El siguiente artículo fue presentado en el Coloquio Internacional “Michel Foucault y los desafíos de la política latinoamericana actual”, desarrollado entre los días 7 y 11 de noviembre de 2022 en el Instituto de Investigaciones Gino Germani de la Universidad de Buenos Aires. Los problemas aquí desarrollados forman parte de un conjunto de materiales elaborados por el autor en el contexto de su investigación doctoral.
En algún rincón apartado del universo titilante que se derrama en innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto más arrogante y más solapado de la «historia universal», pero fue sólo un minuto
Friedrich Nietzsche, 1873
En la siguiente exposición, me propongo desarrollar algunas reflexiones sobre el problema de lo político en el pensamiento de Michel Foucault, teniendo en cuenta que una pregunta tal, resulta indisociable de un diagnóstico y una crítica del presente. Aún cuando en la última década este problema ha cobrado vigencia como clave de lectura de su trabajo filosófico, los esfuerzos de abordaje se despliegan, la mayor parte del tiempo, a través de aplicaciones conceptuales dirigidas a la representación teórica de determinados fenómenos sociales y culturales, o bien, disociando la reflexión anamnésica de la inquietud por lo político. Sea cual sea la alternativa en que se inscriban estas tentativas, lo político nunca consigue ser formulado como un problema, ni mucho menos advertir su naturaleza epistémica, vale decir, histórica y discursiva, permaneciendo más bien como un axioma que clausura toda posibilidad de darle un tratamiento que no sea aquel de una metafísica. Hannah Arendt (1950) fue más lejos en este análisis, al advertir que, al no conseguir poner en cuestión las categorías fundamentales en que se asienta la concepción de lo político, la filosofía política habría permanecido “más atada a la tradición que ninguna otra rama de la metafísica occidental” (p. 92). Siendo así, este protocolo de lectura no resulta exclusivo de las reflexiones y aplicaciones conceptuales inspiradas en Michel Foucault. Incluso, el propio uso axiomático del concepto resulta indicativo del vaciamiento de sentido del que ha sido objeto, así como también, del estado de situación de su práctica efectiva.
De cualquier forma, antes de exponer los materiales que conducen a formular de este modo el objeto de la presente exposición, resulta necesario una estabilización arqueológica de su contraplano, por cuanto sólo así será posible advertir la relevancia filosófica –pero también la actualidad– de interrogar el problema y el estatuto de lo político en el pensamiento de Michel Foucault.
Un primer movimiento en esta dirección, nos permite advertir que la formulación de lo político resulta indisociable del nacimiento de la filosofía, vale decir que, entre ambos discursos, lo que se verifica es una relación de copertenencia, en la que lo político no resulta exterior o anterior a lo filosófico, al mismo tiempo que lo filosófico no resulta independiente de lo político. En tal sentido es que en la antigüedad griega lo político será descrito como una forma de vida específica y como aquello que, al mismo tiempo, califica la vida del viviente humano. Es lo que se vuelve legible en el razonamiento de Aristóteles (1957), para quien, la ciudad existe por naturaleza, al igual que todo hombre es por naturaleza un animal político. A esta indicación, añade que el logos sirve al hombre para percibir el bien y el mal, lo justo y lo injusto, pero también, para expresar estos valores en la polis, vale decir, su posesión común, prescribiendo así la estancia política del hombre como un aspecto indisociable de su definición como animal racional.
En esta perspectiva, la definición de lo político resultará correlativa de la definición de la humanidad del hombre, vale decir, de una definición antropológica de lo político, dispuesta en oposición a la asociación natural representada por el hogar y la familia (oîkos) y a distancia de lo animal (zôion), con quien comparte el mero hecho de vivir (zoê). En consecuencia, lo que así se remarca es una cierta afinidad ontológica entre logos y existencia, vida y política, que nos informa acerca de las relaciones arcaicas que el concepto de lo político consigue componer.
De todos modos, esta consideración arqueológica, nos permite colegir, no tan sólo una antropología a partir de la definición de lo político, sino también, el carácter técnico y belicoso concerniente a su facticidad. Respecto al primer aspecto, que la vida del viviente humano resulte coextensiva a la política, no debiera interpretarse como una relación directa, que ocurre sin mediaciones. Precisamente –según hizo notar Jean-Luc Nancy (2002)–, porque aquello que posibilita este vínculo, es “un conjunto de condiciones llamadas “«técnicas»” (p. 117). Es lo que Foucault (2006a) también detecta durante la última clase del curso Il faut défendre la société, al indicar que “la vida y la muerte no son fenómenos naturales inmediatos… que están fuera del campo del poder político” (p. 218), para luego referirse explícitamente a las posibilidades técnicas de “fabricar lo vivo” (p. 229), a propósito del desarrollo de armas biológicas en las guerras del siglo XX.
