Dedico este artículo a mi querido amigo Claudio Holmgren, un luchador incansable. Falleció el 04 de septiembre de 2022, precisamente cuando se cerraban las mesas de votación. Con él, algo de Chile murió.
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí
Augusto Monterroso, 1959
Al día siguiente del 04 de septiembre de 2022, cuando los chilenos y las chilenas despertaron después del triunfo contundente del rechazo, la infame constitución de 1980 todavía estaba allí, y con ella el totalitarismo que la dictadura de Pinochet inoculó en la sociedad. Quizás esto era lo único que estaba en realidad en juego, lo verdaderamente decisivo más allá del ruido mediático con que se intentó ocultarlo. Que un día después de la victoria del rechazo, las líneas fundamentales del modelo, que supuestamente habían sido impugnadas por el estallido social de octubre de 2019, seguirían incólumes. Algunos dirán que exagero, que solamente será cosa de un día, o de algunas pocas semanas, meses o años, porque tarde o temprano existirá una nueva constitución. Tal vez sea así, pero tened la certeza de que Pinochet seguirá allí. Porque ese no es solo el nombre de un dictador o de un desgraciado proceso histórico. Pinochet es la palabra con que defino una estrategia que ha sostenido el ordenamiento neoliberal chileno.
Sabemos, como lo ha demostrado Chamayou en su último libro (La société ingouvernable), que el neoliberalismo no consiste en una operación de negación del Estado. Por el contrario, produce desde dicha instancia mecanismos de despolitización de la sociedad que tienen por propósito asegurar y proteger una esfera de gestión económica autónoma. De esta manera, se preservan las lógicas del mercado en la misma medida que se limita institucionalmente la democracia. Esta fue la visión que tuvo Hayek, la misma que expuso directamente al propio Pinochet en la entrevista que sostuvieron en noviembre de 1977. El desafío consistía en frenar las reivindicaciones sociales y las demandas de igualdad que emergían crecientemente en las sociedades occidentales desde los años sesenta para así garantizar de algún modo la libertad económica y el individualismo privado. Hayek lo tenía claro: solamente cabían dos alternativas. Una dictadura liberal transicional como condición previa para el desarrollo de una «sociedad libre» o un nuevo ordenamiento constitucional que hiciera posible un gobierno limitado, algo así como una paradójica «constitucionalización destituyente». Aunque, en realidad, como lo demuestra el caso chileno, no eran dos opciones antagónicas, sino perfectamente complementarias.
En la constitución de 1980, se materializó este sueño político. La institucionalidad del país quedó organizada de tal modo que dispuso durante décadas de múltiples mecanismos para impedir que las mayorías populares desplegaran cualquier programa de transformación orientado hacia las libertades políticas o los derechos sociales. A partir de ahí, las elecciones, por muy democráticas que fueran, quedaron neutralizadas en su eventual capacidad de cambiar el estado de las cosas y la apatía de las masas creció. La derecha fue el principal guardián, aunque no el único, de este artefacto político perverso de despolitización masiva. Nada podría cambiar sin que ellos lo quisieran o, para decirlo más claro, sin que lo quisiera el periódico El Mercurio o el empresariado nacional.
Solo vacilaron cuando se produjo el estallido de octubre de 2019. Dudaron ante el pánico de una eventual explosión de la sociedad de magnitudes insospechadas, titubearon frente al horror de aquello que les parecía una «invasión alienígena» (como dijo la esposa de Piñera) y que podría impedirles seguir durmiendo tranquilos en sus mansiones de Lo Barnechea. Entonces, cedieron por un segundo ese poder de veto eterno con el cual los invistió Pinochet y fue suficiente nada más que eso para que se abriese un proceso político inédito e histórico de redacción de un nuevo texto constitucional por parte de una convención elegida democráticamente. Pero la derecha y los poderes económicos no saben perder o, mejor dicho, no pueden permitirse la derrota. Supieron ver que la coyuntura exigía dar un paso atrás, no ser tan visibles durante un tiempo, y sobre todo advirtieron que el momento imponía la necesidad de esperar.
