Andrea Cavalletti, «si el comunismo es el fin de la dominación sugestiva, no puede haber sino un comunismo de lo impersonal»

Diálogo por Iván Torres Apablaza y Rodrigo Karmy Bolton Traducción por Andrea Fagioli y Marcela Alarcón Ortúzar

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Andrea Cavalletti enseña Historia de la Filosofía Medieval en la Universidad de Verona. Es columnista de la sección «Alias» del periódico italiano «Il Manifesto». Entre sus principales trabajos, se encuentran: Mitología de la seguridad. La ciudad Biopolítica (2005); Clase. El despertar de la multitud (2009); Sugestión. Poder y límites de la fascinación política (2011); Vértigo. La tentación de la identidad (2019) y, recientemente, L’immemorabile. Il soggetto e i suoi doppi (2020). También ha editado varias obras del filósofo italiano Furio Jesi, entre ellas, Cultura di destra (2011), con artículos inéditos y una entrevista, y los trabajos inéditos Spartakus. Simbología de la revuelta (2000) y Bachofen (2005).


Iván Torres Apablaza. En el contexto actual de la pandemia global, hemos asistido a dos fenómenos que conciernen a la politicidad del pensamiento: de un lado, la proliferación de intervenciones públicas que intentan establecer las coordenadas de orientación de nuestro presente. Del otro, un completo mutismo. Me parece que, para muchos de aquellos que decidieron hablar, el gesto de exposición se transformó rápidamente en un ejercicio monótono y teórico de autoafirmación. De alguna manera, consiguieron el efecto contrario al que –al menos declarativamente– decían perseguir: soledad e impotencia. Una situación muy similar es la que es posible observar también en los discursos que intentan pensar los procesos globales de revuelta, con el ingrediente –tal vez un tanto exacerbado– de ampliar la elisión entre pensamiento, deseos personales y prácticas colectivas. Ciertamente, se trata de un viejo problema que acompañó los debates al interior de la teoría política de izquierdas durante la primera mitad del siglo XX, pero que progresivamente fue abandonado en la medida que el pensamiento “crítico” consiguió institucionalizarse en el Estado o en instituciones académicas abiertas o expuestas al mercado. Veo en este escenario, básicamente tres estratos de un problema: el lugar político del pensamiento, su vinculación con un ejercicio de diagnóstico del presente, y una textualidad propiamente ética –modo de vida– que me recuerda algo que has señalado en tus trabajos y podría extenderse hacia esta problematización: que el comunismo no reconoce divos y que el político es aquel que sabe no ser un líder.

Te planteo estas cuestiones porque me interesa preguntarte acerca de cuál es para ti el papel del intelectual y el trabajo de pensamiento en el punto en el que nos encontramos.