Teniendo esto en cuenta, un primer aspecto que no habría que pasar por alto, reside en que la vida tenida por objeto de la política, no constituye una “vida natural”, sino el resultado de una producción técnica a partir de la cual se desarrolla su “naturaleza”, así como también las posibilidades de su despliegue. Por esta razón, la política nunca afectaría la “naturaleza” de la vida del viviente humano a secas, sino a propósito de un vínculo técnico de producción-composición. La consecuencia es que, si la vida se vuelve algo distinto de sí misma cuando sobre ella ingresa la política, no existiría una vida que no sea, a la vez, también técnica. Con ello, la distinción clásica entre bíos y zoê, vuelve a tensionarse, y la tekné se erige como un tercer término correlativo respecto de esta disyunción. A la luz de este contrapunto, la distinción semántica introducida por Aristóteles, y sobre la cual se erige la politización de la vida, se torna profundamente problemática, por cuanto es esta relación la que involucraría una operación de tekné. Vale decir, que entre una y otra no habría ruptura ni disyunción, sino una profunda intimidad, ligada a la voluntad de creación de la política. Al mismo tiempo, la tekné reenvía a un mundo construido para la vida del hombre, de tal manera que, la única “naturalidad” de la vida, sería su artificialidad.
En la modernidad, sin embargo, el vínculo originario entre técnica y política, inscribe la existencia en un régimen de sentido completamente diferente al mundo clásico. En este punto es donde Heidegger (1953) advierte su peligro, por cuanto lo que expresa la modulación moderna de la relación “tecno-política”, es un desplazamiento desde el desocultar productivo, al provocar, que pone a la existencia en la exigencia de descubrir, transformar, acumular y repartir, cuestión que no es otra que la de una relación de dominio sobre lo ente en tanto voluntad de poder.
Al analizar desde este ángulo la profundidad del planteamiento griego, resulta llamativo advertir que aquellos procedimientos gestionales que Foucault identifica como signos de la biopolítica moderna, constituyen ingredientes fundamentales de la política en sentido clásico, específicamente, en cuanto al nudo que enlaza –según la indicación de François Châtelet (1978)– un modo técnico de hacer y un modo expansivo-defensivo como tecnología bélica (stásis). Pese a esto, la singularidad de su forma moderna, residiría en que, aquello que arcaicamente se presentó como una dimensión práctica, constituiría hoy el declinar de su actividad en el ergón oikonómico de la gubernamentalidad, disuelta en un paradigma de gestión y administración de los entes.
La textura de esta relación, exige, por tanto, considerar las definiciones antropológicas de la vida y la técnica como elementos constitutivos de la política, pero al mismo tiempo, intentar proponer algunas claves de lectura que permitan desarrollar aquello que François Châtelet, definió como el segundo elemento dentro del nudo que enlaza técnica y política en sentido clásico. Esto es, la tecnología bélica. Esta dimensión resulta relevante en el contexto de esta problematización, por cuanto la guerra parece constituir algo más que un modo técnico de hacer o llevar a cabo la política en sentido expansivo-defensivo, mostrando, en cambio, el origen belicoso de la polis como aquel espacio disociativo en el que la política occidental habría tenido lugar. A este respecto, las investigaciones de Nicole Loraux (1977a; 1977b) nos ofrecen una importante fuente de abastecimiento de esta lectura.
Que la stásis constituya un revelador de la naturaleza de la polis, informa acerca del elemento agonal como un arcano de la actividad política desde su propia formulación en el mundo clásico. La polis no sería sino el resultado de la pacificación y de los equilibrios inestables del conflicto y la modulación de los enfrentamientos entre aquellos que han de vivir juntos. Es lo que Foucault (1976) precisó al indicar que la política tiene por fondo el enfrentamiento belicoso de las fuerzas, incluso antes que este enfrentamiento se formule como guerra o como política. Siendo así, lo político no tendría por tarea neutralizar los efectos de la guerra, sino reinscribir permanentemente las relaciones de fuerzas en las instituciones, en el lenguaje y en los cuerpos. La relación y enfrentamiento de fuerzas permite vislumbrar la huella mnémica del tercer arcano al interior de la arqueología de la política en Occidente, constituyendo –junto a la definición antropológica de la técnica y la vida– el factum inmanente que mide y da forma a cualquier hacer que se plantee político.