En esto consiste la tenebrosa verdad que se ha arrastrado subterráneamente durante los últimos meses en Chile. Pinochet nos esperaba agazapado y escondido mientras el barullo mediático se intensificaba. Confundir, confundir, que siempre algo queda. Así cada cual empezó a imaginarse el rechazo a su propia manera. Algunos comenzaron a fantasear con que el rechazo supondría la convocatoria de una nueva constitución sin la presidencia de Elisa Loncón y su vestimenta mapuche o sin un Rojas Vade. La sorpresa ha sido que el principal cómplice de esta fantasía fuera Gabriel Boric, testimonio inequívoco de una inmadurez y una cobardía política extraordinarias. Cuando el Presidente dijo que esto ocurriría si el referéndum lo ganaba el rechazo sepultó las opciones del apruebo y, sin saberlo, también a su propio gobierno. Otros soñaron con el nombramiento de una comisión de expertos para redactar una nueva constitución, gente «seria» o «acreditada», no esa troupe de comunistas y tías Pikachu; o se imaginaron otro paquete de «reformitas en la medida de lo posible» al estilo Lagos. En fin, cada cual tenía su particular idea de lo que el rechazo traería consigo. Solamente así puede uno empezar a entender lo que contiene ese baúl de sastre del 62 % de los votos a favor del rechazo. Una fauna tropical y heterogénea que incluye desde la extrema derecha hasta personas que votaron a Boric en las últimas elecciones.
Por esta razón, lo único que permanece como certeza al día siguiente del resultado es que el espíritu del modelo constitucional del 80 permanecerá vigente porque el poder comunicacional, político y económico neoliberal ha recuperado su capacidad de veto y control institucional del proceso. De esta forma, tal como lo anuncié en artículos anteriores publicados en Disenso, comienza a consumarse el proceso de restauración de la grieta abierta por el estallido social y se cierra cualquier posibilidad de que Chile pueda convertirse en un «Estado social y democrático de derecho» (Art. 1 de la propuesta de constitución rechazada). No dudo de que pueda llegar a existir una nueva constitución. Tendría cierta lógica que así fuese. Pero ese texto reproducirá el axioma básico de la constitución pinochetista: controlar la salvaje pulsión democrática que amenazaría la libertad económica e individualista. Será así porque los que aparentemente estaban derrotados y fuera de juego, ahora van a regresar como zombis parlanchines para hablar de consenso, unidad, pacto entre todos los partidos, paz social, democracia de los acuerdos, etcétera. De este modo instalaran una vez más el candado que cierra cualquier posibilidad de que el modelo de sociedad imaginado por el pinochetismo sea alterado.
Sin embargo, esta no es la única consecuencia del triunfo del rechazo. Hay tres efectos más que me gustaría apuntar. En primer lugar, que el gobierno de Boric se ha acabado, que llegó a su final, tal y como le ocurrió a Piñera después del estallido social. Ahora se arrastrará durante los años que le quedan, totalmente desprovisto de un proyecto sustantivo, porque eso era precisamente la nueva constitución y todo lo que venga de aquí en adelante será ir a la baja. Si las posibilidades de transformación ya estaban mermadas por una serie de circunstancias que analicé en artículos anteriores, y que me llevaron a defender la necesaria lentitud en el logro de determinadas conquistas sociales («En defensa de un lento Boric», Disenso, 11 de marzo de 2022), Boric está condenado con la derrota del apruebo a pactar con una derecha que en esta ocasión no expondrá el modelo a ningún cambio sustantivo. Esto supondrá una creciente frustración de las expectativas de mejora en la calidad de vida por parte de las personas, especialmente las que han luchado en las calles, y con ello asistiremos a una deslegitimación progresiva del actual gobierno. No se configurará desde el Frente Amplio un nuevo bloque de poder con perspectivas reales de estabilidad para la década venidera, algo que dependía por completo del triunfo del apruebo. No emergerá una nueva elite política que sustituya con energía a la anterior, sino que todos los lideres políticos, antiguos y nuevos, seguirán hundiéndose en el descrédito. Un contexto extraordinariamente propicio para el éxito como opción de gobierno de la extrema derecha si se radicaliza, además, el nihilismo de la escasa participación en las elecciones, la desmovilización de la izquierda, etcétera.
