Santiago Castro-Gómez, Adversidad ontológica y lucha política

Diálogo por Danilo Billiard, Raúl Villarroel e Iván Torres Apablaza

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El siguiente diálogo, tuvo lugar el día 18 de junio de 2021. Santiago Castro-Gómez es un pensador colombiano con una larga trayectoria en el estudio de la herencia colonial en América Latina. Se lo suele inscribir en la constelación del llamado “giro decolonial”. Participó, junto a pensadores como Anibal Quijano, Walter Mignolo, María Lugones y Enrique Dussel, en el Grupo modernidad/colonialidad, uno de los colectivos de pensamiento crítico más importantes de la primera década del siglo XXI en la región. En este contexto, destacan algunos trabajos colaborativos como Pensar (en) los intersticios. Teoría y práctica de la crítica poscolonial e Indisciplinar las ciencias sociales. Geopolíticas del conocimiento y colonialidad del poder. Algunas de sus investigaciones en este campo, se han tornado referencias ineludibles, como Crítica de la razón latinoamericana y La hybris del punto cero. Ciencia, raza e ilustración en la Nueva Granada. Sin embargo, su trabajo ha establecido articulaciones más amplias con el pensamiento crítico y la filosofía política contemporánea. Así lo atestiguan los dos volúmenes que conforman su investigación sobre la analítica del poder en Michel Foucault (Historia de la gubernamentalidad); su lectura crítica del filósofo esloveno Slavoj Žižek (Revoluciones sin sujeto. Slavoj Žižek y la crítica del historicismo posmoderno); y más recientemente, un estudio en perspectiva de balance y proyección del giro decolonial (El tonto y los canallas. Notas para un republicanismo transmoderno). Actualmente, finaliza un libro sobre Karl Marx y la izquierda hegeliana.

A continuación, presentamos a la comunidad de lectores de Revista Disenso, el resultado de este ejercicio de pensamiento colectivo, con el cual hemos decidido dar inicio a un ciclo de diálogos titulado “El coraje de la verdad”. Como invitado especial, esta sesión contó con la participación de Raúl Villarroel, profesor titular de la Universidad de Chile, académico e investigador de la Facultad de Filosofía y Humanidades y miembro del Centro de Estudios de Ética Aplicada en la misma Universidad.


Danilo Billiard: Me gustaría iniciar este diálogo, proponiéndote las siguientes entradas: hemos visto en el último tiempo que la gestión de la pandemia ha estado orientada por un concepto de salud centrado en la responsabilización individual, una forma de privatizar los padecimientos humanos que podría vincularse al nihilismo del que nos hablaba Nietzsche (la vida culpable), categoría que al mismo tiempo enmarca las funciones del dispositivo biomédico en la modernidad, también en la perspectiva que lo piensa Roberto Esposito: como una protección sacrificial de la vida que se despliega a partir de su negación.

Esto ha desencadenado una sobrerreacción de los aparatos inmunitarios del cuerpo social, problema que nos conduce a la definición que Gilles Deleuze acuñara del neofascismo, entendiéndolo como una gran alianza planetaria por la seguridad, que se vuelca hacia la administración del miedo y de la fobia social, en el sentido que lo propusiera Paul Virilio.

Finalmente, y volviendo a Nietzsche, responder a estas condiciones, que resultan una lógica constitutiva de la modernidad, pasaría por la re-conceptualización de lo político desde la noción de lo trágico, lo cual comporta una imaginación afirmativa que rebasa los marcos de un régimen de politicidad fundado en la metafísica soberana.

Santiago Castro-Gómez: Muchas gracias por la entrevista. Por el tipo de preguntas veo que el diálogo se plantea desde coordenadas posestructuralistas, así que déjame primero reflexionar un poco sobre este tema. Desde hace varios años me he venido distanciando de esta corriente como horizonte filosófico para pensar nuestro presente. Es verdad que durante algunos años trabajé de la mano de la genealogía de Foucault para trazar una historia de las herencias coloniales en América Latina y sobre todo en mi país, Colombia. Trabajo que resultó fructífero y generó tres libros claves para mi desarrollo filosófico: Crítica de la razón latinoamericana (1996), La hybris del punto cero (2005) y Tejidos Oníricos (2009). Pero en algún momento me di cuenta de los límites sobre todo políticos de esta corriente de pensamiento. El posestructuralismo es en realidad una manifestación tardía de las vanguardias artísticas de comienzos del siglo XX que consigue hacerse hegemónico a partir de 1968. Su pathos anti-normativista y anti-institucional, su apuesta por las transformaciones al nivel de la subjetividad, su énfasis en la microfísica del poder, resuenan perfectamente con el ambiente de rebeldía generado por mayo del 68. Me parece, sin embargo, que es necesario historizar el posestructuralismo y entenderlo como un fenómeno básicamente europeo que responde a las condiciones que se imponen allí después de la segunda guerra mundial. Las pretensiones biopolíticas del Estado de bienestar levantaron las sospechas de que el totalitarismo no era exclusivo de los regímenes comunistas de Europa del Este, sino que marcaba también a los Estados democráticos de la Europa occidental. Lo que tendríamos que preguntar es si, pensadas las cosas desde América Latina, podemos simplemente asimilar las herramientas conceptuales del posestructuralismo y trabajar todavía con ellas. Yo diría que no podemos simplemente “transladar” el posestructuralismo desde Europa occidental hacia América Latina, desconociendo que en esta región se imponen condiciones históricas muy diferentes a las que dieron origen en Europa al posestructuralismo. Los filósofos de América Latina no podemos perder de vista nuestro “locus de enunciación”: hablamos desde países donde la lucha por la construcción de una hegemonía política que vaya más allá del neoliberalismo, las agendas del ambientalismo y el feminismo, la batalla por la reducción de la desigualdad, la lucha contra el racismo estructural, la descolonización epistémica, son una necesidad imperante. Todo esto requiere de una apuesta por las instituciones públicas, por el Estado social de derecho, que me parece irrenunciable en países como los nuestros. Mientras que filósofos como Foucault y Deleuze veían en el Estado de bienestar a un enemigo que buscaba controlarlos, nosotros tenemos aún que construir nuestro propio Estado de bienestar. Todas estas cosas me llevaron a tomar distancia del posestructuralismo desde hace más de diez años.