Andrea Cavalletti: Estoy perfectamente de acuerdo con este análisis. Creo que el “ejercicio monótono y teórico de autoafirmación” está en marcha desde hace ya bastante tiempo y deriva del hecho que la “politización del pensamiento” con la que tuvimos que lidiar a lo largo de las últimas décadas, era más un aura postiza, un “enmascaramiento político” del viejo “prestigio” que pudo producirse justamente en coincidencia con la distorsión del papel del intelectual del que hablas y que –es más– ha asegurado cierto éxito a ese papel justamente en el mercado cultural y académico. Hoy, por otra parte, es evidente que la inflación o la agotadora repetitividad de los discursos, y entonces el deslizamiento de la teoría en la doxa, hace caer muchos velos y pone al descubierto –frente a los mismos lectores– el aparato retórico y sus automatismos, con resultados cada vez más claramente caricaturescos. Y entonces, el pensamiento que había recogido y lucido la famosa aureola abandonada, termina, de pies a cabeza, en el fango del asfalto [dans la fange du macadam1Ambas expresiones corresponden a un poema de Baudelaire, titulado Perte d’auréole, reunido en el poemario Le Spleen de Paris publicado en 1869. Existe traducción en Baudelaire, Charles (1869/2009). El Spleen de París. Santiago: Lom. [Nota de la edición].]: cae en lo ridículo. Obviamente, hacerse romper los huesos [rompre les os2La sección completa del poema señala lo siguiente: “Juzgué menos desagradable perder mis insignias que hacerme romper los huesos.” [Nota de la edición].] era un riesgo más que anunciado. Pero justamente por esto, también es posible que, arrojando con semejante celo el desprestigio sobre sí mismos, haciéndose ellos mismos tanto mal, a veces limitándose a presentarse en la escena como “filósofos”, algunos estén intentando adaptar –intencionalmente o no– su papel a una nueva función. Ya que se trata de personas que se consideran autorizadas, o que aspiran a la autoridad, en su caso –como explicaba Foucault en 1974–, ridículo, grotesco o, en palabras de Jarry3Referencia a Ubú rey, obra de teatro estrenada en 1896 por el dramaturgo y poeta francés Alfred Jarry [Nota de la edición]., “ubuesco”, no son solo insultos. Lo que está en juego en estas categorías es, más bien, la “maximización de los efectos de poder a partir de la descalificación de quien los produce”4Foucault explica que lo ubuesco o grotesco constituye un aspecto fundamental e inherente a la mecánica del poder. Ver curso Los anormales. Curso en el Collège de France (1974-1975) Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, p. 25 [Nota de la edición].. Quisiera sugerir de esta manera que, si la filosofía aparece en una posición de soledad autoreferencial o de impotencia, es seguramente por una dificultad, o porque las condiciones han cambiado, pero que, por otra parte, precisamente la reducción a lo caricaturesco es coherente con la primera –indebida politización de la teoría–, y puede ser a su manera rentable (en Italia, por ejemplo, los filósofos-caricatura son actualmente producidos en serie por las editoriales). Así las cosas, si hoy algunos protagonistas pierden el brillo y dejan un vacío –si “soledad e impotencia” se difunden inclusive entre sus lectores tradicionales, ya asombrados y desilusionados–, justamente lo ridículo es el modo de maximizar los efectos de poder, al operar o secundar un desplazamiento hacia un nuevo público, o en un dominio más amplio: aquel donde cuenta solo el prestigio, en el que existen solo opiniones y, entre aquellas, la del gran personaje tiene un peso, donde la fama y la retórica valen de por sí, y reinan también la fama más efímera y ambigua y la retórica más vacía y desgastada, dado que lo grotesco es un aspecto concomitante y abiertamente aceptado de ese personaje. Ahora bien, si asumimos –siguiendo el discurso foucaultiano– que lo prestigioso y lo ridículo son coherentes, entonces comprendemos que este desplazamiento puede darse en una línea de continuidad. No implica una diferencia de naturaleza sino de grado: el prestigio del intelectual era, desde el comienzo, contradictorio y ridículo, y su politización no era otra cosa que un aura efímera, pero justamente lo que es ridículo puede volverse, en tanto tal, prestigioso, y al aura abiertamente grotesca corresponde una politización de signo aparentemente diferente y, en realidad, un potenciamiento de los mismos efectos de poder.

Entonces, el único camino de salida de este modelo es la disposición intelectual como autocrítica y destrucción radical –es decir, no solo parodística– del prestigio. Justamente recordaste la enseñanza de Walter Benjamin, a la cual yo mismo me referí una vez5Ver “La exigencia comunista. Notas sobre el concepto de “Clase”. Diseno, Revista de Pensamiento Político.: la disposición específica del político revolucionario, para Benjamin, no es la de emerger sobre la masa, de hacerse admirar y seguir por ella, sino la de dejarse absorber cada vez, renovádamente por la masa. Solo hace falta reflexionar un momento para comprender que esta disposición no puede ser otra cosa que una continua transformación de sí y de la masa misma. Implica el fin de toda superioridad y entonces de la divulgación comercial, la cual sustituye al pensamiento, hace pasar al pensamiento por su negación, lo mortifica y lo obstaculiza, pretendiendo instruir y elevar los ánimos de una posición finalmente conquistada. Por contraste, Benjamin se refiere a la técnica de extrañamiento de Brecht y al modo en que este abate la “cuarta pared”, del mismo modo en que Brecht, por su parte, se refiere al teatro chino: el actor toma conciencia de su propia situación y se transforma a sí mismo, sustituyendo la identificación por la capacidad de exponerse al examen crítico, justamente como el mimo chino “hace la nube mostrando que la está haciendo”. Mientras tanto, también el público se transforma: los espectadores estudian, examinan la disposición del actor y pueden intervenir con sugerencias etc., dejan de asistir pasivamente, se vuelven colaboradores. La técnica de transformación del actor es así, al mismo tiempo, un ejercicio de transformación del público, es decir de la masa: el actor ya no se deja admirar, ya no es un divo, sino que se dispone al examen sumergiéndose en la masa, que a su vez ha mutado. Y la destrucción del prestigio es aquí realmente auténtica y radical, porque es una destrucción política de la misma condición (la masa de espectadores) que lo torna posible. Sólo esta actitud es realmente política. Lo cual vale también para el pensamiento, para la contribución eminentemente teórica. Al igual que el teatro sin divos rechaza la identificación, el pensamiento debe impedir la politización inmediata, aurática de la teoría, poniendo en marcha las técnicas –de auto-exposición, es decir críticas y autocríticas a la vez– capaces de aquella transformación de los lectores y de sí que solo así puede ser llamada política. Entonces debemos poner en marcha algo realmente diferente de la divulgación, porque no se trata de sustituir lo más difícil por algo más simple, sino de aquello que involucra a todos los niveles de elaboración.

