Debería ser evidente que las interpretaciones teóricas reducidas a lo político-socio-económico no bastan para justificar el hecho de que la revolución, tan esperada entre nosotros, no haya acudido a las innumerables citas que la izquierda le dio.
León Rozitchner, La izquierda sin sujeto.
Desde el pasado domingo 21 de noviembre, fecha de la primera vuelta electoral de las elecciones presidenciales, no dejo de recibir mensajes de amigos y amigas de distintos lugares del mundo preguntándome qué demonios es lo que ha ocurrido en Chile. ¿Cómo es posible que el país del estadillo social y de la convención constitucional paritaria permita, pocos meses después, que triunfe la extrema derecha? Les respondo que incluso hay algo todavía más extravagante en los resultados electorales. Franco Parisi, un candidato que ha permanecido en Estados Unidos durante toda la campaña y que no puede viajar a Chile porque debe 300 millones de pesos en concepto de pensión alimenticia de su familia, ha obtenido un significativo tercer lugar con cerca de un 13% de los votos. Parisi es un economista de derecha que en clave populista ha capitalizado el descontento de la ciudadanía frente a la clase política gobernante durante los últimos treinta años, la cual se ha visto relegada a un humillante cuarto y quinto lugar en estas elecciones. Uno se siente tentado a concluir que los resultados se explican porque, en realidad, hay varios países diferentes votando cada uno por su candidato dentro de una crisis radical de representatividad. De hecho, en estas elecciones el verdadero e inútil triunfo le corresponde a la gran mayoría de personas que no han votado y que duplican a los que sí lo han hecho. Sin embargo, el desafío para un pensamiento que pretenda comprender la complejidad del presente está en encontrar una explicación transversal de fenómenos tan extremos entre sí como el estallido, la convención, el éxito de Kast y Parisi o la multitudinaria abstención. Mi hipótesis es que sigue ganando el neoliberalismo, lo que significa que su maquinaria de destrucción de lo político continúa su trabajo imparable, disolviendo todo espacio en que alguna política alternativa pueda echar sus raíces. Para explicar esto necesito relatar una breve historia sobre el último medio siglo en Chile.
Chile es un territorio de experimentos que oscilan entre la épica, la tragedia, la comedia y el absurdo. En la década del setenta, cuando el mundo se dividía en dos mitades librando una batalla global, el país inventó una vía hacia el socialismo que confiaba en la posibilidad efectiva de construcción democrática de un gobierno popular. En una época donde los adversarios del imperialismo norteamericano eran el proyecto revolucionario cubano y la grisácea realidad del bloque soviético, Allende desplegó una amenaza de naturaleza mucho más sustantiva que consistía en usar las herramientas de la democracia liberal para validar un desmontaje pieza a pieza del orden capitalista vigente. La violenta extirpación de este proyecto mediante el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, apoyado por los Estados Unidos, evidencia el alto grado de peligrosidad que envolvía dicho experimento para los poderes económicos y políticos de la época.
Pero la propia dictadura que destruyó el experimento de la Unidad Popular, no abandonó esta extraña vocación chilena al ensayo experimental. En este caso de una forma atroz, implementando novedosas modalidades de producir daño y dolor incluso más allá de la tortura y de la muerte. Es esto lo que se perseguía, por ejemplo, con el perverso mecanismo de la detención-desaparición. No se hizo desparecer a los adversarios políticos por una cuestión de mero ocultamiento del delito, sino por un propósito superior al de matar que consistía en infringir un daño prolongado e indefinido en el tiempo a los familiares de las víctimas, impidiéndoles el duelo y negándoles el poder sepultar dignamente a sus deudos. Fue una estrategia plenamente consciente, dirigida a violentar de un modo perpetuo a un sector de la sociedad chilena identificado por la dictadura como enemigo. Un dolor semejante no tiene posibilidad alguna de reparación, genera una herida imborrable en el alma de una nación. Pero también contiene una pedagogía siniestra cuyo efecto ha sido promover un anticomunismo estructural en la sociedad chilena.