Aclarado esto, quisiera responder a tus preguntas, empezando por el tema de la pandemia. Me parece que ver la gestión de la emergencia sanitaria únicamente como una tecnología de control sobre las poblaciones, como propone Foucault, es una visión bastante limitada. No debemos confundir la ciencia moderna con su gestión biopolítica. Al contrario, me parece que deberíamos reconocer una dimensión “positiva” de la biopolítica que se ha hecho visible con la pandemia y que no puede reducirse al vínculo entre las farmacéuticas y el mercado capitalista. Yo diría que la pandemia, más allá de su gestión política, tiene una significación importante en cuanto acontecimiento que pone sobre la mesa la crisis civilizatoria de la modernidad. Esta crisis ha sido ya reflexionada desde los años ochenta (con el debate sobre la posmodernidad, la emergencia de los estudios culturales, poscoloniales, decoloniales, de género, etc.) y es irreductible, por tanto, a la pandemia. Sin embargo, la pandemia nos ha mostrado con claridad la crisis del proyecto civilizatorio moderno. Lo que la pandemia muestra es que, mientras que la modernidad procuró colocar al hombre en una situación de ventaja y superioridad frente a la naturaleza, postulando su capacidad para someterla y eliminar los males de las humanidades premodernas, hoy nos hemos topados con los límites absolutos de esta pretensión. En este momento de la historia, las fuerzas de la naturaleza desencadenadas por nuestra propia acción, han generado efectos que escapan a nuestro control y se devuelven contra nosotros. El cambio climático exhibe las vergüenzas del proyecto antropocéntrico moderno. Estamos ingresando a una situación global de adversidad ontológica que las generaciones futuras deberán enfrentar. La balanza de nuestra relación con la naturaleza se ha inclinado en nuestra contra, lo cual nos obliga a intervenir sobre nuestras propias producciones (la economía, la política, la cultura) para corregir desaciertos pasados. Una especie de “damage control” que, sin embargo, no conseguirá poner de nuevo la balanza a nuestro favor. Creo que la humanidad tendrá que aprender a vivir en una situación de adversidad permanente. Lo cual no significa que esté imaginando un escenario apocalíptico ni mucho menos. La humanidad está acostumbrada a vivir en la adversidad. Lo hicimos durante milenios y lo seguiremos haciendo. Pero somos muchos y los efectos del cambio climático se han hecho irreversibles, lo cual nos obligará a corregir el rumbo y a intervenir sobre nuestros propios productos históricos, reorientándolos conforme sean las nuevas exigencias medioambientales. Es una agenda de supervivencia que, tal como lo espero, poco a poco se irá imponiendo.

En este contexto, y volviendo al tema de la pandemia, la inflación del dispositivo biomédico que hemos visto constituye sin duda una reacción inadecuada para afrontar una situación para la que no estábamos preparados. Lo que hemos visto en estos meses han sido reacciones movidas por el pánico, por el desconocimiento, por la tendencia a mantener las cosas tal como estaban. Es el discurso de “volver a la normalidad”, como si la pandemia fuera un evento más, integrable en el universo anterior, y no un acontecimiento (como creo que lo es). Si seremos o no capaces de hacer las cosas mejor de lo que estábamos haciendo, es algo que habrá de verse. Pero no olvidemos que desde la emergencia del homo sapiens la humanidad se ha caracterizado por su habilidad para el aprendizaje colectivo. Eso es lo que le permitió sobrevivir y prevalecer. No descarto desde luego el advenimiento de ese escenario nihilista del que hablas, pero yo apostaría inicialmente por la capacidad de la humanidad para sobreponerse a las adversidades.

Iván Torres Apablaza: Santiago, a propósito de lo que dices, me parece que abres un marco de problemas bastante importante. Quisiera, de todos modos, señalar lo siguiente: se han hecho muchas críticas a la lectura post-estructuralista o al intento de alojar una cierta analítica del presente en esa lectura, principalmente a Michel Foucault. Al inicio de esta pandemia, la tentación de analizar el acontecimiento en clave únicamente biopolítica fue bastante grande. El mismo discurso agambeniano, de algún modo, tributa también a esta pretensión, no sin ambigüedades, ciertamente. Sin embargo, me parece que consigues identificar una clave de lectura importante cuando menciones la valencia ontológica de este acontecimiento, al igual que la necesidad de formular una crítica al paradigma antropocéntrico sobre el cual se ha fundado el mundo moderno y sus prácticas. De todos modos, quisiera establecer un contrapunto. Has señalado una distancia con el pensamiento post-estructuralista, sin embargo, la crítica al humanismo antropológico resulta completamente reconocible en Michel Foucault –sobre todo en sus trabajos de la década de los sesenta–, como un problema que enhebra la investigación arqueológica. En este contexto, me interesa preguntarte –más allá de Foucault– cómo evalúas la posibilidad de recuperar esta clave de lectura, toda vez que nos permitiría comparecer al problema ontológico comprometido en el acontecimiento de la pandemia y también repensar la cuestión de lo político. Una política descentrada de una antropo-política.

SCG: Sí, estoy justamente en eso, terminando un libro que explora en los jóvenes hegelianos la relación entre teología política y antropología filosófica. Básicamente, me encuentro enfocado en la noción del hombre como ser genérico de Feuerbach y explorando el modo en que el joven Marx dialoga con este concepto de Gattungswesen. Una de las cosas que estoy tratando de mostrar ahí, es que la teología política está inscrita en el ADN de la izquierda occidental bajo la forma de un humanismo antropocéntrico y colonial. Creo que una de las tareas que tenemos por delante es avanzar hacia un humanismo transmoderno no antropocéntrico. No creo, como otros colegas del giro decolonial, que debamos rechazar el proyecto humanista moderno, por más que su genealogía nos revele los vínculos con el colonialismo y el capitalismo. Me parece más bien que debemos trasmodernizar el humanismo, liberándolo de sus vínculos con el antropocentrismo en el que todavía se hallaba atrapado el joven Marx. Un humanismo que no se funde en la tesis de la excepcionalidad humana y la superioridad del hombre sobre todos los demás seres vivientes, incluyendo a otros hombres (la superioridad de Europa sobre el resto del mundo). Por otra parte, tenemos que empezar a avanzar un dialogo de fondo con la ciencia. La filosofía ya no puede ser un emprendimiento en solitario. Las ciencias están mostrando (la nueva paleontología, por ejemplo, que trabaja con reconocimiento genómico), con evidencia irrefutable, que no existe tal excepcionalidad humana y que el homo sapiens se definió desde el comienzo como una especie intercultural que se mezcló con otras especies ahora extintas. Digo entonces que el humanismo es una noción que aún nos resulta útil políticamente, pero tenemos que desligarlo de su herencia teológica y antropocéntrica Y, en ese sentido, volviendo a tu pregunta, creo que Foucault quería botar las dos cosas al mismo tiempo, confundía el humanismo con el antropocentrismo y creía que la matriz epistémica de ambos era la misma. Pero me parece que sería posible retomar de Marx, del materialismo histórico, el proyecto de un humanismo no antropocéntrico. Una tarea que tenemos por delante es repensar el materialismo histórico en clave transmoderna.