ITA: En sintonía con lo que nos acabas de compartir, en tus últimas investigaciones has trabajado problemas que conciernen a la clase, la sugestión y la seguridad, pero también aquellos que conciernen a una cierta alteración del sujeto antropológico, teniendo en cuenta figuras como la máscara y el pensamiento de lo impersonal, el vértigo y el abismo de la identidad, o los dobles del sujeto y su potencia singular de invención. Creo reconocer allí una hebra que articula tus trabajos en torno a una cierta “arqueología de lo político” y una analítica afirmativa que intenta pensar otra experiencia de lo político en relación al problema de un “comunismo impersonal”.

En este contexto, me interesa preguntarte acerca de las proyecciones políticas de tu trabajo y cuáles son las consideraciones filosóficas que han animado tu apuesta de pensamiento.

AC: Intenté mostrar, en estos trabajos, el aspecto sugestivo de la gobernabilidad securitaria. Para usar una vez más una expresión de Foucault, creo que la sugestión constituye uno de los “engranajes que forma parte inherente de los mecanismos del poder”6Íbid.. Para ser más precisos, mi investigación nace de la cuestión espacial, es decir, de la interpretación en sentido eminentemente espacial, como espacio-población, del “principio de población” (en cuya emergencia, en el siglo XVIII, Foucault reconoce notoriamente el nacimiento de la biopolítica). Si Pierre Dockés7Andrea Cavalletti se reviere a la obra “L’espace dans la pensée économique du XVIe au XVIIIe siècle”. Nouvelle Bibliothèque Scientifique, Flammarion, 1969. había escrito una historia del espacio en el pensamiento económico, estudiando las teorías de repartición de las riquezas y de la población, se trataba para mí de dar un paso atrás: entender el espacio ya no en términos físicos, geográficos y urbanísticos, como territorio; y la población ya no en términos estadísticos, como número de habitantes, sino como entidad que es en sí misma espacial, y que por esto se refleja en su imagen estadística, alcanza su equilibrio poniendo en juego las dimensiones territoriales y numéricas. Ahora bien, en este espacio un poco extraño y preliminar, en este espacio-población, los mismos ordenamientos económico-políticos, y la división en clases, en primer lugar, son inseparables de sus efectos sugestivos. Se trata entonces de estudiar un espacio-atmósfera, y no un mecanismo de dominación psíquica operado por quién sabe quién. En esta atmósfera se plasman las subjetividades: es decir, que no existen sujetos ya dados –se podría decir, parafraseando nuevamente a Foucault– sino solo procesos de sugestión (subjetivación). También he intentado mostrar los límites de este sistema. Una vez más, no se trataba de encontrar la falla o el punto débil, sino de comprender, más bien, que fuerza y debilidad están íntimamente imbricadas, que toda sugestión, como enseñaba Hegel, implica una duplicidad irreductible donde todo se indetermina y que –como Hegel quizás no habría admitido– las mismas posiciones del esclavo y del amo – es decir, de una manera que precede a la dialéctica– son en sí mismas inestables y ambiguas. Esta ambigüedad fundamental (no psicológica) concierne y connota las inclinaciones de los sujetos o, mejor dicho, las líneas de subjetivación. La tendencia a la felicidad –en el dominio biopolítico– es pues siempre doble, animada por el miedo y por el espectro más o menos real de los dolores, y cada seguridad implica una inseguridad relativa. Pero no solo eso: como esta tendencia debe perpetuarse, permanecer inagotable, felicidad e infelicidad, seguridad e inseguridad, en el fondo, coinciden, la aspiración a la felicidad se confunde con la tendencia a su contrario; y su fórmula extrema –tal y como ensañaba Alain– se convertirá entonces en: “morimos por nuestra seguridad” o inclusive “no pensamos en otra cosa que no sea morir por nuestra seguridad”. Ahora bien, la inclinación ambivalente hacia lo que se teme y de lo que se quisiera escapar, es la forma capital de la sugestión, a la cual se le dio el nombre de vértigo. Y en esta seducción del terror sobre la cual reflexionó Roger Caillois (sobre todo en el ensayo mexicano de 1943, La communion des fortes), se puede reconocer no solo un desarrollo paroxístico y morboso, sino un aspecto esencial de la acción y de la intención así llamadas normales, un rasgo constitutivo e inalienable del sujeto, del sujeto idéntico a sí, tal y como ha sido concebido por el pensamiento del siglo XX, del habitus subjetivo y de la relación inter-subjetiva. La verdadera sugestión es vertiginosa; y si, en el dominio securitario, todo es sugestión, lo es bajo el aspecto dominante del vértigo. Una vez más, se trataba a esta altura de hacer emerger, a contraluz, los límites y las condiciones del modelo, de individuar el nexo vertiginoso del sujeto con la muerte, para intentar disolverlo. Había entonces que mostrar, por un lado, que la afirmación de la identidad coincide con la proyección de la muerte y, por otro, estudiar este efecto de vértigo. Y disolver la relación (siempre cambiante) del sujeto con la muerte significaba justamente disolver el vínculo del efecto con el poder. Captar y exhibir el efecto como tal es una cuestión de técnica, es decir una cuestión política. Y si el comunismo es el fin de la dominación sugestiva, no puede haber sino un comunismo de lo impersonal o sin identidad. Dejarse sumergir siempre y nuevamente en la masa, significa también esto: liberarse de la sugestión mortífera, exhibiéndola como puro y simple efecto.