También, como es obvio, se radicalizará el problema mapuche. Entre los derrotados del domingo 04 de septiembre se encuentra la vía institucional de resolución del conflicto. El fantasma del indigenismo ha sido una de las principales armas retóricas de los defensores del rechazo, el supuesto advenimiento de un nuevo orden totalitario de la mano de los pueblos originarios. Un discurso que ha sabido entrar en perfecta sintonía con el racismo estructural de una sociedad que no quiere reflejarse en las realidades de los países latinoamericanos porque sus ensoñaciones son imperialistas y apuntan al norte y a los McDonald’s. Así se evidencia lo intensamente arraigado que está el colonialismo interno y su pedagogía en la conciencia de los chilenos. Por otra parte, no tendrán mucha mejor suerte otras demandas progresistas y republicanas incluidas en la constitución rechazada. La cuestión de la plurinacionalidad, o demandas como el feminismo y la ecología seguirán fuera del espacio jurídico-institucional, depositadas en los movimientos sociales y su impugnación infinita, dando sentido a los estallidos del futuro. Estos también serán vibrantes y esperanzadores en su irrupción como ocurrió en octubre de 2019, pero vendrán y se irán consiguiendo solo pequeñas migajas de avances en derechos ciudadanos durante la próxima década. Aquellos que querían estabilidad y asociaron la propuesta de nueva constitución al caos, irónicamente tendrán más caos. Porque los estallidos volverán una y otra vez sacudiendo en mayor o menor medida a los gobernantes de turno. Un Estado que, ante la convulsión, no tendrá otro camino que volverse todavía más pastoral y autoritario para así enfrentar con porras y balines las expectativas malogradas y la decepción de la gente. En medio de ese tumulto, como diría Laclau, el significante del orden adquirirá todavía mayor relevancia y capacidad de articulación. Otro factor que puede allanar la llegada a La Moneda de la extrema derecha. Si Pinochet no ha muerto, o no puede morir, pensarán algunos, pues que viva sin máscaras.
Pero qué explica la derrota del apruebo. Realicé una aproximación a este escenario en un artículo previo titulado: «Hundirnos cuando podemos volar. La nueva constitución y el engaño de la opción rechazo» (Disenso, 19 de julio de 2022). Allí denunciaba que detrás de la opción del rechazo estaba operando un gran engaño que consistía en preservar a toda costa, más allá de cualquier resultado electoral, el telón de fondo del ordenamiento constitucional pinochetista. Señalaba que esa lógica estaba contenida de algún modo en el «Acuerdo por la paz social y la nueva constitución» del 15 de noviembre de 2019 y que funcionaba garantizando la disponibilidad de un mecanismo que hiciera factible, llegado el instante adecuado, una reversión de los acontecimientos políticos en curso y una restauración del orden impugnado durante el estallido social. Se diseñó un proceso constituyente donde nunca se desahució definitivamente la constitución de 1980. Por eso el esquema y la estrategia comunicacional fueron siempre binarios (apruebo-rechazo) y en ningún caso se incorporó la alternativa de múltiples consultas en la misma papeleta electoral sobre diferentes redacciones de secciones fundamentales. Se mantuvo siempre el juego de que era el todo o nada, o mejor dicho: la propuesta de nueva constitución o mantener la vigente. Jamás se apostó por excluir la posibilidad de un rechazo a la totalidad del documento y descartar de este modo la vergonzosa continuidad de la constitución de 1980 cuya abolición ya había sido refrendada democráticamente.
Hay, por lo tanto, un problema sustantivo en la génesis de todo este proceso que, aunque nació para dar respuesta institucional al estallido, estuvo viciado desde el primer instante. Esto nos demuestra que la clase política chilena es incapaz de concretizar acuerdos que tengan un contenido realmente democrático. Sin embargo, este acuerdo por la paz fue solamente un recurso inicial para ganar tiempo. Después vino una gigantesca operación comunicacional de engaños, mentiras y desinformación que desvió completamente el foco del contenido del texto constitucional propuesto y que le permitió a cada cual rechazar lo que quisiera a su entero gusto. Rechazar a la convención por ser una turba fanatizada, rechazar al partido comunista por buscar un régimen totalitario para Chile, rechazar a Boric porque se prefiere a Kast, rechazar a Bachelet porque decepcionó con su segundo mandato, rechazar el final de la propiedad privada que parecía aproximarse, rechazar el feminismo radicalizado, rechazar la destrucción de la unidad nacional a manos de las hordas indígenas, etcétera. Mil y una razones para rechazar y casi nadie que se leyera el texto. Que una mayoría lo hiciera era una cuestión de fondo que se podía descartar de plano y que la derecha supo ver muy bien. Entonces, estaban dadas todas las condiciones para desplegar el gran espectáculo de debatir sobre lo que no está escrito en la nueva constitución o sobre lo que algunos dicen que en algún lugar dice. Las leyes que rigen el universo de las pantallas produjeron esa realidad simplificada que hoy en día es la superficie sin contenido que lo envuelve todo y donde cualquier educación constitucional resulta absurda. En Chile la apariencia y la formalidad gustan, hay un orgulloso civismo escenográfico que se expresa en la pulcritud de los gestos y los procedimientos. Se habla de actos electorales ejemplares, envidiables en la región, de eficaces y rápidos recuentos de votos. El fin justifica las maneras. Pero que a nadie se le ocurra inaugurar un civismo significativo, complejo, donde alguna idea se ponga en circulación. Mejor imaginarnos la nueva constitución que exponernos a un espacio público en donde no se pueda deslizar el dedo para pasar a la pantalla siguiente.
