El presente diálogo corresponde a una pausa, un momento del movimiento que se ha detenido, no porque haya cesado, sino más bien, porque se encuentra inconcluso en su transitar por el deseo de comprender aquellas fuerzas que constituyen el ser que somos en cada momento. El trabajo de Juan Pablo Arancibia actualiza una inflexión, no tan solo respecto a los modos académicos de investigación, sino a los ámbitos que se ha dado por objetos de problematización. Su trabajo filosófico, ha propiciado la apertura del problema político en directa disputa con el canon clausurante de la tradición de pensamiento occidental, para descubrir otras formas, otras experiencias, otras posibilidades. Es posible hallar vestigios de esta gestualidad de pensamiento en libros como Extraviar a Foucault (Palinodia, 2006), Tragedia y melancolía: idea de lo trágico en la filosofía política contemporánea (La Cebra, 2016), Comunicación política y democracia en América Latina (Co-editor, 2016, Gedisa), así como en una amplia variedad de artículos e intervenciones en Chile, Europa y América Latina. A continuación, presentamos las mesetas que pueblan esta experiencia de pensamiento.
1. ¿Qué sería y cómo se teje la idea de lo trágico al interior de la investigación filosófica que vienes desarrollando hace más de una década?
La noción de lo trágico es una idea que ya se puede rastrear e identificar con relativa claridad en el mundo clásico, desde luego asociada y ceñida a la tragedia griega. Sin embargo, más tarde va cobrando cierta amplitud y complejidad, particularmente cuando es recobrada por el pensamiento moderno, dicho en su sentido más genérico. Entonces la idea de lo trágico resulta ser una categoría que recorre desde temprano el pensamiento filosófico, pero al parecer es la recuperación moderno-contemporánea la que resitúa y potencia esta noción en miras a los problemas y contextos específicos de su temporalidad. Existe una amplia y diversa literatura que atiende directa o tangencialmente a lo que ya podemos llamar «el sentido trágico».
Particularmente, situados en el contexto de la ilustración europea y la temprana modernidad, la idea de lo trágico dialoga directamente con autores, matrices o gestualidades de pensamiento que resultan insoslayables. El estado de la cuestión es vasto y complejo, pero por cierto es preciso prestar especial atención a autores como Hegel, Nietzsche, Hölderlin, o Schopenhauer. No obstante, la cuestión obliga a acudir directamente a los poetas trágicos griegos. Entonces hay que intentar atender con la mayor atención y detención posible a las tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides. Sin embargo, al rastrear la cuestión, el problema se torna bastante más amplio y delicado. Es necesario atender a lo que se reconoce como los “orígenes de la tragedia”, a los tempranos poetas que la configuran, pero con ello es preciso prestar atención a las condiciones y transformaciones que la han hecho posible, a las mutaciones históricas, al nacimiento de la ciudad, a los distintos regímenes poético discursivos que van surgiendo, al vínculo entre esas poéticas y las transformaciones de las instituciones políticas, religiosas y culturales, a la compleja mundanidad que las produce y sostiene, atender a los conflictos históricos que se traman en el mundo antiguo, desde la Grecia micénica a la arcaica, hasta la Grecia Clásica.
Todo esto configura un campo problemático muy vasto y complejo, pero que al mismo tiempo resulta fascinante y que difícilmente podríamos reducir a una sola y breve definición. De más está decir que el ámbito de estudio y conocimiento sobre aquello está poblado y saturado de debates, de las más minúsculas y detalladas discusiones filológicas, arqueológicas, históricas, hasta cuestiones más generales como matrices interpretativas o perspectivas filosóficas o analíticas, discusiones todas ellas muy valiosas y de las que se aprende mucho, pero que por cierto toma un arduo tiempo de trabajo seguirlas, comprenderlas y eventualmente adoptar posición ante ellas.
