Advierto que no acordáis igual audiencia a todos los oradores. A los unos prestáis vuestra atención, mientras que no toleráis la voz de los otros. Nada debe sorprender, por lo demás, en ese comportamiento que mostráis, pues siempre acostumbrasteis a expulsar de la tribuna a todos los oradores que no hablaban conforme a vuestros deseos
Isócrates, Sobre la paz
Es asombrosa la estridencia mediática que han provocado las palabras del consejero constitucional del Partido Republicano, Luis Silva, quien se refirió a Augusto Pinochet como un “estadista”, instalando un tema en la agenda pública que ha obligado a todos los actores políticos a pronunciarse. Como reacción ante este juicio de valor, el primero en responder fue el presidente de la República, Gabriel Boric, quien contestó a Silva que “Pinochet fue un dictador anti-demócrata, corrupto, ladrón y cobarde. Estadista jamás”.
Las palabras de Boric proporcionan una pauta de cómo el debate debía ser abordado por el oficialismo, pero, además, hacen parte de un régimen discursivo que se ha vuelto un lenguaje habitual en la sociedad chilena: la demagogia. En estos tiempos aciagos que vivimos, el principal peligro reside en que ya no es posible distinguir entre derecha e izquierda cuando hablamos de demagogia, cuya expresión predominante es el escarnio moral que, a su vez, define el sentido de la democracia como “sociedad del espectáculo”, tomando un concepto de Guy Debord que alude a un tipo de relación social mediatizada por imágenes, muy afín, por cierto, a la cultura visual contemporánea.
Este hecho pone de manifiesto, por un lado, que la comunicación y la política son dimensiones indisociables, y por el otro, que si es la comunicación la que define su significado, la demagogia se corresponde entonces con una política reducida al consenso y/o a la conservación del orden, en que hasta el término “transformación” se ha vuelto un eslogan publicitario. Quisiera remontarme a un término de la antigüedad filosófica, parrhesía1Foucault, M (2017). Michel Foucault. Discurso y verdad. Conferencias sobre el coraje de decirlo todo. Siglo Veintiuno Editores: Buenos Aires, Argentina., para poder referir a estos asuntos desde una perspectiva genealógica, es decir, que al mismo tiempo tenga la función de interrogar -y transformar- lo que somos en el presente.
Traducida como hablar franco o decir veraz, en sus distintas manifestaciones epocales la parrhesía compromete, primero, una tensión entre las palabras y los actos que encuentra en la figura del parresiasta la realización de la verdad en su vida misma, y segundo, un riesgo que exige coraje de parte del que habla, ya que la actitud crítica del parresiasta puede provocar la cólera de sus interlocutores.
Por eso se opone de modo irreductible a la demagogia, que a través de sus sofismas y adulaciones públicas (e incluso de los discursos de odio) reproduce y normaliza los aspectos prácticos de la vida cotidiana -allí donde se afianza el orden de forma inmanente-, los cuales, por el contrario, la parrhesía toma como objeto de sus interpelaciones. Y esto, dicho en términos simples, porque la demagogia solo busca ganarse la simpatía (y los votos) del pueblo diciéndole al pueblo lo que este quiere escuchar, reforzando sus rasgos autocomplacientes para capitalizarlos en favor del poder constituido.
En efecto, lo que la antigüedad filosófica denominaba parrhesía es una actitud crítica cada vez más exigua en nuestro lenguaje, pues lo que hoy designamos como “política” es lo que Michel Foucault describía bajo el nombre de “poder pastoral”2Foucault, M (1996). La vida de los hombres infames. Ediciones Altamira: La Plata, Argentina., un poder en el que la sociedad, adoptando el comportamiento de un rebaño, se somete a la autoridad de un guía mediático, líder cuya prestación específica, como lo ha dicho Andrea Cavalletti, “será, de hecho, saber ponerse delante de la cámara de cine”3Cavalletti, A (2021). La exigencia comunista. Notas sobre el concepto de “Clase”. Revista Disenso: https://revistadisenso.com/la-exigencia-comunista/.
Si hay algo que la sociedad chilena ha abandonado son las exigencias que requiere el hacernos valer de nuestro propio entendimiento, y se ha dejado arrastrar por los miedos que la afligen y también por la comodidad hedonista que proporciona la obediencia al mercado, sin embargo, los miedos y el hedonismo se experimentan como un triste padecimiento. Lo que ocurre es que, al proscribirse de facto la función crítica, nos hemos confinado en nuestra solitaria conmoción, llenándonos de rabias, desconfianzas y frustraciones que pueden servir para juntarnos a incendiar la ciudad cada 30 años, pero no para construir una vida digna.
