Si el neoliberalismo es la religión de la muerte (que nos condena a una culposa deuda infinita), lo único que se resiste a la muerte es el arte. Cuando hay un arte constitucional, lo que se constituye es entonces un nuevo modo de lo político, no tanto un equilibrio entre los poderes del Estado o un catálogo de fórmulas jurídicas para reconocer unos derechos, y frente a esta trágica realidad que experimentamos, se nos exige el coraje de quienes no intentan permanecer neutrales ante las relaciones de poder ni menos aprovechar una coyuntura con fines personales y lucrativos.
Como sabía Michel Foucault, la ontología crítica de la actualidad que habitamos no es solo para caracterizar lo que hemos llegado a ser (no hay en ella un mero interés académico), sino también -y, sobre todo- para abrir las fisuras en el tiempo presente que nos permitan inventar aquello que todavía no existe.
Imagen de portada: Jacques-Louis David, La Mort de Socrate, 1787.