Con todo eso mediante, se intenta estudiar y pensar genealógicamente el problema de lo trágico y particularmente situarlo en el ámbito de lo político y muy específicamente en torno al nacimiento, mutación y desarrollo histórico de la democracia. De modo muy preliminar se podría decir –para no esquivar su pregunta–, que la noción de lo trágico en que trabajamos evidentemente concierne al problema de la finitud, a la experiencia y al sentido que se le asigna a la muerte, al sufrimiento, al desgarro o al sinsentido que sufre la existencia humana. Pensar lo trágico es pensar la catástrofe a la que está expuesta la existencia común, es pensar esa experiencia y ese riesgo constitutivo que hasta ahora ha acompañado históricamente a las sociedades humanas. Por ello pensar lo trágico implica pensar lo político, pues aquella experiencia trágica concierne a lo-común. Ese problema es lo que hemos conceptualizado como «lo des-comunal».
Este problema adopta particular relevancia si lo situamos particularmente en el contexto histórico de un pensamiento y un tipo de sociedad que se ha construido precisamente sobre la pulsión, el deseo o la promesa de poner fin a la opresión y sufrimiento humano. Entonces resulta interesante trabajar la noción de lo trágico, allí donde una cierta comprensión metafísica de la existencia y del orden actual pulsa por construir una concepción anestésica de la vida, donde ella esté protegida mediante una panoplia axiológica, que le deje a salvo, desafecta o inmunizada de todo lo que recuerda o notifica a los seres humanos su condición frágil e indigente ante la existencia.
Pensar este problema implica tener que examinar y cartografiar distintas aproximaciones y conceptualizaciones de lo trágico, pues, sobre el concepto mismo se han planteado diversas, delicadas y relevantes discusiones, que de algún modo ya prefiguran ciertas tradiciones de lectura. Sólo para citar un ejemplo, el profesor H.D. Kitto ha sostenido que entre los grandes poetas de la tragedia –Esquilo, Sófocles y Eurípides–, habría distintos sentidos trágicos que no se dejan homologar ni reducir a una única y misma comprensión. Una idea semejante planteó posteriormente Jacqueline de Romilly, pero esa idea también ha sido contrariada por pensadores como Festugière. Este debate por cierto es más antiguo, y en lo inmediato nos remite a las diatribas u objeciones que Wilamowitz presentara contra Nietzsche. No obstante estas discusiones, el sentido trágico ha sido caracterizado a contraluz del pensamiento moderno y en ese marco se ha tornado un problema y un concepto muy relevante en torno al cual trabajar.
De allí que los grandes proyectos metafísicos de la modernidad deban confrontarse permanentemente ante su fracaso o su impotencia. Grandes conceptos que organizan y sustentan nuestro presente parecen construirse sobre cierta negación, cierta ceguera y sordera –cuando no una abierta prepotencia antropocéntrica– que presume una situación de dominio y señorío sobre la existencia. El sentido trágico en el que trabajamos intenta no esquivar ese problema, sino mirarlo y pensarlo frontalmente y desde allí pensar otras posibilidades de relación con la existencia, con la vida, con el ser-en-común. Eso implicaría otra lectura, otra comprensión y concepción de vida, de sociedad, de naturaleza. Quizá todo eso constituye un campo de problemas suficientemente relevantes para imaginar-pensar otra(s) política(s) posible(s). Entonces, como se advierte, al estar ante lo trágico, no estaríamos frente a un «objeto» cualquiera, sino ante un campo problemático que se va intrincando y complejizando cada vez más, cuanto más se lo estudia y se lo piensa, en cuanto éste interroga y tensiona buena parte de los fundamentos y principios que sostienen y constituyen el orden presente.
