I. El tiempo que hay. ¿(No) hay tiempo?
Si debiéramos creerle a Foucault, y nosotras todavía a veces lo hacemos, escribir sobre el presente es una tradición inaugurada en la modernidad. Escribir sobre el fin, en cambio, es casi tan clásico como hacerlo sobre el origen: desde su comienzo, como género literario diferenciado, la filosofía se ha ocupado del principio y del fin. Amparadas en esas tradiciones, podríamos decir que así como hablar del presente implica investigar el tipo de existencias que están en juego en el ahora (que no tiene por qué ser necesariamente el kairós, aunque ojalá lo fuera), hablar del fin supone un discurso sobre la finalidad, es decir, sobre el sentido o los principios teleológicos que nos habrían traído hasta aquí: esta especie de final acorde al explosivo principio antrópico del apocalipsis. ¿Es perceptible el final, comprendido como apocalipsis, desde adentro? ¿Qué malla sensible puede conectarnos a aquello que, por principio, no podría formularse en presente? Ni antes del apocalipsis (es decir, ni inocentes ni ignorantes) ni después (el realismo capitalista no es otra cosa que la asunción de que el apocalipsis ya tuvo lugar, de que vivimos en la posthistoria bajo la forma de la modernidad occidental), ¿cómo hablar del presente si se trata del tiempo del fin?
Los relatos, angustiosos o celebratorios, en torno al porvenir bajo el signo de la crisis ambiental, como analizaron hace ya unos años Danowski y Viveiros de Castro, parecen repetirse como un final que no termina nunca, un final que está allí esperando la desaparición de les humanes para, finalmente, comenzar. La forma de la experiencia contemporánea (la descomposición del tiempo y del espacio modernos) ha dado lugar a distintas narrativas que piensan tanto la posibilidad de una humanidad sin mundo como la de un mundo sin humanidad. Entre las últimas resultan muy verosímiles (y tentantadoras, siempre tranquilizadoras) aquellas que juegan con la imagen de una naturaleza todopoderosa que regresa, en el instante de nuestra retirada, para ocupar el lugar que siempre le perteneció. La invencible natura naturans recompone su jardín (un Edén postapocalíptico y radicalmente postnatural que se deshizo por fin del hombre, la inmanentización definitiva del cielo que transforma en materia ideal –Naturaleza– la materialidad de lo que hay) donde los elefantes duermen la mona borrachos de vino de maíz, los delfines nadan en los canales de Venecia y los venados, patos y tapires pasean por ciudades desiertas. Imágenes todas ellas necesariamente fake, pues lo que se ha agotado es la correspondencia entre las imágenes (o los discursos) y el mundo. El fin parece llamado a romper el puente tendido sobre el abismo que separa el pensamiento de las cosas, aquel secreto de la metafísica develado con el que Kant daba por iniciada la modernidad filosófica. O quizás porque, finalmente, cumpliendo su destino espectral, las imágenes han agotado tanto al pensamiento como a las cosas y proliferan fantasmáticas y emancipadas de ambos.
Cuando en las Meditaciones metafísicas Descartes afirma que su única certeza es que piensa y por lo tanto existe, encuentra, junto con el fundamento que buscaba, su límite. Ese yo que piensa, el cogito como fundamento metafísico, dura lo que dura la afirmación. Solo puede ser instantáneo porque su verdad se limita al momento en que se afirma. Allí confinado en el instante y encerrado en la soledad de su habitación, el yo queda atrapado en el loop de su afirmación sin tiempo y sin historia. Quizás Descartes se adelantó a cierta forma recursiva de la existencia que solo se nos revela claramente ahora. Porque las críticas que cosechó por la falta de perspectiva temporal de su certeza, es decir, la inutilidad proyectiva del cogito, solo tienen sentido si aceptamos el tiempo como un requisito de lo subjetivo. Es de este modo, en tanto que garante del espacio y del tiempo, que el sujeto se torna plenamente moderno, al menos en aquel sentido que parece encenderse cuando pensamos la Ilustración. Un yo sin tiempo, atrapado en el instante, no califica para ser moderno. Ningún sujeto moderno puede prescindir de la historia.