Pese a todo, es esta concepción de la política la que hoy se encuentra en crisis, al intensificar su sentido antropológico que la ha dispuesto, no tan solo como potencia disolutiva de la comunidad de los “hombres”, sino respecto al conjunto de la existencia sobre la cual estos han volcado su voluntad de poder, provocando que incluso distinciones clásicas como aquella entre physis y tekné se vuelvan profundamente problemáticas: aquella distinción ontológica entre las cosas que naturalmente son y aquellas que han devenido obra. Es lo que Michel Foucault intuyó en los Cursos dictados en el Collège de France entre los años 1977 y 1979 (2007; 2006), al abastecer un campo de problematizaciones que nos permitiría colegir que la novedad de la biopolítica a partir del siglo XIX, es precisamente que para operar el gobierno de los procesos vitales del “hombre”, debió intensificar el gobierno de la existencia en general, aquel del “mundo” del “hombre”: alterar el curso de los ríos, ampliar la explotación de los bosques, racionalizar el dominio sobre las demás especies animales, ejercer, en suma, una completa soberanía sobre el planeta. La consumación del gobierno de la vida, desborda así cualquier soberanía humana, para involucrar una dimensión ontológica que lo dispone en el centro de la producción política de la existencia. De todos modos, este aspecto exige de operaciones reflexivas que permitan distinguir con nitidez la extensión y radicalidad de esta subsunción técnica de la política, hacia ámbitos que exceden la vida del viviente humano, hasta alcanzar aquellos tradicionalmente concebidos como propios de la “naturaleza”. Por esta razón, lo que para Aristóteles y el mundo griego constituye una diferencia de principio entre physis y tekné, en el mundo moderno se vuelve una zona extremadamente difusa, precisamente, por su capacidad técnica de producir y reproducir la existencia. La distinción tradicional entre zôê y bíos, con la cual contemporáneamente se ha intentado problematizar la relación entre vida humana y política, ciertamente resulta insuficiente frente a la diferencia aún más radical para nosotros entre physis y tekné, existencia natural y artificial que esta relación programa: ya no simple existencia de la vida-humana-en-forma, sino la diferencia entre naturaleza y producción.
Intentando caracterizar estos problemas, es que pensadores como Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy (1981) han indicado que nos encontraríamos en plena retirada de lo político, tras el fondo de una catastrófica situación ecológica provocada por la expansión mundial de fuerzas tecno-económicas que reinscriben la política como un anexo de los procesos de acumulación capitalista.
Al mismo tiempo que la política ha permanecido clausurada al mundo de los “hombres” –incapaz por ello de hacer otra cosa que intensificar su voluntad de poder sobre toda la existencia–, parece no poder enfrentar ni resolver los problemas que conciernen a su propia coexistencia. Los problemas que hoy plantea la adversidad ontológica en que habitamos, vuelven completamente insuficientes las categorías con las cuales la tradición representó lo político, constituyendo, a la vez, un ingrediente fundamental de la crisis contemporánea. Por esta razón, no resulta tan claro que podamos seguir aferrando el topos de la política a la evidencia axiomática de la polis, ni a sus demás universales antropológicos: la razón y el individuo, la ciudad y la vida del “hombre”, la soberanía y el progreso, el Estado y el derecho. El desastre del presente, que acompaña la crisis de las categorías tradicionales de la política, ha desbordado ese lugar. Es la propia fractura, la desgarradura de la ciudad, la que conduce a pensar lo político como un problema.
El carácter antropológico de la política –o la política como antropología–, vale decir, una política de los seres humanos, con arreglo a los seres humanos y como ejercicio de una voluntad de poder sobre toda la existencia, es precisamente aquello que ha comprometido, no tan solo las posibilidades de apertura de la política, sino la consistencia ontológica del planeta. Por ello es necesario intentar salir del universo categorial y del régimen de verdad en que la política ha sido inscrita por la tradición metafísica. En palabras de Jean-Luc Nancy (2020) –ciertamente, sus últimas palabras respecto de este problema–, “es necesario partir de otro lugar, un lugar más profundo o anterior a toda «política»” (p. 74).