2. En esta perspectiva sobre lo trágico, ¿cuál es la relación que has establecido entre melancolía y política?
Esa relación ha sido una idea que parecía muy fértil para pensar y oponerse a toda esta industria de la indolencia y la inmunización, que obliga a las personas a declararse compulsivamente “felices y deseantes”, ante un contexto general de humillaciones, violencias, injusticias y flagelos que este tipo de sociedad produce estructural y sistemáticamente. Ante todo, ese régimen de ultrajes contra la vida, existe toda una industria clínica, jurídica, familiar, mediática y publicitaria que obliga a los seres humanos a presentarse bajo cierto esquema caricaturesco de felicidad, provista por la publicidad, el consumo y las imposturas delirantes en las llamadas redes sociales. Entonces existe todo un sistema económico, político y cultural de producción de subjetividad que ha impuesto una forma muy absurda y burda de felicidad, descomplejizando y empobreciendo la vida y la dignidad de las personas.
Dicho de otro modo, el capitalismo ha sido capaz de instaurar cierto régimen de experiencias, prácticas, deseos y pulsiones destinados a promover una cierta concepción de la vida humana bastante degradada y al mismo tiempo sometida al imperativo de dicha felicidad. En ese marco, donde todo el mundo está obligado a presentarse “siempre feliz”–pase lo que pase, en su vida, en su entorno, en la sociedad–, esta felicidad por mandato, decretada por el mercado, la publicidad, el consumo, reduce la condición de las personas a una subjetividad individualista, posesiva, neoliberal. Esta “felicidad a la fuerza” es vigilada por una red compleja de agentes y dispositivos como los psicólogos, los psiquiatras, orientadores, terapeutas, destinados a detectar la “anormalidad” y la consecuente “peligrosidad” de quienes sencillamente no responden satisfactoriamente a esos modelos de afección, euforia y norma social. La idea es siempre “detectar y reparar” a estos anormales y retornarlos pletóricos a la reproducción de la producción y el consumo. Millones y millones de seres humanos –incluyendo niños–, son cotidianamente medicados y narcotizados para atenuar o encubrir su sufrimiento, dolor o indignación provocado por un orden histórico-social inhumano, inclemente y cruel.
Ante esa obligación policial de la felicidad por mandato, nos parecía que la melancolía podría ser una categoría, una experiencia y una sensibilidad interesante para repensar el modo en que se produce y objetivan prácticas de subjetivación. Entonces la melancolía parecía una gestualidad resistencial en cuanto incomoda, disloca o subvierte ciertas premisas básicas del esclavismo feliz. Por de pronto, la melancolía se desajusta o aparta de aquella obligación de reír, de desear, de producir o consumir, tan frenéticamente naturalizadas y elevadas a rango de normalidad social. La melancolía misma es un descalce, una distorsión, una infracción a esa norma, pues ella misma porta, constituye y acusa una rotura y un conflicto irreductible. Es fascinante el mismo modo en que la presenta Freud, cuando señala “no consigo comprender qué fuerza es la que toma posesión o arresto del melancólico”. Entonces, como gesto mínimo, la melancolía reunía dos condiciones que parecían muy sugerentes. Primero, no intenta evadir el dolor, ocultar el daño, disfrazar el desgarro que sufre, no le quita la vista ni el cuerpo a lo que duele, lo que daña, y segundo, la melancolía se asienta, o si quiere, se atrinchera en una tristeza que reivindica y legitima como modo de disponerse ante la pérdida. La melancolía se bate a duelo con el dolor, acudiendo a él sin encubrirlo. Políticamente, ese gesto parecía lo suficientemente potente para pensarlo y oponerlo a la industria de la felicidad por obediencia. La posibilidad de que una persona no se someta a la felicidad forzada y que sea capaz de advertir y asumir el desgarro que le aqueja, que sea capaz de reivindicar legítimamente su dolor y tristeza, era ya un modo de testimoniar cierta dignidad, un modo de conceptualizar el tramado complejo de relaciones en el mundo real en que participa, de hacerlo palpable, volver a sentir lo que ya durante tanto tiempo nos dicen que no debemos sentir. Entonces cabía la posibilidad de pensar y reconocer un estatuto político de la melancolía, pensar una melancolía política. Que las personas adviertan las relaciones de dominación y violencia de la que son objeto, parece una primera condición para pensar las posibilidades de su transformación. Que una persona consiga padecer y conceptualizar el régimen de violencias que recae sobre ella, sin edulcorarla ni algodonarla, parece una primera condición para pensar la melancolía como categoría trágico-política particularmente fértil.