No obstante, el aspecto más experimental del gobierno totalitario de Pinochet consistió en la implementación de las políticas neoliberales. El sueño de Friedman de poder formalizar la sociedad según los criterios del libre mercado y desde una especie de año cero o página en blanco, encontró en sus discípulos chilenos de Chicago una oportunidad extraordinaria de realización. Pinochet entregó un país sometido al estado de excepción, sin partidos políticos ni sindicatos y con una oposición política asesinada o exiliada a los jóvenes economistas neoliberales, que gozaron de la inédita oportunidad de llevar a la práctica sus máximas ensoñaciones sobre el poder del mercado. Como si la sociedad chilena fuese semejante a una caja de Skinner, los chicago boys tuvieron la posibilidad de controlar todas las variables del diseño experimental. Ninguna turbulencia de masas ciudadanas protestando en las calles ni sindicatos en huelga como sí le ocurrió al programa neoliberal de Thatcher en Reino Unido. Solamente de esta manera se puede explicar el radicalismo con que los dispositivos neoliberales se han instalado en Chile hasta el día de hoy. El totalitarismo criminal ha sido la mediación más eficaz de las libertades neoliberales y es la causa de una implantación perversa y quizás irreversible. Algún historiador avispado dirá que con esto se demuestra lo inadecuado de calificar de fascista a un régimen político que no apuesta por el Estado sino por la libertad radicalizada del individuo. Pero este argumento olvida que los fascismos del siglo XX no fueron en realidad procesos de hiperbolización de la institución estatal. Se trató más bien de una apropiación del Estado por parte de un partido político totalitario que, pese a su retórica populista, siempre cumplió una función de defensa de los intereses económicos de algún sector de la burguesía. En tal sentido, no es incorrecto inferir del experimento de los chicago boys una afinidad íntima entre la subordinación fascista del Estado al partido o al líder, y la subordinación neoliberal del Estado a la soberanía del mercado. En último término, el sueño de los militares pinochetistas y el de los economistas neoliberales era el mismo: la creación de una nueva sociedad depurada de solidaridades o relaciones democráticas y en cuyo seno debía emerger una subjetividad autorreferencial e individualista.
Esta singular combinación de fascismo y neoliberalismo se reinventa poco tiempo después con un nuevo experimento que consistirá esta vez en utilizar las herramientas del propio mercado contra la dictadura. Para el plebiscito de 1988, la subjetividad neoliberal ya estaba desplegada y consolidada entre los chilenos mediante la lógica del consumo y una incipiente economía del endeudamiento. Hacer de la democracia un producto, entonces, no era algo que alterase significativamente el sentido común del momento. La película “No” de Pablo Larraín lo muestra con claridad cuando relata cómo la campaña de la oposición a Pinochet se sirvió de los mismos códigos publicitarios de la campaña de una nueva bebida gaseosa. Así se presentó el retorno a la democracia como una mercancía que al adquirirla (marcando la opción “No” en la papeleta electoral) garantizaba una experiencia inédita de alegría, felicidad y goce juvenil. “La alegría ya viene” fue el eslogan principal de esta estrategia publicitaria. Pinochet fue señalado más que como un dictador criminal, como una persona triste, gris, con un estilo excesivamente poco cordial y pasado de moda. Alguien nada refrescante y poco chispeante para seguir con el símil de la bebida.
En la película de Larraín, el desfase histórico entre esta política hecha marketing y la vieja política de las ideologías sólidas que sirvieron de sustento al proyecto de Allende, queda reflejado de una manera extraordinaria en una escena donde un líder comunista reacciona escandalizado frente al vídeo que abre la campaña electoral. Mientras el responsable de la agencia publicitaria defiende el tono universal, atractivo y hasta familiar del mensaje, el líder comunista se pone de pie enfurecido diciendo que existen límites éticos y que no va a ser cómplice de una operación de silenciamiento de las atrocidades perpetradas por la dictadura. Al marcharse furioso envía a todos los presentes “directamente a la concha de su madre”. Pero en realidad los publicistas no se equivocaban porque estaban siendo rigurosamente pragmáticos. Si de lo que se trataba era de vender un producto había que entrar en sintonía con las racionalidades dominantes entre los consumidores. Es decir, estaban constatando que Pinochet y su proyecto de neoliberalización inicial de Chile ya habían triunfado. La democracia por venir no podía ser otra cosa, por tanto, que un sistema que diera continuidad a los modos de vida y las aspiraciones individualistas modeladas previamente por el mercado. El hecho de que la campaña fuese un factor clave para el estrecho triunfo de la opción “No” en el plebiscito, como se ha reconocido innumerables veces, constituye una prueba de esta amarga verdad.
La transición chilena a la democracia fue este desvergonzado travestismo político, esta compleja operación de estilización del orden institucional para dotarlo de una apariencia acorde a los nuevos tiempos de la globalización capitalista. Sin duda, como resultado de una paradoja. El propio experimento del fascismo-neoliberal operó como la condición de posibilidad del final de uno de los espectros de Pinochet, solamente de uno, aquel que muere a manos de una sociedad ansiosa de libertades como las que se expresaban en una de las escenas de la campaña televisiva del “No”: gente cantando, sonriendo y celebrando la diversidad y la pluralidad colorida de los modos de vida que los valores del consumo legitimaban. Sin embargo, Pinochet tenía otras caras que salieron incólumes y victoriosas. En eso consistió el experimento llamado “transición”, en conservar y asegurar la estructura social que la dictadura construyó mediante la envoltura edulcorada de un supuesto pluralismo liberal. A partir de allí todo gesto político, todo liderazgo, todo comportamiento ético se practicó siguiendo la máxima establecida por Aylwin: “en la medida de lo posible”. Aunque el relato oficial señala lo contrario, la “medida de lo posible” no fue una regla que imponía el contexto de la continuidad de Pinochet como Comandante en Jefe del ejército después de 1990. No se trató de una afirmación que limitaba su sentido exclusivamente al ámbito de la justicia y los derechos humanos. En realidad, la “medida de lo posible” la impusieron los dispositivos neoliberales instalados en la sociedad y en continua reproducción, fueron ellos los que establecieron aquello que no podría tocarse jamás.