Raúl Villarroel: Tengo una inquietud que, en parte, se desprende de lo que tú acabas de señalar, aunque no se dirige exactamente hacia el mismo derrotero. Pero tiene que ver con la idea de tensionar este antropocentrismo. Pensar en desplazar el eje gravitacional que la figura de lo humano ha tenido en la historia, sobre todo en la historia de la filosofía política. Y hay una serie de elaboraciones contemporáneas que han puesto en vilo la convicción que hemos tenido respecto a la categoría de “especie” en que nos queremos amparar. Porque en realidad, somos una colección de especies. Estamos dominados, incluso, por otros organismos que no son humanos, pero que son aquellos de los cuales dependemos. Por ejemplo, la flora intestinal. Un conjunto de bacterias imprescindibles para nuestra vida. Lo que nos lleva a pensar, en cierto modo, como lo ha planteado una bióloga como Lynn Margulis –con un fuerte asidero en algunos filósofos contemporáneos–, en una “teoría simbiótica” de la vida. Sería muy importante considerarla, creo, para poder, de algún modo, desplazar, incluso la idea de vida que recogieron Deleuze, Foucault y sus antecesores, y con la cual este último trabajó en cierto modo, un tanto acríticamente. Esa noción de vida, puede ser puesta en tela de juicio con mucha fuerza.

Entonces, justamente avanzando sobre esto, me da la impresión de que hoy día enfrentamos una escena que es completamente distinta, que tiene que ver con la posibilidad de que se abra un nuevo horizonte de producción ex novo de la vida, de la subjetividad, digamos; amparada ahora en el saber biotecnológico, informático, en un curso de expansión irrefrenable. Pero que está determinado en cuanto a sus fundamentos por las leyes del mercado y, por lo tanto, su desarrollo solamente se puede producir en un contexto de economía neoliberal y globalizada. Incluso hay corrientes filosóficas, como las del transhumanismo, que alientan la posibilidad de que esos desarrollos se lleven a cabo y, por lo tanto, ofrecen la posibilidad de que se pueda mejorar a lo humano, desde el punto de vista de la ampliación de la vida, de las capacidades biocognitivas, de la longevidad, etc. Pero eso, en cierto modo, nos plantea un problema que me parece complejo porque despliega una serie de posibilidades que hasta ahora nos resultan completamente insospechadas. Hay conductas de esos seres humanos mejorados del futuro –que vivirán en sociedades post-humanas–, que tendrán –podríamos presumir– un impacto ecológico todavía aún más impredecible, y que de ninguna manera consideramos en nuestras proyecciones o prospecciones actuales.

Creo que está en curso, y así lo he querido pensar, una verdadera “migración ontológica de lo humano”. Y que ninguna moratoria y ninguna precaución que la bioética de la ciencia trata de establecer, resulta ser útil o efectiva. Porque en realidad lo único que se está empezando a visualizar en el horizonte futuro, es algo así como una condición dual de lo humano, una articulación entre espíritus humanos y espíritus maquínicos.

Entones, considerando esa situación –que evidentemente nos mueve a pensar en la vigencia del humanismo y una serie de convicciones que hemos tenido a ciegas y que no se pueden seguir sosteniendo–, ¿cuál crees tú que sería la posibilidad de administrar, pero cautamente, ese devenir biotecnológico de la sociedad?, y ¿cuál podría ser el curso de acción más ajustado entonces a un futuro de la humanidad que escape al control absoluto? Cuestión que hoy día se presenta a partir del desarrollo sin freno de la empresa tecnocientífica, biomédica, biofarmacológica y que, además, no es sino una operación indesmentiblemente ligada al interés del capital.

SCG: Me parece que tu diagnóstico es correcto. Y con lo que dices pienso ahora mismo en los textos de Markus Gabriel, quien, me parece, da en el clavo con sus críticas al transhumanismo. Gabriel habla de un “neoexistencialismo” que no renuncia al humanismo. Sloterdijk ya nos decía que necesitamos “reglas para el parque humano”. Y esas reglas no solo son pragmáticas, sino que tienen que ver con un principio normativo, que es el de darle dignidad a la vida, no solo a la humana, sino a la vida en tanto tal. Necesitamos empezar a deconstruir ese humanismo antropocéntrico que está anclado en el sistema de derecho, por ejemplo, en la ley y en la política. ¿Y por qué “deconstruirlo”? Porque, querámoslo o no, el humanismo moderno nos constituye, no estamos en una situación de exterioridad frente a él, pero debemos avanzar más allá de él, es decir que debemos transformarnos a nosotros mismos. No podemos tirar piedras al tejado del humanismo como si estuviéramos afuera, sino tratar de desmontarlo desde adentro. Por eso hablo de deconstruirlo, no de saltar por encima de él. Y esa deconstrucción del humanismo significa pasar de un humanismo antropocéntrico y colonial a otro que pueda ser capaz de generar normas interculturales que nos permitan evitar el diagnostico que tú anticipas: que la condición humana sea una en donde esté dominada por la maquina, básicamente.

DB: A partir de este diagnóstico que nos estás proponiendo, es decir, que nos vamos a tener que acostumbrar a vivir en condiciones muy adversas para la humanidad, tú haces una lectura desde el joven Marx, lo que podríamos llamar como un cierto republicanismo plebeyo. Sobre esa base es que te permites formular algunas objeciones frente al post-estructuralismo y tomar distancia de esa corriente, pero también problematizas el discurso de la izquierda marxista-hegeliana. Entonces me gustaría saber, a modo de interrogar la pertinencia de las categorías que estás manejando para ejercer una crítica de la actualidad, ¿cómo pensamos desde ahí las resistencias? Porque estamos habituados a pensarlas, ya sea desde el post-estructuralismo, como desde el marxismo hegeliano, no obstante ¿cómo las podríamos concebir a partir de la lectura que tú nos planteas?