Es precisamente este gesto de pensamiento el que da sentido a la interrogación por lo político en la filosofía de Michel Foucault: otro comienzo para lo político, cuestión que equivale, al mismo tiempo, a otro comienzo para la filosofía. Por ello, nos parece pertinente ensayar otro ingreso. No ya desde la analítica de la biopolítica –pese a que es en ella donde el filósofo francés identifica la crisis de las instituciones y la política modernas–, sino a partir de la crítica al humanismo antropológico1Con los materiales que tenemos a la vista, esta crítica resulta rastreable en Foucault desde 1954 con La question anthropologique. Cours 1954-1955, desarrollado en la Universidad de Lille, recorriendo luego su trilogía arqueológica – Histoire de la folie; Naissance de la clinique; Les mots et les choses– y una serie de materiales dislocados de las grandes investigaciones, como su Introduction à l’Anthropologie de Kant, entre otros.. La hipótesis de trabajo que orienta esta decisión, consiste en sostener que la inquietud por la vida ética con la cual Foucault finaliza de forma interrupta sus investigaciones, encuentra aquí, no tan solo un antecedente, sino una función diacrítica que permitiría reconocer una hebra que enlaza la topología discontinua de su pensamiento y leer el espesor filosófico a partir del cual se fue elaborando el pliegue entre ética y poder como la geometría de una comprensión no metafísica de lo político, disponiendo con ello la constitución de otra filosofía, pero también de otra manera de relacionarnos con el conocimiento y el mundo.
La operación filosófica fundamental en este punto, consiste en haber elaborado una crítica radical a la política moderna y haber abastecido una comprensión de la política cuyo origen es una inquietud ética por las posibilidades de darle una forma al bíos. En consecuencia, lo que será posible hallar allí serán los contornos –mas no un contenido– de un ethos de comparecencia a la condición desfundamentada de la existencia, como apertura a la problematización del poder y la política, y disposición del espacio en que toda ética podrá efectivamente formularse.
Siguiendo la estela de esta problematicidad, la crítica al humanismo antropológico en Foucault podría organizarse en torno a dos niveles: a) un estrato de tipo filosófico, a partir del cual se despliega una crítica a la metafísica occidental centrada en la figura del sujeto y la filosofía del cogito, de tal manera que una transposición no antropológica para el conocimiento, habilita la posibilidad de pensar una transposición no antropológica del poder, la política y el sujeto; b) y otro, de tipo estratégico, como crítica al encubrimiento de tecnologías de dominación tras la apelación a valores humanistas. Pese a que Foucault nunca dispuso una sistematización formal de los estratos que conforman su crítica al humanismo antropológico, esta podría leerse como una serie de contraofensivas frente a una ontología antropocéntrica que ha diagramado la reflexión sobre el hombre y su mundo, a partir de un discurso y unos saberes respecto de él, un conjunto de tecnologías de poder y una constelación de valoraciones morales dirigidas a su conducción.
Teniendo esto en cuenta, quisiera proponer las siguientes tesis:
1. El problema de lo político en Foucault no emerge en la forma de la inquietud griega por la posibilidad de vivir juntos, sino a partir de la pregunta por cómo no ser gobernados. Según esta lectura, estaríamos frente a una interpolación filosófica que conduce a pensar la política a partir de la vida. No una vida a propósito de la política o una política del viviente, sino una politicidad coextensiva a su modulación ethika, en la medida que se dispone en relación agonal con las artes de conducción y gobierno. En su pensamiento no es posible hallar propiamente un concepto ni una teoría política, sino una investigación histórico-filosófica que habilita su comprensión crítica.