Arqueología de lo político y analítica afirmativa –como acertadamente la llamas– me parecen, pues, inseparables. Es más, tú pregunta me hace pensar que, más allá de todos los errores y las ingenuidades, mis trabajos sean tal vez justificables como intentos de comentar dos enunciaciones célebres de L’archéologie du savoir. La primera, afirma la imposibilidad de describir nuestro archivo, dado que es al interior de sus reglas que hablamos, reconociendo entonces la región privilegiada del análisis –próxima y al mismo tiempo diferente de nuestra actualidad–, es decir, la alteridad temporal que, desde afuera, nos delimita. La otra, coherente e igualmente famosa, dice que nosotros no somos otra cosa que diferencia, nuestra historia es diferencia de los tiempos, nuestro yo diferencia de las máscaras. Mantener la atención lo más posible sobre el pliegue histórico en el que Foucault reconocía el nacimiento del biopoder –sobre la emergencia del principio población– quiere decir disponerse en la zona privilegiada del análisis, pero realizar de verdad semejante ejercicio significa, al mismo tiempo, exhibir al examen, poner a prueba esta misma disposición: es decir escribir.

ITA: Para continuar con estos problemas, en tus trabajos recientes, has indicado que la clase se encontraría entre la masa y la sugestión. Al mismo tiempo, has indicado la necesidad política y filosófica de hacer retroceder la masa, entendiendo que esta constituye, de algún modo, la contracción de la clase, al encontrarse recorrida por la sugestión. Esto último me parece interesante, en la medida que nos permite pensar dos aspectos de la política contemporánea: de un lado, situar un contragolpe a las analíticas fundadas en el paradigma representacional de la ideología, en la medida que la sugestión implica una subjetivación del poder, una política que no interpela, sino que más bien despliega un encantamiento a partir del cual es posible componer y elaborar el acto, el pensamiento y su correlación, haciendo de la vida una materia sugestionable y por ello, gobernable. Pero, por otra parte, me parece que es una valiosa indicación respecto al funcionamiento de los “fascismos” contemporáneos, al presentarnos un modelo flexible, contingente, que puede prescindir de elementos discursivos trascendentales, para enfocarse, más bien, en aspectos empíricos e inmediatos como la migración, la delincuencia y, en general, todos aquellos fenómenos sociales que podrían ser representados bajo la narrativa de la seguridad. Sabemos también que recientemente has reeditado en Francia el libro Cultura di destra de Furio Jesi.

Quiero conocer tu diagnóstico respecto al resurgimiento de los “fascismos” y cuál es el lugar que le asignas a la sugestión y la apelación a una masa para la cultura de derechas. Y, finalmente, cuáles son para ti los ingredientes fundamentales de esta cultura en la actualidad.