Pero este es sólo un aspecto, pues como ustedes saben, la melancolía es un concepto muy antiguo, se pronuncia antes de la Grecia Clásica, ya en Homero refiriendo a Belerofonte, más tarde por Aristóteles y luego los padres de la iglesia, y de ahí en más se torna un vocablo utilizado por diversas matrices y momentos del pensamiento que lo resignifican, cualifican y categorizan de modos muy diferentes. Por cierto, existe una amplia literatura al respecto, a la que sólo hemos echado un vistazo, un recorrido algo rápido por la historia de ese problema. Particularmente interesante resultaba explorar cómo la melancolía señalaba un punto de inflexión, una cierta resistencia o desacato al decreto de anestesia hedonista del capital.
De allí que la melancolía nos parecía podía guardar cierta relación con lo trágico, y por cierto, eso ya lo había advertido de cierto modo Lacan refiriéndose a Antígona. Bueno, eso es ya un lugar común, que cristaliza la fortaleza, la resistencia e intransigencia del héroe trágico, como también lo ha visto Hölderlin, Hegel o el propio Nietzsche. Entonces parecía posible articular estas dos nociones: lo trágico y la melancolía. El tema no está agotado, en lo absoluto, pero quizá en dicha articulación se puedan hallar ciertos indicios, preguntas y problemas que puedan contribuir a pensar otra política. Si usted revisa las últimas páginas de un pequeño y modesto libro que se publicó en 2006 por Palinodia, Extraviar a Foucault, en esas últimas páginas precisamente se pregunta por qué significaría pensar la estética de la existencia como una experiencia trágica y ¿qué podría significar una concepción trágica de lo político? En torno a esa pregunta y problema es que continuamos empeñados, estudiando y trabajando.
3. Siguiendo tu lectura, según la cual lo trágico dispone la existencia como fuerza ¿Qué lugar tendría el conflicto, la dimensión propiamente agónica, al interior de aquella relación?
Esto parece muy importante, pues nos devuelve a ciertas ideas cruciales en la historia del pensamiento. Aquí cabría detenerse en el mundo antiguo, en los fragmentos de Heráclito, pero no sólo en lo que llamamos filosofía, sino que también en la temprana literatura, por cierto, en las narraciones míticas, desde la épica micénica, la epopeya, la poética homérica y hesíodica, la poética lírica, en la sofística y por cierto la poética trágica. Creo que si hay un rasgo común que se puede advertir en todo este amplio, extenso, diverso y maravilloso campo discursivo, es el reconocimiento, sino el padecimiento del principio diferencial y antagónico de la existencia. Aquello que Hölderlin refiere como lo «aórgico», aquella condición caosmósica, litigiosa y adversativa que configura a todo cuanto participa del Ser.