SCG: La resistencia forma parte de la acción política, pero no agota la acción política. Habría que distinguir entre la potencia y la potestas. Es decir, la política tiene dos momentos, uno que es la potencia, incluyendo ahí la resistencia, y otro que es la potestas. Hay que resistir, esto es importante, pero también hay que gobernar, porque si no gobernamos, entonces va a ser muy difícil hacer algo para cambiar el rumbo de las cosas. Esa es una de las razones, a propósito, que me ha llevado a distanciarme del posestructuralismo: su énfasis exclusivo en la resistencia. Yo no quiero una izquierda que sea solamente oposición, sino una izquierda que esté en capacidad para gobernar. Hay un momento de resistencia, de oposición y desobediencia, de dislocación de lo establecido, que es fundamental para que las cosas cambien. Pero quedarnos en una situación de resistencia permanente, en ultimas, me parece una posición conservadora. Porque es dejar las cosas como están. Creo que hay que tener valor y coraje de dar un paso más, desde la resistencia hacia la posibilidad de gobernar, hacia la posibilidad de construir un frente hegemónico, pero esa hegemonía hay que construirla políticamente. Y para eso, vamos a tener que ir más allá de la resistencia.

RV: Volviendo al asunto de la pandemia, hay una arista problemática que a mí me inquieta y quiero compartirla contigo, porque pienso que, de alguna manera, tú tienes que haber experimentado una situación común en tu país. Y tiene que ver con el asunto del racismo. Sabemos que el racismo, de acuerdo con la intuición del mismo Foucault, es la extrapolación, en clave biológica, del concepto de enemigo político, ciertamente, insuperable respecto de la seguridad biopolítica. A propósito de esto, me acuerdo del libro que escribió la filósofa española Adela Cortina, que tú seguramente debes haber escuchado mencionar, que se llama Aporofobia

SCG: Sí, claro.

RV: Allí se distingue el rechazo a esos millones de extranjeros que pisaron el suelo español, que provenían del otro lado del Atlántico, de aquellos que llegaron al país como un destino turístico. En este contexto, Cortina no pudo sino comparar la respuesta, en términos de la acogida entusiasta y súper hospitalaria con que recibieron a esos extranjeros que llegaban como turistas cargados de euros o de dólares, con el otro rechazo inmisericorde que se produce en relación con esas oleadas de extranjeros pobres que llegan del África subsahariana y de otras partes del planeta. Entonces, podríamos decir que no se trata de un simple sentimiento de xenofobia, sino de esta “aporofobia”, porque el extranjero no molesta por el simple hecho de ser extranjero, sino cuando es un extranjero pobre. Entonces, ahí aparece aquello que me inquieta. Porque nosotros –por lo menos aquí, en este país, supongo que en Colombia también–, desde que comenzó el brote de coronavirus, las cámaras de los canales de televisión hicieron extraordinarios esfuerzos por dirigirse a los sectores que habitan las personas de menos ingresos que, en su mayoría, son inmigrantes haitianos; pero también peruanos, dominicanos, bolivianos y de otras nacionalidades. Fundamentalmente, con un propósito sensacionalista, para poder alimentar esas basuras de programas matinales que transmiten los canales de televisión.

Entonces, lo que yo pienso es que la presencia del virus se racializa, lo que finalmente es el resultado de una especie de fusión –incluso, de una confusión– entre enfermedad, etnia y lugar de residencia de los más pobres. Entonces, por lo menos para los chilenos, ha resultado difícil pensar que quien te transmite el coronavirus pueda ser alguien cercano a ti. Y, por lo tanto, hay una especie de tendencia a buscar a otro, a un no-nacional que sea el portador del germen patógeno. Porque hay una razón epidemiológica, pero también hay una razón social, política.

Entonces, mi pregunta sería respecto a cuál es tu percepción de esta situación, ciertamente trágica, que se ha vuelto de un alcance, yo diría, global. Y que, además, en nuestro continente, tiene ribetes bastante críticos, llegando a tensionar los limites mismos de la democracia. Porque, de alguna manera, instaura una suerte de nomos, que permite y legitima distinguir entre unos seres humanos que parecen buenos y venturosos, y otros seres humanos que resultan ser amenazantes y completamente desgraciados.

Entonces ¿se representa el conflicto así, esencial de lo político, en esta situación? Y por lo tanto ¿lo político se hace complemente ingobernable? ¿Te parece a ti que ahí hay un punto ciego en la política que se expresa en el acto mismo de la democracia?

SCG: Sí, total. Comparto el diagnóstico, pero lo hago desde categorías analíticas diferentes. Pienso que la genealogía del racismo que traza Foucault es muy eurocéntrica y prefiero, en este caso, partir de pensadores latinoamericanos como Aníbal Quijano. Su tesis consiste en decir que el racismo es un fenómeno que aparece de la mano de la expansión colonial europea, en el siglo XVI. En mi perspectiva, esto no tiene que ver tanto con la cuestión biológica del fenotipo, sino con el asunto del parentesco. Es el tema de la “limpieza de sangre”. El racismo, tal como se implementó en las colonias españolas desde el siglo XVI, tiene que ver con la distancia que toman las élites (autodefinidas como “blancas”) frente a negros, indios y mestizos. Esto lo argumenté largamente en mi libro La hybris del punto cero. Entonces, para nosotros, la genealogía del racismo tiene que pasar por la expansión colonial europea en América Latina. No digo que Foucault esté equivocado, creo que los análisis que hace son en principio correctos: vincular el racismo con la biopolítica y la cuestión de biologizar al enemigo interno, es decir, de estigmatizar al enemigo político en clave biológica. Ahora bien, lo que ocurre es que yo trazaría el problema con una genealogía más larga. El racismo no es algo que viene de la mano de la Ilustración, ni del racionalismo del siglo XVIII, como piensa Foucault, sino que es anterior. Desde el pensamiento decolonial solemos hablar del vínculo entre modernidad y colonialidad. Es decir, el colonialismo es estructural a la modernidad. Entonces ahí tienes toda la razón de que el racismo es un tema estructural. No es una cuestión que se resuelva, simplemente, con buena educación o aprendiendo a “tolerar” al otro. El racismo es estructural, lo mismo que el patriarcado. Entonces, yo diría que sí, que Foucault tiene razón, que tu diagnóstico es correcto, sólo que yo trazaría otra genealogía. En el caso concreto colombiano, los venezolanos fueron señalados por los medios de comunicación –al menos al comienzo de la pandemia–, al igual que lo ocurrido en Chile con los haitianos y otros inmigrantes. En Colombia tenemos cerca de 1.5 millones de migrantes venezolanos…

RV: Yo lo decía principalmente por eso, efectivamente.