Al analizar los particulares modos de subjetivación en los tiempos del cine y luego de la televisión, Silvia Schwarzböck recupera de manera aparentemente intempestiva el problema del yo cartesiano. Si el cine es un arte estatal y todavía un arte de la historia vinculado a la saga de la revolución, la televisión, cuya lógica se continúa y exacerba en las redes sociales, anula la lógica revolucionaria para instalarse en el espacio de la revuelta. Desde el punto de vista subjetivo, esto implica pasar de un modo de subjetivación moderna, aún vinculada a la relación con el futuro como construcción histórica, a un modo de subjetivación sin historia y sin futuro, un yo instantáneo sin cogito. Lo que garantiza la existencia de ese yo no es ya el pensamiento sino la verdad de la imagen en vivo.
Con empeño hemos aprendido a leer imágenes, a rodearlas de discurso, a situarlas y señalar farockianamente sus condiciones de producción y posibilidad. Porque desconfiamos de su genio y de su poder de confusión. Es que a menudo el genio maligno parece un personaje contemporáneo, que se dedica a engañarnos a través de la multiplicación de las imágenes, las pantallas y los relatos. Sin embargo, y de la misma manera en que el cogito vence al viejo genio cartesiano, la imagen en vivo no corresponde a la posibilidad del engaño. Ella es irrefutable como tal. Los comentarios que pueden generarse a partir de una imagen no alteran en nada su modo de existencia, pues se encuentran en un plano distinto. La imagen es pura afirmación: garantiza un nuevo tipo de certeza que, como el cogito cartesiano, no admite narratividad alguna. El límite que el cogito cartesiano no podía franquear era su permanencia y proyección, de ahí que buena parte de la filosofía moderna posterior haya necesitado reconstruir un sujeto capaz de atravesar el límite del confinamiento: el espacio y el tiempo serán en adelante tanto un requisito interno como una promesa externa. Actualmente, rotos los lazos que prometían espacio y tiempo para todes, el yo parece sobrevivir solo si está confinado junto a su cámara. La imagen transmitida en vivo es un certificado de existencia y supervivencia. El yo que se afirma en la pantalla no lo hace ya como sujeto histórico, que aspira de algún modo a ser representado como protagonista de un destino. Lo hace en su calidad de figurante que no es pueblo, es decir, no como sujeto de la historia. El figurante, por el contrario, solo presta su imagen a un mundo que prescinde de su potencia de actuar.
II. Confinamiento y conectividad, útero y cordón
El “confinamiento” es un límite (y por eso señala una reclusión o encierro) y como tal siempre involucra una contigüidad o una vecindad entre dos terrenos. En su forma actual, la confinación domiciliaria, nos invita a pensar sobre lo que constituye esos terrenos y sobre lo que les es común. Por una parte, sabemos de toda una red de personas que hacen mandados, que mueven mercaderías tangibles desde su lugar de producción hacia el lugar de su consumo, un aumento exponencial de los servicios puerta a puerta basados en la precarización laboral y la autoexplotación organizada desde las apps. Pero, también lo sabemos, no solo de alimentos y productos de limpieza viven lxs confinadxs. Su supervivencia (e incluso en muchos casos la despedida ante la muerte) está atada con fuerza a la circulación de sus propias imágenes junto con otras (noticias, videos, mensajes, artículos, audios) que les dan instrucciones acerca de cómo y cuándo relacionarse con el mundo más allá de los límites de su territorio. Estas redes, las “de la información”, por su carácter aparentemente inmaterial suelen considerarse exclusivamente de acuerdo a los contenidos que transmiten. Se nos advierte acerca del exceso de información, verdadera o