AC: El renacimiento de los fascismos –en sus diversas formas– era una eventualidad ya muy apremiante cuando escribí Clase. Además, es obvio –porque nosotros vivimos en países que lamentablemente conocieron el totalitarismo fascista o, inclusive, lo inventaron–, que las fórmulas “renacimiento”, “nuevos fascismos”, etc. pueden utilizarse de manera provisoria, sin tomarlas demasiado en serio, dada la efectiva y siempre amenazadora continuidad del fenómeno (una continuidad que no podría referirse solo a las familias patronales, las genealogías políticas, las normativas, los aparatos y las nomenclaturas estatales). Ya aludí al nombre de Benjamin y, de alguna manera, también el texto sobre el cual se basaba mi ensayo8Íbidem.. Se trata de la importantísima nota sobre la masa y la clase escrita en la segunda versión del ensayo sobre la Obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. El gesto original de Benjamin, en 1936, ha sido el de definir la clase revolucionaria a partir de la masa o, mejor dicho, de la muchedumbre, la masa indiferenciada y sugestionable de los autores de la psicología social como Gustave Le Bon que, como es notorio, ha sido objeto de la crítica de Freud en 1921 en Psicología de las masas y análisis del yo (que Benjamin, significativamente, no cita). La masa es de hecho –en la dominación capitalista– una masa amorfa de clientes reunidos de manera casual por el mercado, entonces una muchedumbre al mismo tiempo asustada, agresiva, reactiva, como justamente la describía Le Bon, Scipio Sighele, Gabriel Tarde… Y no podría ser de otra manera, porque justamente la casualidad, observa Benjamin, es fuente de angustia. El fascismo, como expresión de estas mismas tensiones, pudo dirigirlas porque ofreció una posibilidad de encontrarle la vuelta a la casualidad bruta, es decir, racionalizarla en los términos de pueblo, raza, etc. Sabemos que esta racionalización –a su vez sugestiva, mitológica– no era otra cosa que una forma de exasperación. Ahora bien, afirmar que las tensiones sociales que llegaron al máximo después de la Gran Guerra y la crisis del ‘29 no desembocaron en una revolución porque intervino el fascismo como “contrarrevolución preventiva”, por usar la fórmula de Luigi Fabbri9Luigi Fabbri (1877-1935) fue un activista y teórico anarquista, colaborador de Errico Malatesta, y autor de numerosas obras, entre ellas La controrivoluzione preventiva. Riflessioni sul fascismo, 1922 (Cappelli, Bolonia). Durante el fascismo abandonó Italia y vivió en Francia, Bélgica, Argentina y Uruguay., no habría sido de por sí original. Pero Benjamin hace bastante más, o hace algo distinto: concibe la clase o la política revolucionaria como distención (Auflockerung) de las tensiones que animan a la muchedumbre y reconoce en la solidaridad la posibilidad y –a través de una interpretación vinculante de Brecht– el modelo de esta distención. Huelga decir que cuando la atmósfera o la tensión sugestiva se disipa de tal manera, no pueden sino emerger los antagonismos reales, que son antagonismos de clase: la masa verdaderamente relajada, la única masa que examina de manera atenta y distendida la situación en la cual se encuentra, está, por lo tanto, desplegada y dispuesta al enfrentamiento de clase.