SCG: Esta es una migración que Colombia nunca había conocido, porque Colombia nunca fue un país de inmigrantes. Existieron iniciativas desde el siglo XIX para favorecer una inmigración blanca de Europa para contribuir a la industrialización del país. Pero esto en realidad nunca funcionó. No estamos acostumbrados en Colombia a la inmigración. Por eso el tema de los migrantes venezolanos ha sido visto como un problema de seguridad interna. Con la firma de los acuerdos de paz, el “enemigo interno” dejó de ser la guerrilla de las FARC y comenzaron a ser los migrantes, pero luego también los propios ciudadanos que protestan en la calle. Las fuerzas militares colombianas han sido instruidas para detectar y combatir un “enemigo interno” que reemplace a las FARC. La creación política y mediática de un “otro” al que hay que eliminar para “salvar la nación”.

ITA: Me gustaría volver a uno de los puntos que tú señalabas hace un rato respecto a este diagnóstico del presente. Sobre todo, a esta figura de tener que acostumbrarnos a vivir en medio de la adversidad. Quisiera preguntarte sobre qué consideraciones sobre lo político cabría señalar respecto a esta posibilidad.

SCG: Es complicado, porque todas las instituciones modernas fueron construidas bajo el supuesto de que el Hombre se halla en la capacidad de tomar ventaja sobre la naturaleza. Pero una vez que se ha hecho evidente la ilusión de ese presupuesto, tendremos que comenzar a repensar las instituciones públicas. Lo que tenemos ahora es un momento de gran tensión, en donde las fuerzas que pretenden “regresar a la normalidad” están haciendo lo posible para que eso ocurra, como si no hubiera pasado nada, como si se tratara de otra situación que puede ser controlada por entero. Nos va a tomar algún tiempo aceptar que no estamos en control. Ya veremos si no somos capaces de tomar decisiones políticas en las próximas dos o tres décadas que nos permitan empezar a “gobernar la adversidad”, para decirlo en términos de Foucault.

DB: Nos hemos referido a la pandemia, a las herencias coloniales, al racismo estructural. Y, justamente, pareciera que no es posible hablar de estos asuntos sin aludir también a la contingencia política. En el caso de Chile, tuvimos un levantamiento popular previo a la pandemia, en octubre del 2019, entre otras cosas, producto de un agotamiento de la verosimilitud simbólica del neoliberalismo en el país y vemos que, en Colombia, el levantamiento popular ocurre junto con la pandemia. Me gustaría saber cómo has leído esta situación y cuáles, a tu juicio, son las salidas posibles, y en términos más generales, cuál es la situación actual en Colombia desde el punto de vista político.

SCG: Desde acá seguimos con mucha tensión y con mucho entusiasmo los sucesos de Chile. Esto tuvo un efecto de resonancia en Colombia. También acá hubo una serie de manifestaciones importantes durante noviembre del 2019: se cantaban los mismos cantos que en Chile. Todo el mundo cantaba las canciones de Los Prisioneros. Las consignas performativas de las feministas chilenas fueron replicadas en Colombia. Nosotros vimos con mucho interés y con mucha admiración el valor y el coraje del pueblo chileno de salir masivamente a la calle, a pesar de la represión policial, que fue fuerte. Pero a mí me parece que la represión policial en Colombia fue mayor, fue mucho más fuerte. Estamos hablando de casi doscientos muertos y desaparecidos durante las marchas en su mayoría pacíficas. Seguramente, en Chile hubo una represión brutal también, porque la policía chilena viene con la herencia de Pinochet, instruida en el uso desmedido de la fuerza. Pero lo que vi en Colombia fue peor.

Me parece que ustedes lograron en Chile lo que nosotros no: que se obligara a Piñera a negociar el tema de la asamblea constituyente. Las protestas colombianas fueron fuertes, pero no tan masivas como en Chile. O sea que la represión fue más fuerte aquí, pero las protestas en Chile fueron más intensas y lograron lo que nosotros no pudimos, que fue arrinconar a Duque y obligarlo a negociar, como ustedes lo hicieron con Piñera. No se pudo. Y no se pudo en parte por la presencia de un factor que para nosotros fue definitivo y que no estuvo en Chile todavía: la pandemia. El elemento de la pandemia marca aquí la diferencia entre las dos situaciones.

RV: Coincido plenamente con el análisis que tú acabas de presentar, sobre todo, en relación con las diferencias que remarcas, porque creo que son bastante claras. Yo no tendría ninguna duda en calificar de mayormente brutal, la represión llevada a cabo por el gobierno de Duque, en contraste con la represión llevada a cabo por el gobierno de Piñera. A pesar de que, no por eso le vamos a restar brutalidad a lo ocurrido en Chile. Pero las cifras son contundentes, sin duda alguna. La cantidad de muertos y desaparecidos que hay Colombia, son muy superiores a las que nos afectaron a nosotros.

Yo creo que ahí –tú lo habías mencionado con anterioridad– la figura de Uribe es muy decisiva, porque, en cierto modo, exaltó, abiertamente, la militarización de un conflicto político. Entonces, yo creo que ahí se legitima la posibilidad de que un gobierno que está en caída libre, pueda encontrar un respaldo en la institución armada. Que efectivamente acá en Chile no tuvo, porque cuando quiso recurrir al mismo gesto de apoyo, el Ejercito le volvió la espalda a Piñera y perdió, por tanto, toda credibilidad, y también la posibilidad de sostener una férrea defensa al sistema. Y comenzó, además, a desmoronarse paulatinamente, hasta el punto en que nos encontramos hoy.

Estaría completamente de acuerdo con ese análisis. También lo estaría en relación con las consecuencias a que dio lugar un proceso y el otro. Porque, sin duda alguna, por muy desesperanzadora que sea la percepción que nosotros tenemos de cuánto vaya a ocurrir en el futuro próximo en Chile, de todas maneras, se consiguió una reforma fundamental de la estructura. Y difícilmente podrá ser manipulada, al punto de que todo vuelva a cero y quede todo donde mismo. Creo que uno puede tener suficiente razón para pensar, si no optimistamente, por lo menos con cierta confianza, que las cosas van a cambiar en este país. Cosa que no pareciera ser que haya ocurrido en Colombia, porque las negociaciones se estancaron y finalmente todo quedó, no sé si en el punto de partida, pero sin un cambio radical o significativo.