2. En un marco tal de sentido, la comprensión de la política en Foucault, recupera su arcano adversarial –ocluido unas veces, negado con cinismo otras tantas al interior de la tradición de pensamiento político–, permitiendo pensar una política en la forma de las fuerzas. No obstante, las remisiones a la guerra civil y a la sublevación, no debieran leerse únicamente en sus expresiones militares. El agonismo, más bien, es el modo histórico de existencia de las fuerzas en relación, por lo que los enfrentamientos son siempre singulares, tanto en sus modalidades técnicas como en sus intensidades. A la base de esta comprensión de la política se encuentra una profunda crítica al presupuesto en el que descansa el mitologema de la política moderna: la soberanía. Se abre así la perspectiva de una comprensión de la política que va más allá de sus codificaciones estatales, para dar lugar a una política como derecho de los gobernados a impugnar y transformar las formas de conducción y gobierno de las que son objeto. La inversión anti-platónica del vínculo entre poder y verdad que ocupó gran parte de sus trabajos, es precisamente una forma de reconducir el papel de la verdad hacia un plano de prácticas de lucha y enfrentamiento. Como ha hecho notar Philippe Sabot (2021), así como hay en Foucault una recuperación ética del problema político del gobierno, hay también –en nuestra lectura– una recuperación política de la problemática ética de la parrhesía: vivir en la verdad para cambiar un mundo. O, como ha sugerido Maurizio Lazzarato (2014), leer de este modo el pensamiento de Michel Foucault es dar lugar a una máquina de guerra, en cuyo campo de sentido el estar-juntos resulta ser sinónimo de estar-en-contra. Se trata, sin embargo, de unos enfrentamientos completamente inciertos, sin a priori ni presupuesto destinal alguno. Las lecciones que podríamos que extraer de los sucesos de Irán en los que Foucault se vio envuelto –y también de las revueltas contemporáneas, incluido su acontecimiento reciente en Chile– es que la sublevación no constituye subjetividades, sino que es ella misma una subjetivación: una experiencia de distensión de los dispositivos de poder y sus composiciones individualizantes, a partir de la cual se vuelve posible aperturar una interrogación crítica sobre nuestro lugar en el mundo, el modo en que nos relacionamos con nosotros mismos y con los otros. En virtud de esta clave de lectura se hace posible comprender que una rebelión, un motín, una revolución o una sublevación cotidiana, nunca se funda verdaderamente en razones trascendentes, sino en el simple y “banal” derecho a la dignidad, vale decir, en la inservidumbre voluntaria y la indocilidad reflexiva de los gobernados. Es a partir de esta clave que podríamos acceder a la riqueza de sentido de una vida que se vive peligrosamente.
3. Aquello que subyace a los enfrentamientos, no es “otra” política, sino una ética. La comprensión de lo político en Foucault, ensaya otro comienzo. Un cierto re-trazamiento que dispone la perspectiva de un pliegue entre ética y poder: la idea de que una ética pueda constituir una forma de existir, sin estar ligada a un sistema jurídico o a un sistema de conducción, tal como lo observó en los cínicos. Se aleja, sin embargo, de toda consideración a una esencia o naturaleza del hombre y más bien comprende, junto a los griegos, que abordar el problema de la ciudad es abordar el problema de sí y viceversa. Nos encontramos frente a una comprensión no tan solo anti-platónica de la política sino anti-maquiavélica: no se trata de disponer el pensamiento para el buen gobierno del tirano, sino de hacer espacio a la vida y su exuberante apertura, en medio de un plano de fuerzas agónicas.
4. La genealogía del sujeto moderno es ciertamente una clave de lectura fundamental, en la medida que permite abastecer una concepción impersonal de la política, abierta a los equilibrios inestables entre fuerzas, al tiempo que concebir la constitución de subjetividades a partir de una potencia tropológica e imaginal capaz de ir más allá de las políticas de identidad o de aquellas fundadas en el nombre propio. Una cierta ethopolítica como posibilidad inventiva de una vida y un mundo, constituye la condición indispensable de una política con arreglo, no solo a la vida, sino a la condición abierta de la existencia. Aquello que Felix Guattari (1991) – habiendo constatado la generalización de la axiomática capitalista sobre el planeta– formuló como una ecosofía, esto es, la necesidad de constituir un territorio existencial que conjugue la complejidad y heterogeneidad de todo cuanto existe. Solo una política inclinada hacia un ethos –que no es asunción de una conciencia, si no relación agonista de fuerzas– podría dar lugar a una política dirigida hacia una nueva relación ecológica de cuidado en sus estratos sociales, ambientales e individuales2Guattari se refiere a una ecología mental, entendiendo la mente en el sentido de Gregory Bateson. De todos modos, hemos decidido referirnos aquí a un estrato individual en la medida que resulta más consistente con los desarrollos de esta problematización..