Me parece que la actualidad de esta enseñanza es totalmente evidente, y que negarla significaría remover la presencia, al menos latente, pero generalizada, de una muchedumbre inquieta, vibrante de tensiones, siempre lista a manifestar sus histerismos, justamente porque está hecha por hombres que no tienen nada en común, excepto el hecho de ser reunidos como clientes, con sus mutuos antagonismos, por el mercado capitalista; esto significaría, en definitiva, negar la evidencia concomitante que tenemos bajo los ojos, aquella de una agitación continua, intencional y eficiente de espectros espantosos, y de distractivos, de peligros, de enemigos y de culpables (de enemigos que son individuados como tales y declarados peligrosos porque son los más débiles e inermes), de las siempre nuevas y siempre viejas racionalizaciones. La figura del pueblo –hay que agregar– se confunde después con el otro modelo, al que Max Weber había reconocido el papel primario en el nacimiento del espíritu capitalista: la secta. Si, de hecho, en un pueblo se debiera nacer como se muere, en una secta solo se es admitido; si se nace y se muere una vez y para siempre, la expulsión de la secta siempre es posible; la admisión, al contrario, no se da en absoluto por supuesta, y necesita pruebas, credenciales, exámenes rituales. Ahora bien, el fascismo, que agita continuamente la bandera del pueblo, que apela a la nación o al privilegio del nacimiento, habla en realidad a un pueblo-secta organizado en pequeñas sectas competitivas, un pueblo que siempre está en cuestión y al que se puede pertenecer solo a partir de pruebas de fidelidad, verificaciones y exámenes constantes, mutables, arbitrarios (piénsese, por ejemplo, en el Tribunal fascista de la raza, que “arianizaba” según la conveniencia). El mito del nacimiento o de la nación, refleja esta casualidad –es decir, el aspecto pasivo de la arbitrariedad capitalista– bajo la forma del destino, y cuando se acepta y se propugna esta mitología, se actúa en una lógica sectaria, tal vez por un reflejo desesperado, como hacen por mis tierras los tristísimos “soberanistas” de izquierda. Sin embargo, también por aquella continuidad a la que aludía anteriormente (y recién nombré el Tribunal de la raza, cuyo presidente, redactor de las leyes raciales, durante la posguerra se volvió un colaborador de Togliatti, y posteriormente presidente de la Corte Constitucional), claramente no tenemos que fijarnos en los casos más pintorescos ni en los pequeños grupos extremistas que son tolerados y aceptados, con sus violencias y sus ilegalismos, porque son útiles, en una espiral ascendente, en la introducción y aceptación –al nivel oficial, de los grandes partidos y de los medios de comunicación– de posiciones inhibidas o censurables hasta el día anterior y, sobre todo, de una serie de consignas cuya circulación tiene una influencia contagiosa en el lenguaje político. En Italia, por ejemplo, la descendencia directa de estos grupos de aquellos del neofascismo de los estragos de los años ‘70, su abierta referencia a la R.S.I.10La República Social Italiana (R.S.I.) fue un régimen fundado por los irreductibles del fascismo en Italia del norte, después del armisticio del 8 de septiembre de 1943, y apoyado por la Alemania nazista [Nota de la Edición], junto con una igualmente extrema contigüidad con los dos grandes partidos de la derecha parlamentaria, indica, primero que nada, esta continuidad de la circulación lingüística, modulada sobre aquellas que Jesi, en Cultura di destra (1979), llamaba, retomando a Spengler, “ideas sin palabras”: es decir, ideas que no necesitan ser formuladas, estudiadas, criticadas, sino que se presentan como indiscutibles y se difunden en estereotipos, frases hechas, en un vocabulario al fin y al cabo alusivo y hecho por lugares comunes, verdaderamente ubuesco y pobrísimo no tanto y no solo por razones de ignorancia, sino justamente porque la misma pobreza de los vocablos y de los sintagmas, su evidente insuficiencia en el plano del sentido, remite a algo; a algo que tiene que, en el fondo, permanecer secreto, incomunicable –un secreto que los hablantes comparten y que de esta manera mantienen como tal. Cuando se alcanzan cumbres como estas, sin embargo, significa que la suerte estaba echada, que las resistencias eran solo risibles, y que la lengua dominante ya estaba constelada de fórmulas vacías o “palabras con la inicial mayúscula” (Jesi), cuya única explicación sería una repetición redundante y tautológica (la Tradición es Tradición, la Libertad es Libertad, etc.). Estas son palabras o imágenes que, por su naturaleza, tienen fuerza o, mejor dicho, ejercen una fuerza porque están caracterizadas, y están caracterizadas porque son conductores privados de resistencia, que no interfieren con las corrientes dominantes, y al no interferir las comunican de manera selectiva y las amplifican. Son palabras e imágenes, entonces, que traducen las relaciones de fuerza concretas, materialmente vigentes, en una magia sugestiva. La materia incandescente está entonces presente por doquier alrededor nuestro; está, por así decirlo, al alcance de la mano. Y así, nuevamente, se perfila nuestra tarea: disipar la magia arrojando luz sobre aquellas relaciones y, al mismo tiempo, sobre el funcionamiento de los dispositivos securitarios. No tenemos más remedio que poner manos a la obra.

Rodrigo Karmy Bolton: Quiero llevarte ahora a pensar otros problemas. En tu libro Clase. El despertar de la multitud, haces una lectura muy penetrante de Marx, según la cual, a la hora de pensar la lucha de clases él “desactiva la teoría de la civilización” y “sale del horizonte biopolítico”. En este sentido, la “lucha de clases” estaría lejos de ser un término “economicista”, tal como la economía política o las ciencias sociales alguna vez lo concibieron. Justamente, aquella fisura clandestina, eso que Marx llama, en otro lugar del Manifiesto, “guerra civil”, parece exceder los registros epistémicos universitarios y los pone en dificultad. Como si la tradición marxista hubiera estado en permanente lucha, antes que, con la economía política burguesa, consigo misma, con su propio legado teórico y práctico.

En este registro, y a propósito que la irrupción de revueltas a nivel mundial parece haber devenido la regla antes que la excepción, ¿como ves el uso que podríamos hacer de la noción de “lucha de clases”? y, consecuentemente con ello –a propósito de los dispositivos sugestivos que tu trabajo identifica a los biopolíticos, ¿cómo pensar una consciencia de clase que no pase por una “identidad”?