De todos modos, quisiera reparar en dos cuestiones que tú señalaste en la intervención anterior y que remiten a una suerte de condición fatal que estaríamos, en cierto modo, condenados a admitir: el calentamiento global, que va a quitar más vidas, y que ya lo está haciendo. Por otra parte, la posibilidad de administrar esta nueva condición del mundo, este nuevo sistema-mundo que se nos está imponiendo a partir de la pandemia. Esto me hizo recordar el texto de Felix Guattari, llamado “Las tres ecologías”, donde él alerta respecto de las transformaciones técnico-científicas que han afectado al planeta. Y digamos, en el fondo repara en la idea de que hay una especie de paradoja, porque cada vez tenemos mayor capacidad y potencial de resolver los conflictos. Pero, por otra parte, nos mostramos cada vez más incapaces de poder valernos de los medios técnicos y operar en vista de la resolución de los conflictos. Entonces, recordé que Guattari pensaba que la verdadera respuesta al calentamiento global o cambio climático, sólo se puede producir a escala planetaria.

SCG: Sí, totalmente.

RV: Con la condición de que se desarrolle una revolución política, social y cultural que, en cierto modo, reoriente la producción de los bienes materiales e inmateriales. Sin embargo, la naturaleza se ha venido transformando cada vez más en un campo de batalla, porque, en cierto modo, es una especie de teatro de enfrentamientos entre actores con intereses muy diversos: los Estados nacionales, los pueblos originarios, los movimientos sociales, el Ejército, los mercados financieros, las compañías de seguros y varios actores más que se disputan la posesión de estos bienes. Va a haber muchos más problemas. Entonces, en la medida en que se vaya profundizando la crisis ecológica, el conflicto se tornará cada vez más irresoluble.

Entonces, me surge la necesidad de preguntarte cómo ves tú este problema. ¿Crees que se puede pensar en esa revolución social y cultural de la que hablaba Guattari, para reorientar la producción de bienes materiales? Sobre todo, teniendo en cuenta que hoy en día, esta producción se encuentra dirigida a la satisfacción de los intereses de eso que él denominaba el “Capitalismo mundial integrado”. En una era del capitaloceno –según la lectura de Jason Moore– ¿cuál es el estatuto, la situación que tú le das a la cuestión ambiental en tu actual sistema de pensamiento? Por ejemplo, uno podría pensar la temática ambiental en el análisis político foucaultiano, pero esta se encuentra completamente omitida. No hay ninguna referencia allí a la cuestión ambiental. Entonces, veo que tú has experimentado este desplazamiento teórico-conceptual ¿Cómo enfrentas el problema ambiental hoy?

SCG: Estaría de acuerdo con Guattari en el tema de la ecosofía. Pero esta sólo va a funcionar si se ancla en el sentido común. Necesitamos transformaciones de orden estructural, por ejemplo, repensar la economía en una escala global. Pasar de una economía orientada hacia la acumulación y el beneficio individual, hacia una economía social de mercado. Eso puede sonar todavía muy utópico, pero creo que, si no avanzamos por ahí, los cambios que necesitamos no vendrán. Todo lo cual nos lleva de nuevo al problema de cómo repensar las instituciones políticas en clave transmoderna. Lo que tenemos actualmente es la democracia de masas como forma de organizar la vida pública en sociedades muy heterogéneas y superpobladas. Desde luego, este tipo de organización es insuficiente para resolver los problemas de fondo, ya que las reglas de la democracia exigen que toda opinión, aunque sea la más descabellada, vale tanto como cualquier otra opinión. El voto del sabio vale igual que el voto del neonazi. Eso lo sabían Sócrates y Platón y por eso rechazaban la democracia, ya que en ella no puede surgir la virtud. Pero la verdad es que, por ahora, tenemos que partir de lo que tenemos porque la democracia es un sistema capaz de autocorrección. Aunque no sirva para resolver los problemas de fondo (porque estás obligado a coexistir con quienes no quieren cambio alguno, que también tienen “derechos”), la democracia es todavía lo mejor que tenemos. Lo que podemos hacer por ahora es tratar de avanzar hacia una situación en la que el Estado tenga un mayor protagonismo en la economía. Creo que este tipo de neokeynesianismo ya está empezando a abrirse camino. No es la solución al problema del cambio climático, insisto, pero es lo que en este momento podemos intentar. Si no nos atrevemos a generar un escenario en el que la política controle la economía, en lugar de que sea la economía la que controle la política, el problema ambiental no podrá ser enfrentado con alguna posibilidad de éxito, aunque sea relativo.

ITA: Tal vez como un contrapunto a esta perspectiva, quisiera preguntarte cómo ves el papel de lo ético, entiendo por tal, un ethos –no una moral– que resultaría un elemento insoslayable de la política que viene. Por otra parte, y como trasfondo de esta pregunta, recuerdo una conversación que sostuvimos hace muy poco con Mauricio Lazzarato, acá en Chile. En ese contexto, él nos planteaba la necesidad de pensar el concepto de luchas de clases en plural.

Pero nota que esa propuesta de lectura –que ciertamente es filosófica y política–, tiene por trasfondo una reflexión acerca de la necesidad de pensar las articulaciones. Cómo hacer, de alguna manera, de lo micropolítico o de una política de las multiplicidades, una apuesta estratégica. En la perspectiva de lo que decías al comienzo, respecto a evitar quedarnos en la resistencia, que es un ingrediente de lo político, mas no su límite. Si tenemos en cuenta que este problema no puede sino pasar por la formulación de una ética de lo común, me parece que quizá se podría ver aparecer otra entrada a la transformación planetaria de la que estamos hablando: un empirismo de las luchas, irreductible a un pliego de exigencias, capaz de instituir prácticas con miras a la articulación de una nueva cultura.