no, nos sentimos agotadas por la cantidad de atención que debe prestarse a cada noticia, palabra o imagen que se nos hace llegar a través de las plataformas de producción, transmisión y extracción de datos. Las imágenes, como buenos espectros, nos reclaman, nos exigen, nos piden justicia. La comunidad de los avatares quizás sea una extraña mutación de aquella de los espectros: una comunidad que no arma lazo con el pasado y el futuro insistentes en el presente, sino solo sobre un presente out of joint, sin pasado y sin futuro. Estamos, a todas luces, habitando también los confines de nuestra capacidad de sostener algo parecido a una “comunidad”, y lo hacemos pendiendo de un hilo, literalmente de un solo hilo: el minúsculo cable de fibra óptica que cruza el Atlántico, enfundado en un complejo sistema de protección, que hace que la internet sea el hecho social de nuestras vidas. La vida confinada pende de ese cable (o debería hacerlo idealmente si fuera posible, si todes tuviéramos el deseable acceso al flujo de datos que pasa por allí) que ingresa al territorio argentino por una playa en Las Toninas y que es mantenido por un ejército de ingenieros y técnicos en comunicación a distancia. Sí, la información que necesitamos para seguir con vida viaja bajo la forma de la luz a través de ese cable ridículamente ínfimo. Cada una hace de su territorio un útero cuyo cordón umbilical es ese cable transatlántico (el producto excelso de las nuevas tecnologías que anudan cibernética e ingeniería de materiales, sistemas complejos de datos y física subatómica, nubes personales y granjas de servers, la rara vida de la profundidad de la tierra y la vida más rara aún de los organismos de superficie) que nos asegura que en otro lado hay otrxs que también se encuentran en un proceso de maduración y que pronto serán liberadxs de sus pequeñas parcelas de terreno.
III. Vayamos del tiempo (su fin) al espacio (su confín)
El tiempo y el espacio como formas puras de la sensibilidad son el primer rastro de un sujeto aún paciente. Son la forma de toda experiencia posible, y es a partir de ellos que lo narrable tiene lugar. El tiempo y el espacio son aquello que, constituyéndonos, nos aloja en un bolsillo de pasividad cuya fuerza tenemos el deber de revertir a través de la objetivación maniática que el entendimiento organiza. En la experiencia moderna, tiempo y espacio son las formas de la exterioridad; sí, pues incluso el tiempo, forma del sentido interno, es, paradójicamente, una forma de la exteriorización: el sujeto se conoce a sí mismo como a un objeto más del mundo. El tiempo permite al sujeto aprehenderse a sí mismo como fenómeno pero también proyectarse en el tiempo histórico. ¿Qué sucederá, entonces, si las formas de la exterioridad se ven alteradas? Y alteradas porque cada vez nos cuesta más ubicar “lo exterior” en alguna estructura de sentido: sin exterior habitable, el interior es todo lo que queda. El repliegue hacia los interiores (de la casa, de un barrio, de un país, de un continente, de un mundo) genera por contrapartida no solo una inestabilidad insoportable entre lo interior y lo exterior, sino que le quita el suelo a todo lo que hace siglos venimos llamando experiencia. Para autores como Günter Anders, se trata del pasaje forzado de formas condicionantes de la sensibilidad humana a formas condicionadas por la acción humana: como señalan Danowski y Viveiros de Castro, esto supone una descomposición de las ideas de fin y de mundo y, concomitantemente, la indistinción entre el orden antropológico y el cosmológico. Contrariamente a lo que parecía enseñarnos la física moderna, la convergencia escalofriante entre el tiempo geológico y el humano nos impide reconocernos en la apertura hacia el universo infinito: estamos encerrados en la Tierra.