AC: Hay que recordar, primero que nada, que Marx no solo retoma el sintagma “lucha de clases” de los historiógrafos burgueses como Guizot, sino que el mismo concepto moderno de “clase” ha sido introducido en el siglo XVIII por los así llamados économistes, los fisiócratas, como concepto esencial del nuevo arte de gobernar. Es decir que se trata de dos elementos fundamentales de la racionalidad económico-política o –si preferimos– biopolítica. Y el hecho de que Marx los haya repensado totalmente y empleado de manera revolucionaria, no excluye que haya seguido actuando en el sistema del saber-poder y, entonces, dentro de la misma tradición marxista, en la medida en que esta adhirió a ese sistema, a través de los clérigos (clercs) –las profesiones intelectuales, por supuesto–, pero sobre todo porque su estatalismo tenía que construirse, fatalmente, sobre esos elementos. Y como la herencia del marxismo se injertó en este modelo, la tradición marxista lucha con su propia herencia porque está en lucha con el modelo mismo; sus problemas irresueltos, su condición de constitutiva inquietud, son en cierto sentido síntomas de vivacidad. Entonces sí, diría que la guerra civil atraviesa su misma tradición, que también “lucha”, “clase”, son términos vibrantes de estas tensiones. El gesto de Marx no puede, por lo tanto, ser aplicado de una vez y para siempre, sino que exige nuestra disposición, tiene que prolongarse en esta. Esto es, obviamente, una bella banalidad, pero ni siquiera lo evidentemente inadecuado de mi frase puede esconder la seriedad del problema. Es el problema, si queremos, luxemburguiano; aquel de la “constante caución” (Jesi) que Rosa Luxemburgo supo oponer, inclusive frente a la revolución aparentemente más lograda. Oponer esta caución significa, para nosotros, someter a crítica constante la misma visión marxista y sus afirmaciones, significa reconocer y neutralizar los elementos –sociológicos, economicistas– de la tradición burguesa que actúan en ella. En definitiva: clase, lucha, revolución, revuelta, no pueden ser palabras con la inicial mayúscula. Tenemos que estar siempre atentos a las mitologizaciones. Y si lucha de clases significa esta lucha con la herencia biopolítica, entonces una continua elisión de las mayúsculas que tienden siempre a reconstituirse (Brecht, escribiendo en alemán solo con minúsculas, combatía la magia inclusive en el uso ortográfico), no puede ser sino una distensión de las tensiones y de las cargas sugestivas. En este sentido, no debe existir ningún jefe e, incluso antes, ninguna identidad personal, subjetiva. Y, ante todo, por una cuestión de seriedad. El propio Marx, que era tan irreverente y propenso a la risa, estableció –dicho con las palabras de Sartre– “el dogma primero de la seriedad al afirmar la prioridad del objeto sobre el sujeto; el hombre es serio cuando se toma por un objeto”11Sartre, Jean Paul (1943). L’être et le néant: essai d’ontologie phénoménologique. Paris: Gallimard, p. 699.. A pesar de las diferencias, creo que el intento sartriano de pensar una conciencia sin Ego, puede considerarse –a su manera y dentro de ciertos límites– coherente con esta seriedad. Y cuando Benjamin abría su tesis XII Sobre el concepto de historia con estas palabras: “La clase que lucha, que está sometida, es el sujeto mismo del conocimiento histórico”, o escribía al comienzo de la tesis XV que “La consciencia de estar haciendo saltar el continuum de la historia es peculiar de las clases revolucionarias en el momento de su acción”, repensaba totalmente las nociones de conciencia y sujeto limitándolas a la lucha misma, es decir al instante en que el hombre se toma en serio, como objeto de las relaciones de poder. Más allá de ese instante, aquellas palabras vuelven a ser operadores sugestivos. Se puede decir que la conciencia de clase tiene que ser siempre impersonal, que si se logra concebir de verdad esa impersonalidad, ya se está en el terreno de la lucha. Pero ¿qué ocurre en realidad cuando una técnica se comunica a sí misma? ¿Qué ocurre en el ejemplo del teatro épico brechtiano cuando el actor o el director exponen su disposición a la atención competente del público? Ya no hay divos, no hay un séquito, porque todo se desplaza en el nivel de la técnica: se hizo así –se dirá entonces– y se podía hacer mejor; o bien: se hizo bien, lo cual enseña algo más en el mismo plano. Y de esta manera, no es la fama del actor la que aumenta, sino la resolución del problema que se perfecciona, pasando, por así decirlo, de mano en mano, de competencia en competencia, es decir comunicándose y difundiéndose no desde un sujeto activo (actor sugestionador) a otro (público que sigue sus gestos en estado pasivo, hipnótico), sino como técnica y en la misma técnica. Y ¿por qué se puede decir “está bien hecho”? Porque las relaciones ahora están claras: la disposición técnica se comunica de verdad cuando se da esta transparencia (no hay espacio aquí para las “ideas sin palabras”), cuando también su propia situación y sus condiciones materiales están claras. Lo cual vale para cualquier técnica, y para el propio saber del filósofo o del marxista: es el cómo de su conocimiento, su conocimiento como método que es importante y tiene que transmitirse, y que por lo tanto debe presentarse todo el tiempo al examen, ser discutido, traído a colación o, como un objeto, remodelado. Con todo el respeto a los registros epistémicos.