SCG: Esas decisiones, a ese nivel geopolítico, van a tener que ser empujadas desde abajo. No es que los líderes de las grandes potencias vayan a compadecerse de la humanidad sufriente. No. Es como en Chile. Hay que obligarles a tomar esas decisiones. Y esto vamos a tener que lucharlo en las calles de todo el planeta. No es que esto vaya a venir de arriba hacia abajo. Tal vez todavía veamos un levantamiento popular de nivel planetario, en tiempo real, que obligue a que las potencias mundiales tomen decisiones correctas más allá de sus intereses imperiales. Entiendo lo que dice Lazzarato en torno a la importancia de la nomadología y lo micropolítico. Pero creo que hay que articularlo a nivel meso y macropolítico en la dirección señalada por Laclau. Hay que construir una hegemonía política que impulse los cambios globales que necesitamos. Y en esta inmensa tarea, la subjetividad tiene un lugar importante, pero debemos entender que la política no se reduce a lo micropolítico y a las transformaciones en el nivel de la subjetividad. Reconozco su dimensión clave, pero no veo que podamos renunciar a las transformaciones de orden macro.

ITA: Desde luego, la ética no tiene por qué ser la suspensión del problema estratégico, sino un ingrediente insoslayable de la política que viene. Pienso que uno de los problemas que hemos tenido, en este punto, es una comprensión del problema ético demasiado apegada a una concepción del individuo y sus capacidades personales de agencia. Por otro lado, tengo la impresión que la lección ética fundamental de nuestro tiempo, es pensar una política que no se agote en los seres humanos. Hay aquí una cierta idea de responsabilidad con el conjunto de la existencia que cabría considerar también. Una política que solo se plantee la transformación de orden macro –la sociedad de los seres humanos–, corre el riesgo de reeditar los viejos problemas de las políticas del siglo XX fundadas en nombre de lo común.

Siguiendo en ese análisis, y estando de acuerdo en algunas de las cosas que planteas, tal vez habría que recordar en qué contexto surgen estas propuestas de lectura de lo político. Hay una profunda desazón, ciertamente, también desconfianza, sobre todo con las experiencias del socialismo europeo y su devenir totalitario. Es cosa de intentar pensar cómo enfrentan ese problema movimientos como el post-operaismo en Italia. O intelectuales como Michel Foucault, Gilles Deleuze o Felix Guattari, en Francia. Entonces, mi inquietud –a propósito de lo que dices y tu identificación como un pensador socialista–, consiste en preguntar cómo hacer para no volver a esos viejos emblemas, a esas viejas formas de lo político. Incluso, estaría tentado de decirlo con Marx, recordando lo que señala en el Dieciocho Brumario: “la tradición de todas las generaciones muertas, oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”. Esto es, la metáfora que le permite pensar cómo el pánico de aquellos que se prestan a construir experiencias inéditas, los impulsa a invocar los fantasmas del pasado, para no hacer otra cosa que renunciar a sí mismos.

SCG: Exacto. Aquí es necesario tener clara la genealogía del post-estructuralismo, entendiendo que vivimos en América Latina. En ese posicionamiento genealógico, nosotros no vivimos el Estado benefactor, como si lo vivieron Foucault, Deleuze, Derrida, etc. En Colombia nosotros luchamos por temas sociales como por ejemplo las pensiones. Recuerdo que en su curso Los anormales Foucault decía que las pensiones son dispositivos de dominio y de control por parte del Estado. Entonces uno se pregunta ¿pero este tipo desde donde estaba pensando? Desde una situación de abundancia, desde las sociedades de bienestar. Foucault está parado ahí. Nosotros no. Me parece que decir que el sistema de pensiones es un mecanismo para controlar a la población, es poco mas que un despropósito. La noción de biopolítica, con toda la potencia que tiene, hay que repensarla críticamente. Debemos entender que necesitamos una biopolítica progresista. Porque sin ella, no vamos a poder gestionar el tema de la salud pública cuando se vengan situaciones más graves aún que la actual pandemia. Entonces, no mandar la biopolítica al tacho de la basura y decir que toda biopolítica es un mecanismo de dominación de las poblaciones para someterlas, para hacerlas más dóciles, más productivas, la proliferación del homo sacer, etc. Tenemos que empezar a distinguir entre eso y una biopolítica que esté a la altura de los desafíos que empiezan a aparecer en el horizonte de la humanidad.

DB: Quisiera añadir, respecto a lo que tú mencionabas, lo que ha venido planteando Roberto Esposito también. Primero, nos propone pensar una biopolítica afirmativa, cuestión que podría darnos algunas luces de lo que tú estás planteando. Y lo segundo, te quiero llevar al caso chileno. Porque lo que ocurre acá es que hay también un agotamiento de las ultimas reservas de legitimidad de una institucionalidad política que, en nuestro caso, genealógicamente tiene un carácter autoritario y oligárquico, porque está inspirada principalmente en las ideas de Diego Portales. Son las mismas familias que durante cien años o incluso más, se han instalado en las instituciones de poder y han permanecido en ellas, fenómeno que se reforzó durante la dictadura. Entonces, desde la mirada de una biopolítica afirmativa o progresista, como dices tú, se me ocurre que también tendríamos que volver a pensar las instituciones ¿no crees? Instituciones que se adaptaran a la vida como diferencia y multiplicidad, en vez de presuponerlas en categorías normativas de validez universal.

SCG: Sí.

DB: Eso me resulta interesante. Quizás se podría encontrar algo de esa lectura en los esfuerzos que hace Toni Negri, para quien el poder constituyente no es el motor dialéctico de un poder constituido, al tratarse de una potencia que excede, y es por eso que rebasa al Estado, lo atraviesa, y allí lo político opera como una discontinuidad y una ruptura irreductible. Esa visión podría contrastarse con los planteamientos de Chantal Mouffe respecto a la diferencia que ella hace entre lo político y la política. Como sabemos, para Mouffe lo político, en su dimensión ontológica, es el conflicto irresoluble en que se constituye lo social, mientras que la política es el momento de institucionalización que permite la creación de un orden para organizar la coexistencia humana. El asunto es que esa institucionalización del conflicto necesita problematizar sus premisas, porque en las instituciones realmente existentes no parece haber posibilidad de institucionalizar lo político. Nosotros tampoco sabemos, a ciencia cierta, qué va a ocurrir en el contexto de la convención constitucional en Chile. Hay una desconfianza, una distancia, una desafección, que no se podría leer como pura despolitización inorgánica, sino más bien como la disposición hacia una política otra, la cual tenemos que inventar.