¿Qué significa perder el exterior? En la historia reciente, los confinamientos han sido mayormente organizados con una finalidad que apuntaba al bien común: se encierra a lxs locxs que atentan contra la racionalidad normal, a lxs delincuentes que atentan contra los derechos de propiedad, a todas las formas de la infrahumanidad (niñxs, enfermxs, identidades feminizadas) que deben ser tuteladas en escuelas, hospitales o la domesticidad del oikos hasta que lleguen a la autonomía que produzca lo común, esa exterioridad que es la de lo supraindividual y cuyas expresiones más patentes sean quizás el Estado y el Mercado. Hay también, sin embargo, otra genealogía posible del confinamiento: aquella que se inicia, quizá, en el huerto epicúreo y que se replica en cada pequeña comunidad (de amigues, de amantes). En este caso, el aislamiento es voluntario y pensado para protegerse del exterior. Como se ve, en ambos casos hay un exterior, y a partir de su forma se delinea, también, la forma de la interioridad, del aislamiento, del límite que confina.
Perdido el exterior, el confín parece arrojarnos a una interioridad sin límites y, paradójicamente, nos invita a pensar que podemos alcanzar juntes, en un vivo en alguna plataforma de videoconferencias, el final. Pero aquí el final no es tanto la muerte (como la filosofía ha venido imaginando hace muchos siglos) sino la administración del lento apocalipsis que nunca llega. No se detiene (al menos no inmediatamente) la producción de alimentos, ni la generación de energía eléctrica para abastecer a la industria y los usuarios particulares, no se suspende la fumigación de los campos de cultivos transgénicos ni la adquisición de parafernalia militar para equipar a las fuerzas de seguridad urbanas. El apocalipsis, finalmente, tenía esta forma: las cosas importantes continúan, sin nosotrxs, devenidxs en adelante figurantes de una película en la que la humanidad no es más que un extra.
A partir de los años 50, y como parte de la guerra fría, uno de los objetivos humanos (humanidad encarnada, por supuesto, en los Estados Unidos y la Unión Soviética) fue el de la conquista del espacio exterior. Y si durante los diez primeros años viajaron fuera del planeta tres perras, dos chimpancés, dos tortugas, moscas, gusanos, hongos y algunas plantas, ya para 1961 Yuri Gagarin inauguraba, a bordo de la Vostok 1, un nuevo sentido de lo exterior reconfigurando, con mucha precisión, lo que significaba considerar al planeta tierra como un conjunto cerrado: un globo azul, visible y fotografiable desde las ventanitas circulares de las naves espaciales. Conquistar el espacio, no obstante, no solo significaba poder viajar a través de él sino más bien apoderarse de otros territorios. La Tierra ya era percibida como un lugar de confinamiento y salir a la búsqueda de nuevos territorios por colonizar constituía la reafirmación de que lxs humanxs buscaríamos sin cansancio aquella frontera que nos separaba del territorio vecino. ¡Hasta el infinito y más allá! sonaba como arenga ubicua: éramos todes astronautas de juguete que nos autopercibíamos humanos, como el cándido Buzz Lightyear. Aquella frontera, vale notar, solo servía para probar la fuerza colonizadora de lxs terráquexs y daría lugar a una fascinante categoría que, lamentablemente, no tuvo mucha repercusión: la de bionauta.
