1. Una de las ideas más interesantes entre los libros de filosofía de los últimos años es la de La máquina óptica, pensada por el filósofo Germán Prósperi. Con gran erudición y una bibliografía no limitada al canon, La máquina óptica ofrece al mismo tiempo el develamiento de un mecanismo que opera política, económica, cultural y teológicamente, articulando y presentando nuestro pasado y presente, como también un mecanismo de lectura, una epistemología que funciona por analogía. Esto no resulta fácil, dado cierto desprestigio en el que ha caído la analogía frente a otras formas de conocimiento. Esta es una de las cuestiones que me resultan especialmente atractivas del libro de Prósperi, pues parte con la reivindicación de una manera de mirar en desuso, revalidando lo que ha sido desechado por una tradición anquilosada y atrapada en formas de racionalidad incapaces ya de explicar la experiencia de los humanos en el mundo. La analogía funciona como un parecido a, como tal, del mismo modo que, cosa que, desde ya, coloca al pensamiento enfrentado no a un objeto, sino a la semejanza, a su propia memoria, a las relaciones que es capaz de articular e imitar. El pensamiento se da como una aproximación constante a lo otro, que, por cierto, es la operación que realiza constantemente en la vida cotidiana. Siempre estamos haciendo analogías, pero las sacamos del ámbito hegemónico de la ciencia o de la filosofía, como si ellas mismas no fuesen el resultado de un ejercicio analógico. De modo que desde el inicio ya nos enfrentamos a una cuestión decisiva, sin entrar todavía en análisis: la máquina óptica es una analogía, de modo que de ella no puede exigirse una suerte de exactitud, sino una capacidad explicativa. El pensamiento se ve interpelado a jugar con las relaciones que su propia tradición le ha donado y con las cuales él mismo se ha formado. La coherencia de un funcionamiento al interior de esas relaciones, en las repeticiones ingenuas, las conspiraciones teológicas o las búsquedas místicas, es lo que da consistencia a la idea de una máquina, en este caso particular, una máquina óptica.
2. La máquina misma resulta otra cuestión fundamental. Decimos máquina óptica, es decir maquinal y vinculada a la mirada, pero debemos saber qué es una máquina en general. El concepto de máquina proviene, en el caso de Prósperi, de la idea de máquina antropológica elaborada por Furio Jesi, pero popularizada por Giorgio Agamben en su famoso texto Lo abierto. La máquina agambeniana difiere de la de Jesi, manteniendo algunos aspectos centrales. En primer lugar, la maquina de Jesi funciona con un centro inaccesible, rodeado por paredes que lo custodian y en torno a las cuales circula la vida social. El centro es un misterio productor de mitos sobre los que la vida social funciona. La manera en que captura el discurso es la fascinación. Jesi advierte que la máquina mitológica se vuelve un instrumento peligroso en el ámbito de la política y la ideología (en vez de ser sólo un modelo gnoseológico provisionalmente útil) cuando la mirada se deja hipnotizar por ella (Jesi, 1980). La máquina siempre puede generar fascinación, especialmente cuando nuestra discusión se centra en el carácter de real o inexistente de aquello que contiene en su centro. Al hacerlo, estamos ya al interior de su gramática, aceptando sus efectos, hipnotizados por ella. Es necesario atender más que a las presentaciones de sus efectos, a la manera en que ella funciona.
Esto es importante: la máquina produce efectos, funcionamientos, relaciones entre partes. Pero estas partes nunca pueden poner en cuestión el centro desde el cual emanan porque les es constitutivamente inaccesible. De algún modo el poder soberano de la tradición occidental funciona como esta máquina, en tanto su centro, el del soberano, no es puesto en cuestión en términos estructurales. De ahí la enorme capacidad para organizar en torno a sí la suposición de su proveniencia ex-nihilo, como un dios creador del mundo.
La máquina de Agamben, presenta algunas modificaciones que son importantes para entender más el problema de la efectuación del sistema, pero deja intacto el problema de la inaccesibilidad del centro. En lugar de una estructura circular, esta máquina presentará una forma elíptica, porque de esta manera muestra un desplazamiento de la efectuación interna entre dos polos opuestos. Estos polos pueden variar de contenido, pero podemos hacer el ejercicio de poner en ellos, por ejemplo, la relación humano-animal. Humano es un polo, animal otro. Entre ellos se da una retórica que los separa, pero al mismo tiempo los relaciona. Contrarios que sólo pueden entrar en relación a través de la inclusión y separación del uno en el otro. Lo humano absorbe lo animal, lo incorpora a sí para luego excluirlo en el discurso, dando lugar a lo que podremos llamar homo sapiens sapiens. “La máquina –dice Agamben – funciona necesariamente a través de una exclusión (que es también y siempre ya una captura) y una inclusión (que es también y siempre ya una exclusión” (Agamben, 2002). En la máquina, entonces, lo humano siempre está siendo producido, incorporando al animal para excluirlo, es decir, funcionando como una máquina de excepcionalidad, que evidentemente, al ser destruida o modificada podría producir nuevas maneras de relación entre ambos términos. Asunto decisivo: la máquina es un productor de efectos que no pueden ser otra cosa que imágenes (que circulan como imágenes ópticas, sonoras o táctiles). Toda máquina, por tanto, es una máquina óptica, en tanto produce imágenes, las hace circular, capturando algunas, desechando otras, creando un mundo de marcos en los que se da, se forma, la propia vida humana.