No obstante, las principales causas de la derrota del apruebo se encuentran en otro lugar, cercano y próximo, donde debemos ejercitar la más severa y dolorosa autocrítica. Han sido los errores de la izquierda chilena, de sus intelectuales y sus militantes, los que han pavimentado el principal camino para el triunfo del rechazo. Todo surge de una interpretación del estallido como proceso destituyente del orden neoliberal, de una combinación bizarra entre ideas filosóficas europeas regurgitadas por la inteligencia local y una militancia macerada por la épica. La hipótesis fundamental ya la he discutido en otros artículos publicados en Disenso («El neoliberalismo no nace ni muere en Chile» y otros). Según el entusiasmo de octubre, el neoliberalismo comenzaba a morir en Chile antes que en cualquier otro lugar del mundo. Esto condujo a la convención, por ejemplo, a excesos retóricos innecesarios durante su trabajo, convencidos de que estaban inmersos dentro de un proceso revolucionario sin vuelta atrás. El supuesto de que había un «pueblo», un sujeto político de izquierda manifestándose en el estallido, llevó a una estrategia política y comunicacional catastrófica. Primero, aceptando las condiciones binarias del plebiscito de salida (el oscuro pacto de noviembre) y más tarde desarrollando una campaña para un «pueblo» que en realidad no existía. Se regalaron ejemplares de la constitución y publicitaron carteles que contenían artículos del nuevo texto, porque se decía que los signos de un sujeto político revolucionario estaban por todas partes o debían estarlo. Pero la batalla hace mucho tiempo que el neoliberalismo no la libra en el terreno de las ideas. Por lo tanto, el supuesto de una conciencia crítica arraigada e instalada de forma hegemónica en la sociedad, o la creencia en la potencia persuasiva de las construcciones ideológicas, son solamente derivaciones de un diagnóstico incorrecto acerca de lo que es el neoliberalismo. La gente ya no está situada en el eje del pensamiento, sino en las emociones y los afectos. No toleran mensajes complejos ni relatos extensos. Aman la inmediatez de la imagen y el espectáculo que disuelve cualquier esfuerzo intelectual sofisticado. Quieren obsesivamente reconocimiento de su individualidad por encima de cualquier cosa.
La estrategia comunicacional del apruebo, apoyada en las ilusiones del octubrismo, avanzó como un corderito saltando entre medio de la manada de lobos. Uno se pregunta si nunca oyeron hablar de redes, fake news, haters o bots. Fueron a buscar un «pueblo» revolucionario que ansiaba con espíritu ilustrado leer la nueva carta magna y se encontraron con otro rostro muy distinto. Hallaron esa subjetividad que el neoliberalismo viene perfilando hace muchos años y que cada día resulta más ajena a lo público o lo común. Como dijo Paulsen, viejo periodista que algo intuye de todo esto, habría que haber desplegado una pedagogía elemental alrededor de la opción apruebo. Algo así como un listado de preguntas frecuentes. ¿Me pueden expropiar mi casa si se aprueba la nueva constitución? ¿Desaparecerá la propiedad privada en Chile o la igualdad ante la justicia? ¿El pueblo mapuche podrá declarar su independencia de Chile? ¿Perderé los fondos de mi AFP? No era una mala propuesta, porque el debate no se podía elevar mucho más allá de estas cuestiones básicas, de estas inquietudes propias de subjetividades sobrecalentadas por el mercado. Mensajes simples, verdades a medias y una buena dosis de ira. Esta fue la receta con que los poderes económicos y políticos del país, defensores extremos del modelo neoliberal, triunfaron en el plebiscito culminando de esta manera la operación de restauración del viejo orden. Mientras tanto, las mentes y los corazones de la izquierda continuaban cautivados por los días de octubre, ensimismados en jornadas que fueron demasiado bellas e ilusionantes para darlas por muertas. De hecho, fue suficiente con ver salir 500 mil personas a las calles en el acto de clausura del apruebo, para que muchos se convencieran del triunfo inminente. Parece que no saben que la mayoría está en sus casas, ensimismados en su narcisismo particular, desprovistos de toda vocación para establecer un vínculo con algo que no sean ellos mismos.