RCB: Finalmente, quisiera entrar en tu trabajo de edición sobre la obra de Furio Jesi ¿qué elementos fueron los que te interesaron de su trabajo como para rescatarlo y trabajarlo tan vivamente?

AC: Cada página de Jesi siempre suscitó en mí la más viva emoción, pero el ensayo que más me impactó, desde el comienzo, es la espléndida y entonces poco conocida Lectura del “Bateau ivre” de Rimbaud, de 1972, en el que aparece por primera vez el “modelo máquina mitológica”.

Cuando algunos discípulos de Giorgio Agamben fundaron la editorial Quodlibet, propuse una edición de ese ensayo, que había salido únicamente en una revista. Al igual que los otros, Agamben lo leyó inmediatamente y quedó entusiasmado; obviamente, no le hice descubrir nada: aunque en aquella ocasión no lo recordaba, de hecho, ya lo había leído y apreciado mucho en el momento de su primera publicación, como iba a descubrir, al encontrar una vieja carta suya entre los papeles de Jesi. La Lectura del “Bateau ivre” es, además, un ensayo que se juega alrededor de la participación de Rimbaud en la Comuna de París, es decir, de la diferencia entre “revuelta” (suspensión del tiempo histórico) y “revolución” (como cambio en el tiempo histórico). Es la misma diferencia que Jesi ya había articulado en Spartakus. Simbología de la revuelta, libro inédito de 1969 que tuve la suerte de descubrir y publicar. También por esto la Lectura es un condensado de temas jesianos y ofrece seguramente uno de los máximos ejemplos de su genio especulativo. Leer y volver a leer ese ensayo tan bello como denso y exigente significaba por lo tanto acceder a un tesoro inagotable, asomarse tímidamente en un laboratorio riquísimo, desde el cual habría sido imposible dejar de aprender. Y esto no solo por la erudición extraordinaria de Jesi, sino porque en cada página suya él (como afirmó explícitamente una vez, escribiendo a un amigo) invita a considerar no tanto el contenido, lo que dice, sino cómo lo dice. Es decir, que el dispositivo de poder –la “máquina mitológica”– no puede ser analizado y asido en su funcionamiento, in flagranti, más que como exposición autocrítica del análisis mismo, es decir como auto-exposición del método. Y esto no implica de ninguna manera un cierre en el dominio reservado de la epistemología sino, al contrario, una definición de los límites del plano gnoseológico, del análisis de las máquinas justamente, respecto de las circunstancias y de las posibilidades de su funcionamiento. No hay que intentar destrozar las máquinas en sí –decía Jesi–, que se reproducirían como las cabezas de la hydra, sino las condiciones que las tornan productivas, y semejante destrucción es eminentemente política. Naturalmente, en esta puntualización no tenemos que reconocer un estratagema del intelectual para ponerse a salvo, para sustraerse al verdadero enfrentamiento, sino, al contrario, un movimiento indispensable para participar, para posicionarse correctamente, y en un terreno común. Porque si bien es cierto que el análisis no es de por sí destrucción de las condiciones de eficiencia, también es cierto que esta destrucción sigue siendo imposible mientras no se conozcan las máquinas, mientras no se ponga de relieve y no se estudie su funcionamiento. Así, precisando de esta manera su posición, Jesi ni de lejos volvió a proponer una partición rudimental, y obviamente falsa, entre teoría y praxis: al contrario, precisamente porque le importaba, como intelectual, la participación en la batalla, impidió que el momento analítico apareciera resolutivo en sí mismo, que adquiriera mágicamente un aura política o un prestigio. Volvemos así, si no me equivoco, un poco a nuestras consideraciones iniciales.


Diálogo publicado en Disenso, Revista de Pensamiento Político, 3(1), pp. 166-182.

Imagen de Portada: Pieter Brueghel, Juegos de niños, 1560.

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