5. La analítica de la finitud, no tan sólo ha situado las bases de una episteme, sino los modos específicos de ser y las efectuaciones empíricas del hombre, cuestión que nos permite advertir que nos encontramos frente a una trama semántica compuesta de estratos ontológicos, epistémicos, éticos y políticos, a partir de los cuales fue posible estabilizar el funcionamiento de la máquina antropológica moderna. Mostrar su problematicidad, es precisamente la condición que habilita la posibilidad de pensar y practicar otros modos de ser, otras formas de afección, otras formas de habitar un mundo. Es lo que es posible hallar en los trabajos de inquietud literaria en Foucault –el contraplano filosófico de su arqueología trágica–, en la perspectiva de una eticidad tropológica que permite pensar la proliferación de variaciones continuas, posibilidades de invención, a fin de cuentas, un espacio de experiencias como potencia metafórica ilimitada y una práctica extática, un dejar-de-ser para existir de otro modo, en medio de un campo de posibilidades indefinidas de invención: el ritmo jovial de la locura, el extravío por los riesgos del afuera, la experimentación y la prueba continua comprendida en la transgresión, la incertidumbre y determinabilidad del borramiento del sujeto en una existencia anónima, podrían tenerse así, como aproximaciones sucesivas a la Gran salud que, tal como Nietzsche (1882) nos recuerda, no se tiene de golpe ni de una vez y para siempre, sino que “se la tiene que exponer” (p. 252), una y otra vez, algo que Foucault (1984c) entenderá hacia el final de su vida filosófica. Lo interesante de esta lectura es que, al conectar con el problema político, reintroduce una dimensión oscurecida en la tradición metafísica de la política equivalente al paradigma de la soberanía (vale decir, de toda política): la modulación ética de nosotros mismos y el enfrentamiento del sujeto a la incertidumbre de la experimentación y lo inédito, y con ello, la posibilidad de una nueva imaginación política. Este es el umbral de pensamiento que Foucault consigue aperturar, habilitando en nosotros la exploración de una política no antropológica, que concibe la subjetivación como un plano de intensidades sociales, ambientales e individuales. Comparecemos así a una comprensión de la política que excede la polis y las artes de conducción y abastece la anamnesis de un mundo extenuado de humanidad.
6. En virtud de estas tesis, cabe, pese a todo, situar algunos contrapuntos. Si bien Foucault piensa en las posibilidades creativas del bíos bajo la figura de una estética de la existencia, no consigue proyectar una formulación decidida hacia un pensamiento de la existencia en general. En su filosofía, el ethos es crítico respecto al poder y sus determinaciones vitales, pero no consigue extenderse hacia las efectuaciones antropológicas del poder sobre todo cuanto existe, aún cuando esta línea de reflexión se asoma en las problematizaciones sobre la biopolítica y en su lectura de los estoicos y de la Physiologia epicúrea (2006b). Es lo que –a su modo– Pierre Hadot (1987) también hizo notar al manifestar su desacuerdo con la lectura de Foucault respecto al cuidado de sí, sosteniendo, en cambio, que la estética de la existencia en la antigüedad griega, no consiste tan solo en dotar de una forma singular a la vida, sino en la “transformación, transfiguración, «superación de sí»” (p. 231). En virtud de esta corrección –que funciona en nuestra argumentación como un complemento–, Hadot podrá sostener que toda la filosofía griega, antes que un sistema conceptual o teórico, no es otra cosa que un conjunto de ejercicios espirituales conducentes al desarrollo de una conciencia cósmica. En nuestra lectura, Foucault no habría conseguido desatar del todo el nudo antropológico que recorre a la política desde su formulación griega, hasta alcanzar su completa expansión en la modernidad. De todos modos, no parece justo leer esta tensión como una reintroducción laboriosa de una renovada antropología, sino reconocer en ella el efecto de una filosofía interrupta o suspensiva que impidió explorar sus diversas direcciones, entre ellas, ponderar la actualidad del diagnóstico del presente que subyace a la genealogía del poder y el sujeto modernos: el diagnóstico se encuentra incompleto en el estrato de las efectuaciones contemporáneas del poder, esto es, aquel de la ontologización de la voluntad de poder antropocéntrica como un ingrediente fundamental de nuestro tiempo. En cambio, el diagrama de poder que Foucault consigue componer, es aquel de una máquina antropológica que ha consumado la política como un modelo de gestión de un conjunto de fenómenos que recorren la vitalidad del viviente humano, en un momento histórico en que ésta aún no consigue exceder los confines de su finitud. No obstante, si la crítica al humanismo antropológico resulta ser una pieza clave al interior de esta exposición, es precisamente porque constituye un vector consistente y relevante en la filosofía de Michel Foucault, que abre la posibilidad de abastecer un pensamiento sobre la crisis contemporánea, allí donde una política del hombre y para el hombre, no tan solo resulta insuficiente, sino uno de sus ingredientes fundamentales.
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