3. La máquina óptica de Prósperi, tiene algunas características singulares que vale la pena dejar reverberar en el pensamiento, hacerlas descansar para captar su amplitud. En primer lugar, la máquina en tanto productora de imágenes, ha de servir para el análisis arqueológico de cualquier imagen, en especial aquellas que se han convertido en formas esenciales para el pensamiento occidental. La más importante aquí es la propia imagen de lo humano, es decir, de lo que creemos ser nosotros mismos. Prósperi avanza en una tesis fundamental, a saber, que la máquina no produce simplemente una imagen de lo humano, sino que es la fábrica de lo humano mismo en tanto imagen. No hay una idea o esencia esperando a ser descubierta tras el velo de la imagen, sino una proyección en tres dimensiones que da cuenta de lo humano como tal. El humano es una imagen. Así de sencillo, o de complicado, porque en tanto imagen no le será adscrita ninguna consistencia. De hecho, no le será dada ni siquiera una existencia. El humano es imagen que subsiste, es decir, de una naturaleza completamente diferente al ser.
El punto central está en saber cómo se produce esta imagen. Bajo qué maquinismos ésta puede nacer. Y en ese punto aparece lo que creo es la hipótesis analógica por excelencia de este radical escrito. El humano es la imagen producida por una máquina óptica que articula dos puntos de vista diferenciados, que, al ver al mismo tiempo, producen una imagen en tercera dimensión. Es decir, con Prósperi nos debemos enfrentar a toda la historia de la visión, en términos físicos para entender cómo funciona una máquina óptica, pero al mismo tiempo a la historia de la metafísica para aprender que, en este caso en particular, la máquina se compone de dos ojos particulares, un ojo del alma y un ojo del cuerpo.
De alguna manera, la tradición ha estado en una permanente disputa entre formas de comprensión materialistas e idealistas. Platón funda la imagen de un ojo del alma para dirigir pedagógicamente la mirada de los hombres encerrados en la caverna hacia una verdad más allá de la propia luz, en la luz de la razón. Aristóteles, parte al revés, desde los sentidos para conocer el mundo. El alma aristotélica, sabemos, está unida al cuerpo, pero la teología latina supo integrar ambas fórmulas para crear un humano separado en dos, con una parte espiritual y otra corporal. Tal como la tradición árabe y latina medieval pudieron pensar, el punto en el que se une el cuerpo y el alma (como en Averroes el intelecto con los seres individuales) es la imaginación. Se nos agrega un nuevo concepto insoslayable. La imaginación es el punto en el que ojo del alma y ojo del cuerpo se articulan, produciendo, en la máquina, la imagen de lo humano. La imaginación como unión de dos mundos de otro modo separados, sería el lugar indecible, el punto ciego entre dos ojos, en el que se forma toda imagen. La propia imaginación deja de ser una suerte de facultad actuante, sino un quiasma, el punto de indefinición que produce lo definido como imagen. En palabras de Prósperi, “el hiato o el topos en el que convergen (y al mismo tiempo divergen) la mirada del ojo del alma con la mirada del ojo del cuerpo es precisamente la imaginación” (Prósperi, 2019, p. 69).
Sobre la imaginación actúa, evidentemente, el poder, de otro modo no podría fascinar, hipnotizar, dirigir la mirada. Frente a ella se erige un fantasma, lo humano, como efecto de ella misma. Aquí hay algo que no resulta fácil de comprender, pero que es sumamente interesante. Interpretando la máquina óptica de Prósperi, diría que es la propia imaginación la que emana imágenes, es decir, se encuentra incluida en la máquina óptica de una manera privilegiada y al mismo tiempo capturada. La máquina crea una situación de excepcionalidad respecto a la imaginación incluyéndola en su mismo centro para controlar sus posibilidades, es decir, coartando su potencia. La imaginación controlada, puesta en el centro, produce imágenes como la del hombre o Dios. Ellos nunca son el centro sino el efecto, el fantasma generado por una imaginación opaca.
El humano, entonces, como imagen que subsiste a partir de la productividad de una máquina óptica se convierte en una figura extraña, casi un espectro. Su persistencia depende de un funcionamiento maquínico que nos lleva inmediatamente a preguntarnos si vale la pena conservar, modificar o destruir la máquina y preguntamos, cómo no, si aquello es posible. ¿Qué margen queda para imaginar otras formas de lo humano? Sabemos, y en eso el pensamiento de Foucault ha sido especialmente fructífero, que el hombre, y luego otros nombres como lo humano, son, a fin de cuentas, creaciones que dependen de epistemes específicas. Entonces la pregunta seguirá siendo cómo intervenir una episteme, como no esperar simplemente a que cambie porque ya no se sostiene. Ahora con Prósperi debemos agregar que lo humano es una figura tridimensional producida por la conjunción de un ojo sensible y un ojo inteligible, articulados por la imaginación. Esto produce una suerte de optimismo para quienes, al menos, desean mayor liviandad para esa imagen esencializada del humano y probablemente desesperación entre los nostálgicos de una tradición claramente en situación de derrumbe.
Queda por pensar qué tipo de forma de vida puede surgir de una máquina averiada. Si la analogía remite finalmente a un problema antropogenético (y creo que es el caso), la destrucción de la máquina tendría consecuencias fatales para aquello que llamamos humano. Tal vez habría que contentarse con convertirse en una suerte de hacker de la máquina, que al tiempo que la pusiera permanentemente en cuestión, obligándola a reafirmarse infinitamente, generara mutaciones igualmente infinitas, menos condicionadas por los dogmas sobre los cuales la máquina ha venido formándose durante siglos.
Agamben, G. L’aperto. L’uomo e l’animale. Torino: Bollati Boringhieri, 2002.
Jesi, F. Mito. Milano: Arnoldo Mondadori Editore, 1980.
Prósperi, G. La máquina óptica. Antropología del fantasma y (extra)ontología de la imaginación. Buenos Aires: Miño y Dávila, 2019.