SCG: Sí, es verdad. Con respecto a Chantal Mouffe, hay algo que no me gusta de su lectura, y es ese recurso a Carl Schmitt. Reduce la política al enfrentamiento entre amigo y enemigo. Es verdad, la política tiene en el antagonismo una dimensión fundamental. Pero la política no se reduce al antagonismo, sino que tiene otras dos dimensiones básicas: las instituciones públicas y los criterios normativos, como bien lo vio Dussel. Si renunciamos a los criterios normativos, nos quedamos lanzados al populismo, y me parece que esta visión es muy chata. Hay que pensar el antagonismo, pero también los criterios normativos e institucionales que nos permiten gobernar el antagonismo. De eso se trata la política. Otra discusión sería pensar de dónde se derivan estos criterios normativos, de qué cosa depende su validez universal, como bien dices. Tal vez tengamos otra oportunidad para hablar de eso.

ITA: Santiago, pensando, quizá, en un cierre a esta primera conversación, quiero comentarte que hace un par de semanas participé de un encuentro foucaultiano en Buenos Aires, con colegas de la UBA, y allí también discutíamos acerca del problema de una biopolítica afirmativa, en la saga de Roberto Esposito. El debate que abrimos, consistió, precisamente, en intentar interrogar lo político de la biopolítica, también. Es decir, no tan sólo representarse una “buena” biopolítica.

SCG: ¡Exacto!

ITA: Porque en la biopolítica habita una concepción de la política que está demasiado enredada con la técnica. Para nuestro tiempo, esto significa una política perfectamente liberal, pero en términos de una arqueología más amplia, se trata de una política que no puede disociarse de su voluntad de soberanía (humanista) sobre la existencia. Entonces, uno podría tener la tentación de pensar una biopolítica afirmativa en términos de una clave moral, esto es, de una política que, de alguna manera, se preocupe de “los problemas de las grandes mayorías”. Me parece, sin embargo, que los problemas que tenemos en frente y de los cuales hemos hablado en esta conversación, no se resuelven ni política ni filosóficamente, recurriendo a una lectura de este tipo. De hecho, la exceden. Entonces, creo que también hay una necesidad de repensar lo político más allá de una antropo-política. Y los problemas que hemos compartido hoy, en esta conversación, pasan por esta necesidad. Pero también por la insistencia en lo que planteaba hace un rato por pensar el problema de las articulaciones en clave ética, como un eje insoslayable de su potencia estratégica. Hacer frente a la devastación de los bosques, a la sobreexplotación de los suelos, al uso indiscriminado y privado del agua y los demás recursos naturales, al gobierno, en suma, de lo que aún algunos insisten en llamar «naturaleza», no se resuelve situando como norte estratégico únicamente la construcción de una hegemonía. Tengo la impresión que es necesario repensar la pertinencia de esta forma de conceptualizar la cuestión política –perfectamente antropocéntrica–, sobre todo, frente a la adversidad ontológica de la que discutíamos al comienzo de esta entrevista.

SCG: Sí. Es algo que yo no he explorado para nada. Yo siempre he sido un poco reacio al tema de la ética, de pronto influenciado por una cierta herencia marxista… Tú sabes que los marxistas nunca han sido muy afines al tema de la ética porque la asocian con una posición “pequeño-burguesa”. Pero entiendo cuál es el problema que planteas a nivel filosófico, y entiendo también que es necesario avanzar hacia eso. ¿Cuál es la relación entre la política y la ética? Yo creo que la ética tiene que ver con decisiones políticas, es decir que la ética se funda en la política y no la política en la ética como afirma Dussel. Pero bueno, eso es un tema que yo no he profundizado.

En cuanto a Foucault, comentando sobre tu encuentro en Buenos Aires, te digo que yo sigo muy interesado en su obra. No es que haya abandonado a Foucault. No paso ya por ahí, pero estoy muy interesado en qué puede salir de ahí. Siempre y cuando no derivemos en que la ética tiene que ver con la estética de la existencia, todo bien (risas). Eso fue lo que le pasó a Foucault con la cuestión de los griegos al final de su vida. Yo creo que todo eso fue un gran error, un paso en falso. Foucault abandonó en algún momento su gran proyecto genealógico, que en realidad fue su gran aporte a la filosofía: la teoría del poder. El descubrimiento de Foucault es entender que el poder no se reduce al Estado, que no se reduce a las jerarquías políticas, que es mucho más que eso. El poder tiene unas dinámicas, unas técnicas, unas racionalidades que habría que estudiar en su singularidad. Pero cuando Foucault quiere hacer una genealogía de esas tecnologías políticas de la modernidad y se lanza hacia el mundo greco-cristiano me parece que ese proyecto se despotencia. Sobre todo, a la hora de pensar la política. Foucault reduce la política a la estética de la existencia, al tema de la desobediencia del sujeto con respecto a las normas que lo gobiernan. Y eso, en realidad, me sabe a muy poco.

RV: No quisiera quedarme con la siguiente inquietud. No sé si estoy entiendo todo muy mal o si estoy siento demasiado suspicaz, pero creo advertir una propuesta “de transitividad” –así le llamaría yo–, que va desde una perspectiva y una solución biopolítica, hacia un vector de reconstrucción normativista. Una lectura de la política más o menos así, como que se desplaza desde un eje de gravitación que ha mantenido hasta la primera década del siglo XXI, y un reingreso en una dimensión normativista. Quería preguntarte ¿cómo te verías tú, si en distancia o cercanía con, por ejemplo, el Habermas de “Facticidad y validez”?

SCG: No claro, eso es otra cosa…

RV: ¿Cuál sería la distinción?

SCG: Recuerda que yo vengo del pensamiento decolonial. No se trata de rescatar ese proyecto de la modernidad inconclusa como dice Habermas. Yo hablo de la transmodernidad, como muchos de mis colegas del giro decolonial. Pero a diferencia de muchos de ellos, mi posición es la de avanzar hacia una visión normativa de la política, porque creo que es necesario en vista de los desafíos globales que tenemos. Creo que si de lo que se trata es de aprender a gobernar la adversidad que ya se ha instalado entre nosotros, necesitamos criterios normativos interculturales, es decir, reconocidos por la humanidad entera, no solo por Europa. El problema de Habermas, es que los criterios normativos de los que habla son una herencia exclusiva de la Ilustración. Yo en cambio estoy en la interculturalidad.

RV: Muchas gracias, Santiago. Es un posicionamiento.


Imagen

Alvaro Pavez Cataldo. Obra Mayu («paisajes en extinción»), Colectivo Chasky