Este pareciera ser un aspecto muy importante y ampliamente trabajado por cierta filosofía. En lo inmediato, sólo nos limitaríamos a señalar que cuando se habla de relaciones de fuerzas no se quiere aludir al encuentro segundo o posterior de dos o más fuerzas que preexisten como entidades preliminares, como algo primero, sino que la relación es ella misma fuerza, o dicho a la inversa, si se quiere, que a la fuerza no le cabe otro modo que no sea ser y estar en relación. Esa relación es constitutiva y constituyente, dinámica, móvil, cambiante y contrariante, esa relación es movimiento, diferencia y conflicto. Así entendido, el ser y devenir relación no puede sino ser y estar en conflicto. El principio antagónico es lo que trama y teje todo cuanto existe. Por ello resultan tan curiosas todas esas formas e intentos metafísicos de evadirlo, ocultarlo, encubrirlo, disfrazarlo, si lo que constituye la «pleonexía» de la «physis» es el principio antagónico. Tal vez esto guarda relación directa con la comprensión de lo trágico y, con ello, cierta comprensión de lo político. El conflicto sería, a nuestro modo de entender, el principio constitutivo e irreductible de lo político. Ese conflicto, ese «conatus» opera y se comporta en registros muy diversos, no se reduce ni limita a la mera violencia física o a la colisión entre los cuerpos, sino que transita en dimensiones muy amplias y variadas de enfrentamientos y disputas, desde el lenguaje, el sentir, el pensar, el saber, el habitar, el producir, hasta desde luego aquellos embates desatados, terminales y cruentos entre las fuerzas. Allí pareciera que Heráclito habría dicho lo fundamental, pero de otros modos también lo encontramos en Spinoza, en Maquiavelo, en Nietzsche, en Marx.
4. Dentro de tus últimos trabajos has dispuesto el abordaje de la democracia como una cuestión problemática, no tan solo en cuanto a su concepto, sino al modo en que ha sido representada por la tradición de pensamiento occidental y, en consecuencia, programada como una realidad política efectiva. ¿Cuáles son los signos de lo trágico-político al interior de tu lectura de la democracia?
Esta resulta una pregunta medular, pues atiende a un conjunto de tópicas y problemas de la mayor relevancia en torno a las cuales estamos investigando. No resulta sencillo responder, pues la serie de advertencias y precauciones a considerar en torno a ello no son pocas ni fáciles de abordar. Pero en lo sustantivo quizá se podría decir que se trata de ideas muy básicas y primarias, a las que tal vez se las ha pasado por alto o sencillamente se les ha dado respuestas demasiado prontas o apresuradas. Primero, cabría decir que la democracia es un problema, en tanto forma de gobierno o como principio de constitución de la comunidad política. Esto concierne al modo en el que ciertas disciplinas y campos del conocimiento ejercitan una conceptualización de ella. Esto ha sido señalado ya varias veces, actualmente existe una cierta afición democrática que la adhiere no más que con cierto entusiasmo deportivo. La idea de democracia se ha debilitado a tal extremo, que se la define y defiende más con una disposición anímica y afectiva, que desde un ejercicio analítico severo y riguroso.
Si se la examina con atención, la democracia, desde su nacimiento histórico, hasta el modo en que ha sido actualmente reconceptualizada y modelizada por la teoría política, la ciencia y la sociología política, constituye un delicado y complejo problema, que se sitúa en las propias bases y premisas que la fundamentan, es decir, aquel conjunto de preceptos, principios, derechos, libertades y procedimientos de las que la democracia aparece como portadora y garante. La democracia comporta históricamente una cierta axiología política que se da por sentada, respecto de la cual su propia historia efectiva hasta hoy no consigue acreditar evidencia alguna de su concreción o cumplimiento.
Eso es lo que hemos llamado el «mitologema democrático», aquella forma discursiva, un régimen de veridicción de saber y de poder que construye un sentido, una imagen, pero también una experiencia de aquella. Pero cuando decimos mito o más precisamente «mitologema», no estamos queriendo decir que sea falsa conciencia, mentira o engaño, sino que estamos atendiendo al modo «mitopoiético» en que ella se va construyendo y diagramando pieza por pieza. Cuando decimos «mitologema», queremos también distinguirnos del análisis y estudio tradicional del mito que fija como unidad mínima y elemental al «mitema», pues en nuestra consideración, aquella separación entre mito y logos que ha forjado una cierta tradición, es tan sólo un modo de escindirlos, pero al mismo tiempo emancipar al logos de su propia condición mitológica.