Ahora bien, esos chilenos y chilenas que mayoritariamente votaron rechazo no son alienígenas que vinieron desde un planeta lejano. Han sido cuidadosamente cultivados por las micropolíticas neoliberales. Esto es algo que Chamayou explica muy bien en su libro. El problema de la gobernabilidad de las democracias liberales encontró tres estrategias de solución en el seno del pensamiento neoliberal: la dictadura transicional, el gobierno constitucionalmente limitado y la regla del mercado como técnica externa de ordenamiento de la política gubernamental. Pero estos mecanismos resuelven el problema de la gobernabilidad democrática desde arriba, subordinando el Estado al primado de la libertad económica. Dejan pendiente la difícil cuestión de las expectativas, los deseos y esperanzas de los sujetos, es decir, el problema de las demandas democráticas de los ciudadanos, de la potencia transformadora que viene desde abajo. Al no resolver el dilema, los neoliberales se vieron seducidos nuevamente por la única herramienta que parecía asegurarles un gobierno no intervencionista de las condiciones del mercado y capaz de neutralizar las siempre inabarcables aspiraciones populares. Eso era la dictadura.
No obstante, en este punto se va a deslizar y añadir una táctica más elaborada que permitió llevar el consenso autoritario hacia un grado superior. Se trataba de una intervención no coactiva sobre el ser humano que ya no buscaba modificar el alma de los sujetos para así legitimar la necesidad de las reformas neoliberales. La apuesta no era la conquista ideológica de los espíritus con el objetivo de asegurar las conductas, sino una inversión completa de dicha lógica. Primero había que actuar distribuyendo dentro de la sociedad los dispositivos o las tecnologías que acondicionarían los contextos en los cuales los sujetos insertan sus vidas. De este modo, las percepciones individuales cambiarían por las condiciones derivadas de las circunstancias existenciales. Es decir, estaríamos ante una pedagogía ambiental que le enseña cotidianamente al sujeto a desear el interés privado. La compleja estrategia de la despolitización de las masas se convierte, entonces, en una política capilar de los cuerpos.
En tal sentido, no puede haber nada más desafortunado que oponer la idea de un poder destituyente a esta configuración de los dispositivos neoliberales. Así se permanece ciego ante las dinámicas neoliberales de descomposición de lo público o se insufla todavía más temperatura sobre el incendio que arrasa los últimos restos de las instituciones republicanas. Di Cesare, en un libro también de reciente publicación (Il tempo della rivolta), ha celebrado la revuelta anárquica contra el «estatocentrismo» como ese espacio de epifanía en donde se invocaría el pasado mañana, la inactualidad de un mundo por venir, un mundo otro en que las relaciones capitalistas ya no existirán. Podemos gozar, por tanto, en el medio de la revuelta convencidos de que lo que otros llaman derrota no debe preocuparnos. Izquierda vencida pero feliz en su utopía. Izquierda acomodada en el placer teórico de una victoria arrojada al mañana indefinido. «La revuelta roza la fiesta (…), es un estado de excepción (…) la alegría de la explosión subversiva», dice la autora italiana, en una versión más jovial del pesimismo con que Agamben denuncia toda institución y cualquier legado emancipador de la modernidad. Pues, entonces, que siga la fiesta. No sé vosotros, pero yo escucho desde lejos la carcajada neoliberal.
Imagen de portada: Pablo Zamorano @Locopek
Una columna que me hubiese gustado escribir yo mismo. Comparto las líneas del análisis y también escucho las carcajadas, tan ruines como siempre. Salut!