La transición chilena consistió en el experimento de instaurar los pilares de la institucionalidad democrática sobre el lodazal de la revolución neoliberal desplegada por Pinochet. A partir de ahí, todo gesto de arquitectura política, todo proyecto en que la gente puso su confianza siempre fue precario e inestable. Lo único sólido que se preservó y consolidó durante treinta años fueron las formas de producción neoliberal de la vida. De hecho, la propia clase política ha sido una manifestación de esto último, comportándose a lo largo de décadas solo como un grupo de interés preocupado de medrar económicamente en directa proporción al incremento de la desigualdad dentro de la sociedad. La elite económica, por su parte, no ha hecho otra cosa que servirse de esta clase política narcisista y trepa para poner al Estado al servicio de sus intereses. Así Chile se convirtió en un país de jaguares, es decir, de salvajes que no tienen otro horizonte más que la cacería personal de cada día, un territorio sin tejido común alguno, cuyas experiencias de solidaridad colectiva quedaron reducidas a la celebración de un gol de la selección de fútbol o a cantar a coro la cuenta 24.500-03 durante la Teletón. Esto resume la historia del país experimental entre 1990 y 2019.
No hubo espacio para ninguna ilusión compensatoria. De esa eufórica celebración del egoísmo indolente no podía surgir ninguna alternativa y así ocurrió. No se movió un hoja del país sin que el fantasma de Jaime Guzmán no lo supiera. El sujeto neoliberal chileno había sido parido de modo irreversible y exitoso como una criatura saturada de expectativas que hacían indoloras sus miserias cotidianas. Un ser atravesado por las ambigüedades del goce consumista, capaz de expresar el pesimismo rutinario de “esto solo ocurre en Chile” y al mismo tiempo sentirse fascinado por el nuevo mall que se ha construido en su barrio. Ciertamente, más tarde, en algún punto de esta escena, vino el malestar con su desconfianza absoluta respecto a los políticos, su desasosiego frente a las arbitrariedades de la justicia, su percepción de la corrupción, el descrédito de las instituciones, la inquietud ante la delincuencia y la violencia, la pobreza insalvable, etcétera. En los últimos diez años, el malestar social se ha expandido en tal grado que incluso algún intelectual iluso ha visto en su fuerza el contenido profético del colapso inminente del modelo. No obstante, las cosas son infinitamente más complejas y nadie puede entender nada en Chile si no observa que dicho malestar consigue convivir con un bienestar enfermo y delirante. El experimento chileno ha sido tan eficaz en sus resultados subjetivos que el malestar no viene de una constelación extraterrestre más allá del universo neoliberal. Los enfurecidos y los indignados son una energía crítica que nace de la propia subjetividad neoliberal.
Pero algo estalló en 2019. La pregunta decisiva sería qué fue lo que exactamente estalló en Chile. Creo que mucho menos de lo que se ha querido ver. La revuelta de octubre no contenía un deseo o una aspiración de cambio radical. Por supuesto que había una expresión poderosa de insatisfacción, pero eso no quiere decir que existiese un deseo de modificación sustantiva y reflexiva del modo de vida neoliberal. Lo que opera subrepticiamente en el estallido tiene relación más bien con una cuestión de aspiraciones y expectativas. La gente quiere que la promesa neoliberal de un estilo de existencia determinado se realice efectivamente en su cotidianeidad. Esto no solamente se refiere a la experiencia del consumo, aunque la imagen de hordas saqueando tiendas y llevándose televisores o cualquier otra aparato electrónico resulta muy ilustrativa de mi argumento. El modo de vida neoliberal, al que el chileno se aferra como un sueño, se caracteriza también por el ejercicio arbitrario de las pulsiones individuales, la necesidad imperiosa de expresión del yo (en las redes, por ejemplo), la exigencia absoluta de horizontalidad en toda interacción, la disolución de toda autoridad, y algo muy importante: la conservación radical de un medio que garantice la continuidad de una subjetividad emocional desprovista de finitud, contingencia o sacrificio. Esto último explica porque en un momento significantes como “orden” o “seguridad” pueden adquirir una fuerza seductora para masas cuyo malestar nace del anhelo de un bienestar neoliberal prometido. Por esta razón, los sujetos apuestan por una opción política o por otra en función del deseo de actualizar y estabilizar su ansia de goce hedonista, aunque esto le parezca un tanto bizarro al observador intelectualizado. La convención constitucional fue sobre todo una expectativa de estabilización de estas demandas populares. Kast o Parisi son otras ofertas equivalentes que se despliegan en el inestable mercado electoral obteniendo mayor o menor verosimilitud; y la enorme masa que se abstiene no está más que a la espera de un producto satisfactorio.