Por ello hablamos de «mitologema» como la entidad analítica que advierte aquella nervadura y relación íntima entre mito y logos, o más precisamente, la condición mítica del logos. Esta cuestión adoptará más tarde una importancia mayúscula, cuando se advierta que buena parte de una teoría y epistemología política trazan una infranqueable frontera entre ellos, haciendo hincapié en que el mito sería una forma irracional y caída de la política (totalitarismo), mientras que el logos sería la forma racional y luego virtuosa de la política (democracia). Visto desde cierta perspectiva, esto es un problema. Particularmente en torno al modo en que se ha representado la democracia, como régimen, orden y sistema político que nos salva, libera y protege de un conjunto de males y amenazas que se encuentran fuera de su lógica e imperio siempre racional y virtuoso. Cuando hacemos o estudiamos la historia de la democracia, nada de esto parece cumplirse. Entonces la democracia como sistema político padece su propia aporía, su «ironía trágica», y es que ella parece desencadenar precisamente aquello que pretendía evitar, la democracia transgrede y vulnera lo que ella misma había puesto en valor. Entonces la promesa democrática no sólo aparece incumplida, suspendida y administrada por su régimen, sino que ella misma es quien viola y mancilla lo que declaraba era su valor en resguardo: libertad, justicia, igualdad, dignidad.
De allí que, segundo, resulte necesario ingresar al estudio genealógico de la democracia. Esto, como ustedes saben, nos conduce a la formación de la Grecia Clásica, y respecto de aquello –dado que nos encontramos sumidos en su estudio–, sólo nos limitaríamos a decir, en lo inmediato, que la imagen que se ha construido de la democracia, su visión idílica y armoniosa, aquella que hasta el día de hoy se sigue enseñando en los colegios y que tanto aprecia el sentido común, no guarda ni remota relación con lo que nos enseñan y testimonian los textos clásicos al respecto.
La democracia griega nace fundida y abrazada al conflicto, a cruentos enfrentamientos de distintos tipos, externos e internos. Existe una significativa sino cuantiosa literatura clásica que nos reporta y notifica de su condición bélica, hostil, conflictiva y conflictuada. Toda la historia de configuración, asentamiento, expansión, posterior crisis y decaimiento de la democracia está atravesada por la guerra, la beligerancia, el enfrentamiento. La retahíla de conflictos, revueltas, golpes de estado, lucha de clases, asesinatos, conspiraciones y violencias que recorren toda la historia de surgimiento y caída de la democracia griega, no se corresponde con la imagen pacífica, salvífica y armoniosa con que los colegios y los medios de comunicación presentan actualmente su concepto. Esto, al menos, nos dice dos cosas, primero, deberíamos revisar y replantear la imagen histórica que se nos ha enseñado de democracia, y conforme a ello, segundo, se habilitaría la posibilidad de imaginar o pensar otras formas posibles de organizar y realizar la vida en común en nuestra sociedad. No creo que la democracia sea la imagen última y mejor que la humanidad pueda concebir o imaginar para organizar y realizar la vida en común.
Con cierta insistencia hemos señalado que el capitalismo es sólo un modo finito de la metafísica, y que, a su vez, la democracia es sólo un modo finito del capital. La democracia contemporánea es un modo histórico-jurídico en que se nos presentan, naturalizan y legitiman las relaciones de explotación y acumulación capitalista. En base a esto, existe tanta abrumadora evidencia teórica e histórica para, al menos, pensar y permitirse cuestionar si la democracia traza el horizonte último en que la inteligencia humana pueda concebir su modo de existencia colectiva. Actualmente, bajo el contexto del sistema mundial de un «capitalismo de acumulación por devastación», existe poderosa evidencia para, al menos, interrogar y pensar otras formas posibles de procurar un modo justo, libre y digno de la existencia humana, en su relación integral con el devenir general de la vida. Resulta al menos paradójico, que una sociedad contemporánea que se ufana y pavonea de los cambios, avances e innovaciones en las ciencias, las tecnologías y el conocimiento, permanezca anclada a un concepto atávico de democracia cuya historia y resultados son menos que deficientes y decepcionantes para el propio cautiverio democrático. Actualmente el capitalismo ha llevado a un extremo insostenible la contradicción entre capital y vida humana, esto configura un escenario de devastación general contra la vida de alcance planetario y de magnitud acaso irreparable. Nos encontramos ante una situación calamitosa, inminentemente trágica, y no sabemos hasta qué punto reversible. De allí que insinuar una inteligencia otra, una otra imaginación política, un pensamiento trágico que advierta y asuma la gravedad de nuestro presente y que se atreva a barruntar otras posibilidades, resulta hoy no sólo un desafío intelectual, sino un imperativo ético para el resguardo de la existencia y la dignidad humana.