El político con dotes de actor que visita a menudo los matinales, o que ejerce un “liderazgo espiritual” para orientar moralmente a la nación (como se refirió un obnubilado Gonzalo Winter al presidente Boric tras la Cuenta Pública), nos remite al heraldo vociferante de la asamblea ciudadana en Atenas, el demagogo fraudulento, orador a sueldo cuyo único interés es aumentar su poder y su prestigio personal a costa de quienes lo oyen y lo aclaman, siendo un correlato del desenfreno irreflexivo de unas redes sociales cada vez más fanáticas y violentas, de un país sensible a las adulaciones y a los discursos de odio, condiciones todas que nos hacen presagiar escenarios ominosos en el corto plazo si es que no hacemos algo al respecto.
Estamos hablando de la demagogia como un lenguaje ideológicamente transversal que fue instaurado por la dictadura4Es interesante en este punto recordar que el año 1973, en un gesto parresiasta, el presidente Salvador Allende, frente al clamor popular que exigía cerrar el Congreso, se negó a hacerlo diciendo que “sería absurdo”, y esto, por sobre las valoraciones respecto a si era tácticamente necesario o no (que hace parte de otra discusión). Quien más tarde sí asumirá esa labor será la Junta Militar encabezada por Pinochet., porque la demagogia es, en último término, el lenguaje del neoliberalismo, lenguaje que hoy constituye el sentido común de la sociedad chilena. En esa perspectiva, la discusión acerca de si Pinochet fue o no un estadista me resulta completamente ridícula, como absurdo es “defender la democracia”, cuando esta democracia sin parrhesía, con sus tutelajes elitarios, ha sido tolerante frente a la demagogia de los viejos y nuevos autoritarismos.
Lo queda por pensar para una reconceptualización ética de lo político, es lo que la parrhesía nos plantea desde allá de muy lejos, en la antigüedad filosófica. Restituirle un espacio a la crítica como lugar del pensamiento, es enfrentarnos a la insensatez de los gobernantes y a las miserias de la demagogia, puesto que la eficacia de sus discursos radica en un tipo de individualidad, e identidad colectiva, signada por una egolatría y un narcisismo exacerbados5Para profundizar en estos asuntos sugiero revisar el trabajo de Anselm Jappe (2017) La sociedad autófaga. Capitalismo, desmesura y autodestrucción.; en cambio, lo que la parrhesía pone en juego es la invención de un mundo como exceso (impersonal) de sí mismo, y solo eso merece ser llamado “política transformadora”.
Por último, el decir franco de la parrhesía no tiene requisitos estatutarios, a diferencia de la política de los expertos que burocratizan el saber. Asumir el compromiso de la crítica y de la transformación, es una práctica que se cultiva conjuntamente sin mediaciones académicas proporcionadas por especialistas. La comunidad de sentido que congrega la parrhesía es impersonal en cuanto interrumpe las jerarquías y funciones del orden y destituye los principios de pertenencia, así es que más que igualitaria, habría que llamarle singular, lo cual quiere decir, sin identidad, o inidentificable, de acuerdo con la formulación entregada por Jean-Luc Nancy6Nancy, J (2001) La comunidad desobrada. Arena Libros: Madrid, España..
Por eso Foucault será categórico al oponer los enunciados performativos con los enunciados parresiásticos, porque en el primer caso, para que existan se requiere un contexto estrictamente institucionalizado que asegure un proceder demostrativo, y de ahí que la diferencia radical y decisiva entre ambos es que en la parrhesía el efecto que produce este tipo de enunciación no puede estar codificado, al ser irrupción y apertura hacia un riesgo que no es posible determinar. La situación política en Chile es el botón de muestra: ¿quién podía haber calculado anticipadamente el escenario actual al que nos conduciría el proceso constituyente, fórmula política que intentó responder al acontecimiento de la revuelta? E incluso antes ¿quién podía “ver venir” algo que no estaba sujeto a la causalidad del tiempo normal del orden?
Esto nos hace concluir que la revuelta y el proceso constituyente han sido fenómenos de una naturaleza irreductible. El acuerdo firmado en noviembre de 2019 se enmarca en un enunciado performativo que clausura la parrhesía de la revuelta y da paso a una restauración del tiempo normal bajo el control de las autoridades institucionalmente validadas mediante el mecanismo del sufragio y/o de la democracia representativa. Si el estatus -dice Foucault7Foucault, M (2009). El gobierno de sí y de los otros. Fondo de Cultura Económica: Buenos Aires, Argentina.– es indispensable para la efectuación de un enunciado performativo (como el presidente diciendo “se abre la sesión”), el elemento ético queda desalojado, porque para que un enunciado sea performativo no hace falta que el sujeto se comprometa con lo que dice, al no estar expuesto a ningún tipo de riesgo.
Bastaría, para finalizar, dos ejemplos, uno por derecha y el otro por izquierda: “Rechazar para reformar” y “Chile será la tumba del neoliberalismo”. Frente a esta demagogia decadente, solo queda por decir: para que verdaderamente podamos cavar la tumba del neoliberalismo, habrá que arriesgarse -y eso requiere coraje- a dejar de ser lo que somos.
Imagen de portada: Diogenes, Jean-Léon Gerôme, 1860. Walters Art Museum.