El estallido social de 2019 no tiene ideología alguna y no contiene ningún sujeto político de izquierda que esté emergiendo entre sus expresiones multitudinarias y épicas. Lo ideológico en Chile se ha hecho minoritario e irrelevante políticamente hace mucho tiempo. Con el triunfo electoral de la extrema derecha, la victoria online de Parisi o la abstención masiva, no se ha ausentado el pueblo que supuestamente había despertado y que se manifestaba en la Plaza Dignidad. Todas son expresiones de una sociedad adormecida, de la bárbara subjetividad neoliberal demandando una intensificación de los valores híper-individualizados frente a una institucionalidad deficitaria en sus respuestas. De hecho, es esto lo único que ha estallado: el sistema político que resultó funcional al neoliberalismo durante los últimos treinta años. Estamos, por tanto, asistiendo simplemente a un nuevo cambio de ropajes del modelo que intentará ahora con otros rostros, otros partidos, otras “AFP” y otra constitución garantizar la continuidad y expansión de los dispositivos neoliberales.
El gran error del mundo de Boric, en este contexto, ha sido suponer que el estadillo era un fenómeno de izquierdas, algo que les ha ocurrido por no comprender que el neoliberalismo lo tienen detrás de sus propias espaldas. Ahora fantasean con que el fascismo de Kast puede ser desmontando en nombre de los derechos humanos o denunciando las ideas de su programa. En el Chile neoliberal de hoy ni los derechos humanos ni el contenido de un programa tienen la capacidad de articular una voluntad política mayoritaria. No suman nada porque la maquinaria neoliberal ha conseguido en su implantación perversa la reversibilidad de todos los significantes y todos los sentidos. Izquierda y derecha dejan de existir, lo que diga un programa resulta irrelevante porque toda verdad está desfondada y ya nadie cree en el valor del conocimiento experto. Kast podría decir que es terraplanista y su campaña continuaría sin problemas. De hecho, Kast es de algún modo Pinochet y esto no le afecta en absoluto. Porque en el orden neoliberal todo es reversible y obsolescente. Las densidades de la historia, entonces, se desvanecen y sin darnos cuenta estamos de regreso a 1988 y a la posibilidad cierta de que la ciudadanía chilena le dé completamente igual si al fin y al cabo gana el “Sí”.
Como dije antes, el propio Pinochet produjo lo que acabó con uno de sus espectros porque el fascismo neoliberal generó un tipo de subjetividad que demandó la estilización democrática. Con el fracaso del proyecto de Piñera de convertir a Chile en una de sus exitosas empresas, ese modelo democrático-neoliberal se agota irremediablemente y todo comienza a desplazarse en la dirección de una nueva fase de neoliberalización más avanzada y radical. Si Boric no comprende esta catastrófica verdad y no se apropia de un relato seductor que asegure la continuidad y estabilidad de los modos de vida neoliberales, será derrotado por Kast. Si Boric no entiende que Chile es significativamente más anticomunista que antineoliberal, será derrotado por Kast. Su única opción consiste en buscar algo equivalente a la imagen de ese árbol en que se subió durante la campaña, otra imagen “espectacular” que le permita mantenerse en las retinas de los televidentes por algo más de cinco segundos.
En cualquier caso, sea lo que sea que ocurra, Chile seguirá instalado en el experimento que la sombría dictadura inició y que todavía no alcanza sus últimos resultados. Por eso no tenemos otra alternativa que contemplar el avance progresivo de la devastación neoliberal y mirar con estupefacción lo que viene. Por lo pronto ya advertimos que ese proceso nos trae de vuelta las más atroces pesadillas del pasado y que ciertas fronteras que creíamos imposibles pueden ser atravesadas. Pinochet de vuelta a la Moneda, en su versión 2.0, y quizás más adelante un Presidente que ni siquiera viva en el país y que gobierne a través de Zoom. Mirad a Chile con atención porque hay algo del futuro que se está escribiendo allí. El neoliberalismo sigue ganando y lo hace por paliza.
Imagen de portada: Daniel Espinoza, 20 12 2019