5. Teniendo en cuenta este vasto campo de problemas, ¿cómo pensar una vida con arreglo a lo trágico?
Esta pregunta nos devuelve al corazón del problema. En nuestra concepción, pareciera no existir una forma, un axioma o un principio pre-constituido que organice la vida de la sociedad. Pareciera no existir un orden primo, natural y prestablecido per se. Entonces, ante aquella «an-arkhé» o indeterminación de la vida en común, surge el litigio y la disputa por afirmar ciertas condiciones que serán negadas por otros. En el juego adversativo y afirmativo de aquellas concepciones o apetencias se configura el duelo o «conatus» de lo político. Mientras a una fuerza un cierto estado de cosas le resulta beneficioso, encomiable y salutífero, a otras le resulta injusto y sacrificial. Allí se trama la dramaturgia política del enfrentamiento con el orden y su necesaria o posible transformación.
Quizá en aquello consista el carácter trágico de lo político, precisamente, en aquella afirmación adversativa que brega y porfía irrenunciablemente por alcanzar aquella dignidad sin la cual no merece la pena vivir. Lo vemos en Antígona, de otro modo en Ayax, en Electra, en Edipo, incluso en Orestes o en Medea. Quizá en el sentido trágico exista una serie de valores –o de pulsiones si se quiere–, que señalan una valoración insobornable más alta que la vida reducida como mera entidad biológica destinada a la conservación del cuerpo. Quizá los poetas trágicos, asimismo los mitos homéricos y hesíodicos, los sofistas y los viejos filósofos, pero también la historia misma de la ciudad y de la democracia, nos enseñan que hay dimensiones que sobrepasan el mero espíritu o necesidad de conservación. La historia de nuestros pueblos, la historia de los explotados y explotadas, de los oprimidos y oprimidas está colmada de esta gestualidad trágica. La historia de aquellos y aquellas ha sido una larga e incesante tragedia de resistencia y dignidad.
Allí, ante esos valores o principios, la mera sobrevivencia se torna no tan solo mezquina sino abyecta. Quizá una de las grandes miserias o indigencias de nuestro tiempo consista precisamente en haber reducido la vida a una unidad energético-productiva y en hacernos creer que el mayor valor era el de la mera conservación y sobrevivencia. Acomodarse y resignarse siempre a lo que somete, oprime y humilla en vistas a la sola y nuda sobrevivencia a costa de lo que sea. Los griegos antiguos pensaron algo muy distinto, que la vida apartada de cierta dignidad, de cierta libertad, justicia o igualdad no merecía ser vivida, entonces allí se rebelaron y arrojaron con decisión a la guerra contra aquello que les oprimía. Así fue en Maratón, Platea o Salamina. Sin esa audacia y decisión no habría sido posible ni la ciudad, ni la democracia, ni la libertad. Quizá de aquellos viejos mitos y poemas griegos todavía tenemos mucho que aprender.
Imagen: Fabián Holtz @crossing__worlds Protestas, «Revuelta de Octubre», Santiago, Chile. Enero, 17, 2020.