En 1965, Siberia fue el escenario de una instalación que albergó el BIOS-3, definido como un “ecosistema cerrado” y cuyo objetivo era hallar las condiciones mínimas de supervivencia de algunxs humanxs en lugares como la luna o el planeta Marte. Allí tuvieron lugar varias expediciones a la “naturaleza” tal como lxs científicxs humanxs la imaginaron. Sus protagonistas, lxs bionautas, fueron confinadxs en las instalaciones, monitoreadxs ellxs y sus “recursos” (algas productoras de oxígeno, algunas plantas comestibles cultivadas en invernadero con luz artificial) y apoyadxs desde el exterior por sistemas de producción de energía. Así, lxs bionautas eran lxs protagonistas de aquella carrera espacial que buscando conquistar lo extraterrestre exploraba qué es lo que hace vivir a un ser humano. Por supuesto, la versión norteamericana del experimento fue más allá de la austera escena siberiana: en 1991 tuvo lugar la primera misión de lxs bionautas estadounidenses en el interior de BIOSFERA-2, un espacio considerablemente más grande (de más de 1 hectárea de superficie) que incluía una selva, un océano, un arrecife de coral, un manglar, una sabana, un desierto, una “pampita” cultivable e instalaciones habitables para humanxs (dormitorios y oficinas). Invariablemente, algo obligaba a que el ecosistema cerrado se abriera: el desequilibrio gaseoso, que hacía que el oxígeno fuera escaso. Faltaba el aire antes de que se acabara la comida, amenazados por la asfixia, lxs bionautas debían desertar. Independientemente de cuán cerrados eran estos ecosistemas (a ciencia cierta no lo eran, pues dependían de fuentes de energía exteriores, entre otras cosas), lo aleccionador de las misiones bionáuticas era aquello que las hacía fracasar. Si bien, a diferencia de los casos soviéticos, lxs estadounidenses sufrieron mucho las condiciones subjetivas del aislamiento (toda una novela tuvo lugar entre lxs bionautas de la primera y de la segunda misión, con robo de comida y sabotaje incluidos), en todas las experiencias se chocaba contra la imposibilidad de manejar a la vez una cantidad de variables de desarrollo finalmente imprevisible. Quedaba claro que la ciencia humana no era capaz de producir y controlar las condiciones de su propia existencia en otro lugar que no fuera la Tierra.
Hoy pareciera que todxs somos bionautas y que el planeta se ha convertido en un gran experimento que también está saliendo mal. La totalidad de las ciencias de la vida, ingenieriles, de la información, económicas, sociales y humanas, no logran controlar las condiciones que nos mantienen con vida. Cada variable que intenta ser manipulada genera mil resultados inespecíficos que diezman alguna sección de lo existente. Al parecer, la Tierra, lejos de ser ese organismo metaestable que llamamos Naturaleza, pura fuerza vital que recrea sus propias condiciones de supervivencia ante cualquier circunstancia, es también un territorio incontrolable, hostil, que irrumpe sin afuera que venga en su auxilio. Más allá de los intentos humanos de idealización, de búsqueda de la erección trascendente que nos saque de este ecosistema (una versión contemporánea del deus ex machina), parece que solo nos queda aterrizar, como sugiere Latour. O tal vez solo nos queda volver a ubicarnos en los confines de este mundo cerrado, que hoy es más una proxémica que una geografía. Pero, entonces, ¿cómo pensaremos ese espacio sin tiempo en el que estamos confinadxs, a la vez amontonadxs y separadxs? ¿Qué condiciones de habitabilidad inventaremos, dentro y fuera de los hogares humanos, una vez asumida la falsedad del mononaturalismo capitalista, occidental y andro/antropocéntrico que fantaseaba una biopolítica de las estrellas? Acaso estén en desarrollo nuevas formas de la sensibilidad capaces de imaginar una política pluriespecífica y multiexistente que resista la imposición de un árbitro siempre humano demasiado humano, que interpone medidas policiales en esta que es, en realidad, una guerra contra el enemigo más visible.
Anders, Günter. Le temps de la fin. París: L’Herne, 2007.
Danowski, Débora y Viveiros de Castro, Eduardo, ¿Hay mundo por venir? Ensayo sobre los miedos y los fines. Buenos Aires: Caja Negra, 2019.
Latour, Bruno. Face à Gaia. París: La Découverte, 2015.
Latour, Bruno. ¿Dónde aterrizar? Cómo orientarse en política. Madrid: Taurus, 2019.
Schwarzböck, Silvia. Los monstruos más fríos. Estética después del cine. Buenos Aires: Mardulce, 2017.
Imagen: Deborah Stevenson, Scrutiny